• “Corre el rumor.”

    Aquella noche no era diferente de cualquier otra; Kazuo dormía junto a su prometida. Pero algo lo hizo inquietarse, haciendo que abriera sus brillantes ojos azules, los cuales resplandecían como los de un felino en la oscuridad.

    Se incorporó, sintiendo una leve taquicardia en el pecho. Miró a Elizabeth, cerciorándose de que todo estaba en orden. Su mirada se arrastró lentamente por su figura hasta que se detuvo en su vientre. Habían pasado ya más del primer trimestre, y su embarazo era más que evidente a estas alturas.

    Fue entonces cuando sintió una punzada de miedo. Aún no había encontrado a nadie que pudiera darle información sobre su caso. La descendencia de demonios era muy escasa, y la de humanos con estos, algo muy raro de ver.

    Se deslizó hasta salir del lecho, como una culebra silenciosa, teniendo especial cuidado en no despertar a Elizabeth de su profundo sueño. Como un gato, caminó hacia el exterior sin hacer un solo ruido. Era tan silencioso que ni siquiera la madera protestaba bajo el peso de sus pies.
    Caminó descalzo, sintiendo la hierba y la humedad de la tierra bajo sus pies. La noche estaba bastante iluminada, ya que tan solo faltaban cinco días para que la luna estuviera en su total plenitud.

    Siguió caminando, bajando una pequeña cuesta hasta dar con el torii de madera que daba la bienvenida a su templo. Tras este, un recorrido de escaleras de piedra descendía para permitir bajar del monte.
    Kazuo dirigió sus pasos hasta la estructura de madera, de un rojo desgastado por el paso de los siglos. Soltó un trémulo suspiro antes de flanquear sus columnas. Una luz cálida lo recibió, al igual que un bullicio constante. Había llegado al mundo de los espíritus.

    Se encontraba en una ciudad estancada en una perpetua noche. Yōkais, espíritus y criaturas de todas las clases y reinos deambulaban por sus calles. Puestos de comida, comercios y espectáculos callejeros eran los protagonistas, convirtiendo aquella ciudad en un festival sin intención de tocar fin.

    Así de fácil era para Kazuo caminar entre dos mundos, como si de alguna forma no fuera capaz de pertenecer del todo a ninguno de los dos.

    Caminó por la arteria principal de aquella ciudad nocturna, poniendo especial atención en las conversaciones que lo rodeaban. Su intención no era escuchar lo ajeno, sino buscar respuestas al desasosiego de su corazón.

    Mientras caminaba, no se hicieron esperar los seres que lo invitaban a sus negocios: mercaderes, restaurantes de comida… incluso un burdel que le ofrecía opio y buena compañía. En todas esas ocasiones, Kazuo declinó las ofertas con esa amabilidad que tanto lo caracterizaba.

    Pero el zorro no estaba allí por ocio. Había ido con un claro objetivo: buscar respuestas.
    El yōkai siguió recorriendo las intrincadas calles. Estas estaban tejidas de una forma que parecía que aquella ciudad no tuviese ni un principio ni un fin. Cualquier alma descarriada se habría perdido en la eternidad de estas, sin ser consciente del tiempo que había pasado en ellas. Por suerte, Kazuo no era un mero visitante.

    Frustrado al no obtener respuestas, se dirigió a la parte más alta de la ciudad. Allí observó cómo su luz iluminaba el cielo de una forma que ninguna otra ciudad podía hacer, ni siquiera las modernas que había podido ver en otros planos temporales. Necesitaba respuestas, y con la mayor premura posible.

    Kazuo juntó sus manos, dejando un hueco entre ellas, como si quisiera arropar algo. De pronto, un suave brillo dorado emergió desde el interior de sus manos, filtrándose la luz a través de los huecos entre sus dedos, como si un amanecer intentase abrirse paso entre un cielo encapotado por densas nubes.

    —Corre el rumor de que la semilla de un zorro floreció en el vientre de una joven humana… —comenzó a decir Kazuo, con los labios cerca de aquellas manos bañadas por el oro.

    —Corre el rumor de que este busca respuestas sobre cómo terminará todo aquello… —su voz vibraba de una forma diferente, como si la intención de esta calase como un antiguo hechizo.
    Kazuo comenzó a abrir sus manos lentamente, dejando salir el brillo de estas, acompañado de unos pétalos de cerezo que alzaron vuelo con la primera brisa del viento.

    El zorro siguió con la mirada cómo estos volaban, impregnados con una súplica.

    —Divulgad mi mensaje. Sed mis oídos en todas partes. Traedme lo que busco, pues lo anhelo con desespero. Solo y cuando hayáis finalizado vuestro cometido, seréis libres de marchitaros… —No era una orden como tal; más bien, se trataba de una súplica.

