El taller de Jett, ese rincón casi sagrado escondido entre riscos y placas oxidadas de ciudades olvidadas, olía a aceite quemado, metal viejo y frustración. El Deora II descansaba en el centro, elevado por soportes mientras chispas saltaban de las herramientas que Jett maniobraba con impaciencia. Llevaba horas allí, quizá más, con las mangas arremangadas, las manos ennegrecidas y la mandíbula tensa.
Desde fuera, el auto parecía haber sobrevivido con dignidad: unos rasguños, algunos paneles torcidos, el alerón un poco torcido… Pero debajo, en sus entrañas de titanio y sueños, la historia era otra.
—Vamos, viejo amigo, no me hagas esto ahora… —susurró Jett, con el ceño fruncido mientras soltaba una cubierta lateral. Al quitarla, parte del chasis interno cayó con un sonido hueco, seco. Crujió.
Se detuvo. Su respiración también.
Levantó una plancha inferior y notó que varias soldaduras se habían fracturado, como cicatrices abiertas en la médula de su compañero de carretera. La columna de tracción estaba desgastada, la suspensión trasera oxidada en las juntas dimensionales, y lo peor: la fractura central se extendía como una grieta traicionera entre el corazón del motor y la caja de cambios multiversal.
Jett maldijo, bajo y seco. Intentó una soldadura rápida, pero el calor hizo que la estructura gimiera.
—No, no, no, no... —insistió, sudando, como si su voluntad pudiera sostener el metal quebrado. Colocó refuerzos, tornillos, selladores… una y otra vez.
Pero nada sostuvo.
Un último intento, desesperado, con una nueva placa de refuerzo... y entonces se oyó el estallido que destrozo el optimismo de Jett.
Un crujido largo, profundo, como si el auto suspirara su último aliento.
El Deora se había partidó en dos.
Primero cayó el frente, luego la sección trasera, separándose de forma definitiva. Partes internas quedaron expuestas, cables colgando, fluidos goteando con lentitud sobre el suelo del taller. La imagen era la de un cadáver mecánico que se negó a fingir más.
Jett se quedó de pie, inmóvil.
Los sonidos del taller parecían haberse apagado. Solo el eco de su respiración agitada, los zumbidos de herramientas que ya no sostenía, y la visión de su más fiel compañero partido en dos.
Se dejó caer al suelo, con las piernas estiradas, cubierto de grasa y frustración. No lloró. No hablaba. Pero sus ojos estaban vacíos, como si una parte de él se hubiera roto con el chasis.
Acarició uno de los costados del Deora, manchando más aún su mano.
—Te llevé a través del Reino Torcido, el laberinto de hielo en las nubes, incluso el circuito del tiempo invertido… Maldición sobrevivimos juntos a un hoyo negro—susurró con voz quebrada—. M..mi viejo amigo, almenos te f.. fuiste como un héroe, no es asi.
El silencio fue la única respuesta.
Por primera vez en mucho tiempo, Jett no supo a dónde ir. Solo podía mirar las mitades de su viejo amigo, y preguntarse si algún viaje, algún día… podría continuar sin él.
El taller de Jett, ese rincón casi sagrado escondido entre riscos y placas oxidadas de ciudades olvidadas, olía a aceite quemado, metal viejo y frustración. El Deora II descansaba en el centro, elevado por soportes mientras chispas saltaban de las herramientas que Jett maniobraba con impaciencia. Llevaba horas allí, quizá más, con las mangas arremangadas, las manos ennegrecidas y la mandíbula tensa.
Desde fuera, el auto parecía haber sobrevivido con dignidad: unos rasguños, algunos paneles torcidos, el alerón un poco torcido… Pero debajo, en sus entrañas de titanio y sueños, la historia era otra.
—Vamos, viejo amigo, no me hagas esto ahora… —susurró Jett, con el ceño fruncido mientras soltaba una cubierta lateral. Al quitarla, parte del chasis interno cayó con un sonido hueco, seco. Crujió.
Se detuvo. Su respiración también.
Levantó una plancha inferior y notó que varias soldaduras se habían fracturado, como cicatrices abiertas en la médula de su compañero de carretera. La columna de tracción estaba desgastada, la suspensión trasera oxidada en las juntas dimensionales, y lo peor: la fractura central se extendía como una grieta traicionera entre el corazón del motor y la caja de cambios multiversal.
Jett maldijo, bajo y seco. Intentó una soldadura rápida, pero el calor hizo que la estructura gimiera.
—No, no, no, no... —insistió, sudando, como si su voluntad pudiera sostener el metal quebrado. Colocó refuerzos, tornillos, selladores… una y otra vez.
Pero nada sostuvo.
Un último intento, desesperado, con una nueva placa de refuerzo... y entonces se oyó el estallido que destrozo el optimismo de Jett.
Un crujido largo, profundo, como si el auto suspirara su último aliento.
El Deora se había partidó en dos.
Primero cayó el frente, luego la sección trasera, separándose de forma definitiva. Partes internas quedaron expuestas, cables colgando, fluidos goteando con lentitud sobre el suelo del taller. La imagen era la de un cadáver mecánico que se negó a fingir más.
Jett se quedó de pie, inmóvil.
Los sonidos del taller parecían haberse apagado. Solo el eco de su respiración agitada, los zumbidos de herramientas que ya no sostenía, y la visión de su más fiel compañero partido en dos.
Se dejó caer al suelo, con las piernas estiradas, cubierto de grasa y frustración. No lloró. No hablaba. Pero sus ojos estaban vacíos, como si una parte de él se hubiera roto con el chasis.
Acarició uno de los costados del Deora, manchando más aún su mano.
—Te llevé a través del Reino Torcido, el laberinto de hielo en las nubes, incluso el circuito del tiempo invertido… Maldición sobrevivimos juntos a un hoyo negro—susurró con voz quebrada—. M..mi viejo amigo, almenos te f.. fuiste como un héroe, no es asi.
El silencio fue la única respuesta.
Por primera vez en mucho tiempo, Jett no supo a dónde ir. Solo podía mirar las mitades de su viejo amigo, y preguntarse si algún viaje, algún día… podría continuar sin él.