A veces, cuando sopla el viento frío recuerdo las tierras del norte. No hay castillos allá, ni templos de piedra. Solo nieve, viento, y pasos que se borran rápido en la escarcha. Pero también hay gente fuerte, silenciosa, más antiguos que muchos reyes. Las tribus del norte no viven para contar historias, sino para sobrevivir, y sin embargo, todo en ellos es una historia viva. Marcan su paso con cicatrices, con canciones guturales que solo entienden entre ellos y con miradas que pesarian hasta al mas tenaz.
Llegué allí huyendo del sur, el mundo se deshacía a mi espalda, y en esas tierras heladas no me ofrecieron abrigo ni fuego. Me arrojaron un cuchillo, un pedazo de carne seca, y supuse que me dijeron con los ojos: "demuestra que vales algo". La primera noche pensé que moriría. La segunda, también. Pero en la tercera algo cambió. Comencé a entender su idioma, no con palabras, más bien con gestos, con rituales. Cazamos juntos y dormimos espalda con espalda. Nunca me dijeron que era parte del clan pero tampoco me corrieron del lugar.
Aún recuerdo al primer lobo que maté, mi espada quedo clavada en su costado, su pelaje era negro como el carbón y sus ojos mas blanquecinos que los de un ciego. Lo vi y supe que solo uno de los dos saldría de allí con vida. Tras regresar con su cuerpo sobre los hombros, me miraron distinto, sentí por fin algo de respeto.
Entonces aprendí que el respeto se ganaba con actos, los títulos y discursos no servian de nada.
Una vez me enfrenté a uno de ellos, un joven guerrero que dudaba de mi lugar entre los suyos. Me retó en círculo, peleamos sin decir palabra. Él me marcó el rostro, y yo le rompí la nariz. Ninguno murió, pero al final, compartimos el mismo cuenco de sopa esa noche, esa era su forma de hacer las paces.
El norte tiene sus propias enseñanzas. Callar, a escuchar al bosque, a leer el humo y las huellas, a cazar no solo por hambre, sino por equilibrio, tambien a respetar a la presa, y agradecer al viento que me cubría. Y aunque partí de esas tierras, quizá porque mi camino era otro, o porque no quise quedarme congelado como sus historias, el norte no se fue de mí. Todavía llevo su abrigo y recuerdo sus tambores. Y cuando el frío cala los huesos, cierro los ojos y puedo oír sus cantos en la distancia.
Llegué allí huyendo del sur, el mundo se deshacía a mi espalda, y en esas tierras heladas no me ofrecieron abrigo ni fuego. Me arrojaron un cuchillo, un pedazo de carne seca, y supuse que me dijeron con los ojos: "demuestra que vales algo". La primera noche pensé que moriría. La segunda, también. Pero en la tercera algo cambió. Comencé a entender su idioma, no con palabras, más bien con gestos, con rituales. Cazamos juntos y dormimos espalda con espalda. Nunca me dijeron que era parte del clan pero tampoco me corrieron del lugar.
Aún recuerdo al primer lobo que maté, mi espada quedo clavada en su costado, su pelaje era negro como el carbón y sus ojos mas blanquecinos que los de un ciego. Lo vi y supe que solo uno de los dos saldría de allí con vida. Tras regresar con su cuerpo sobre los hombros, me miraron distinto, sentí por fin algo de respeto.
Entonces aprendí que el respeto se ganaba con actos, los títulos y discursos no servian de nada.
Una vez me enfrenté a uno de ellos, un joven guerrero que dudaba de mi lugar entre los suyos. Me retó en círculo, peleamos sin decir palabra. Él me marcó el rostro, y yo le rompí la nariz. Ninguno murió, pero al final, compartimos el mismo cuenco de sopa esa noche, esa era su forma de hacer las paces.
El norte tiene sus propias enseñanzas. Callar, a escuchar al bosque, a leer el humo y las huellas, a cazar no solo por hambre, sino por equilibrio, tambien a respetar a la presa, y agradecer al viento que me cubría. Y aunque partí de esas tierras, quizá porque mi camino era otro, o porque no quise quedarme congelado como sus historias, el norte no se fue de mí. Todavía llevo su abrigo y recuerdo sus tambores. Y cuando el frío cala los huesos, cierro los ojos y puedo oír sus cantos en la distancia.
A veces, cuando sopla el viento frío recuerdo las tierras del norte. No hay castillos allá, ni templos de piedra. Solo nieve, viento, y pasos que se borran rápido en la escarcha. Pero también hay gente fuerte, silenciosa, más antiguos que muchos reyes. Las tribus del norte no viven para contar historias, sino para sobrevivir, y sin embargo, todo en ellos es una historia viva. Marcan su paso con cicatrices, con canciones guturales que solo entienden entre ellos y con miradas que pesarian hasta al mas tenaz.
Llegué allí huyendo del sur, el mundo se deshacía a mi espalda, y en esas tierras heladas no me ofrecieron abrigo ni fuego. Me arrojaron un cuchillo, un pedazo de carne seca, y supuse que me dijeron con los ojos: "demuestra que vales algo". La primera noche pensé que moriría. La segunda, también. Pero en la tercera algo cambió. Comencé a entender su idioma, no con palabras, más bien con gestos, con rituales. Cazamos juntos y dormimos espalda con espalda. Nunca me dijeron que era parte del clan pero tampoco me corrieron del lugar.
Aún recuerdo al primer lobo que maté, mi espada quedo clavada en su costado, su pelaje era negro como el carbón y sus ojos mas blanquecinos que los de un ciego. Lo vi y supe que solo uno de los dos saldría de allí con vida. Tras regresar con su cuerpo sobre los hombros, me miraron distinto, sentí por fin algo de respeto.
Entonces aprendí que el respeto se ganaba con actos, los títulos y discursos no servian de nada.
Una vez me enfrenté a uno de ellos, un joven guerrero que dudaba de mi lugar entre los suyos. Me retó en círculo, peleamos sin decir palabra. Él me marcó el rostro, y yo le rompí la nariz. Ninguno murió, pero al final, compartimos el mismo cuenco de sopa esa noche, esa era su forma de hacer las paces.
El norte tiene sus propias enseñanzas. Callar, a escuchar al bosque, a leer el humo y las huellas, a cazar no solo por hambre, sino por equilibrio, tambien a respetar a la presa, y agradecer al viento que me cubría. Y aunque partí de esas tierras, quizá porque mi camino era otro, o porque no quise quedarme congelado como sus historias, el norte no se fue de mí. Todavía llevo su abrigo y recuerdo sus tambores. Y cuando el frío cala los huesos, cierro los ojos y puedo oír sus cantos en la distancia.