    Kazuo observó cómo los pétalos de sakura se dispersaban en movimientos suaves, bajando hasta la ciudad, donde pensaban divulgar aquel rumor y así escuchar lo que los demonios y espíritus tenían que decir sobre aquello.
    Era su última esperanza. Si aun así no obtenía respuestas, el futuro que le esperaba a él y a su amada Elizabeth era totalmente incierto.
    “Corre el rumor.” Aquella noche no era diferente de cualquier otra; Kazuo dormía junto a su prometida. Pero algo lo hizo inquietarse, haciendo que abriera sus brillantes ojos azules, los cuales resplandecían como los de un felino en la oscuridad. Se incorporó, sintiendo una leve taquicardia en el pecho. Miró a Elizabeth, cerciorándose de que todo estaba en orden. Su mirada se arrastró lentamente por su figura hasta que se detuvo en su vientre. Habían pasado ya más del primer trimestre, y su embarazo era más que evidente a estas alturas. Fue entonces cuando sintió una punzada de miedo. Aún no había encontrado a nadie que pudiera darle información sobre su caso. La descendencia de demonios era muy escasa, y la de humanos con estos, algo muy raro de ver. Se deslizó hasta salir del lecho, como una culebra silenciosa, teniendo especial cuidado en no despertar a Elizabeth de su profundo sueño. Como un gato, caminó hacia el exterior sin hacer un solo ruido. Era tan silencioso que ni siquiera la madera protestaba bajo el peso de sus pies. Caminó descalzo, sintiendo la hierba y la humedad de la tierra bajo sus pies. La noche estaba bastante iluminada, ya que tan solo faltaban cinco días para que la luna estuviera en su total plenitud. Siguió caminando, bajando una pequeña cuesta hasta dar con el torii de madera que daba la bienvenida a su templo. Tras este, un recorrido de escaleras de piedra descendía para permitir bajar del monte. Kazuo dirigió sus pasos hasta la estructura de madera, de un rojo desgastado por el paso de los siglos. Soltó un trémulo suspiro antes de flanquear sus columnas. Una luz cálida lo recibió, al igual que un bullicio constante. Había llegado al mundo de los espíritus. Se encontraba en una ciudad estancada en una perpetua noche. Yōkais, espíritus y criaturas de todas las clases y reinos deambulaban por sus calles. Puestos de comida, comercios y espectáculos callejeros eran los protagonistas, convirtiendo aquella ciudad en un festival sin intención de tocar fin. Así de fácil era para Kazuo caminar entre dos mundos, como si de alguna forma no fuera capaz de pertenecer del todo a ninguno de los dos. Caminó por la arteria principal de aquella ciudad nocturna, poniendo especial atención en las conversaciones que lo rodeaban. Su intención no era escuchar lo ajeno, sino buscar respuestas al desasosiego de su corazón. Mientras caminaba, no se hicieron esperar los seres que lo invitaban a sus negocios: mercaderes, restaurantes de comida… incluso un burdel que le ofrecía opio y buena compañía. En todas esas ocasiones, Kazuo declinó las ofertas con esa amabilidad que tanto lo caracterizaba. Pero el zorro no estaba allí por ocio. Había ido con un claro objetivo: buscar respuestas. El yōkai siguió recorriendo las intrincadas calles. Estas estaban tejidas de una forma que parecía que aquella ciudad no tuviese ni un principio ni un fin. Cualquier alma descarriada se habría perdido en la eternidad de estas, sin ser consciente del tiempo que había pasado en ellas. Por suerte, Kazuo no era un mero visitante. Frustrado al no obtener respuestas, se dirigió a la parte más alta de la ciudad. Allí observó cómo su luz iluminaba el cielo de una forma que ninguna otra ciudad podía hacer, ni siquiera las modernas que había podido ver en otros planos temporales. Necesitaba respuestas, y con la mayor premura posible. Kazuo juntó sus manos, dejando un hueco entre ellas, como si quisiera arropar algo. De pronto, un suave brillo dorado emergió desde el interior de sus manos, filtrándose la luz a través de los huecos entre sus dedos, como si un amanecer intentase abrirse paso entre un cielo encapotado por densas nubes. —Corre el rumor de que la semilla de un zorro floreció en el vientre de una joven humana… —comenzó a decir Kazuo, con los labios cerca de aquellas manos bañadas por el oro. —Corre el rumor de que este busca respuestas sobre cómo terminará todo aquello… —su voz vibraba de una forma diferente, como si la intención de esta calase como un antiguo hechizo. Kazuo comenzó a abrir sus manos lentamente, dejando salir el brillo de estas, acompañado de unos pétalos de cerezo que alzaron vuelo con la primera brisa del viento. El zorro siguió con la mirada cómo estos volaban, impregnados con una súplica. —Divulgad mi mensaje. Sed mis oídos en todas partes. Traedme lo que busco, pues lo anhelo con desespero. Solo y cuando hayáis finalizado vuestro cometido, seréis libres de marchitaros… —No era una orden como tal; más bien, se trataba de una súplica. Kazuo observó cómo los pétalos de sakura se dispersaban en movimientos suaves, bajando hasta la ciudad, donde pensaban divulgar aquel rumor y así escuchar lo que los demonios y espíritus tenían que decir sobre aquello. Era su última esperanza. Si aun así no obtenía respuestas, el futuro que le esperaba a él y a su amada Elizabeth era totalmente incierto.
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  • El sol de la mañana acariciaba suavemente los jardines de la Villa Di Vincenzo, donde el perfume de las bugambilias se mezclaba con el aroma a café recién hecho y pan horneado. Una mesa dispuesta con impecable gusto esperaba bajo la sombra de una pérgola cubierta de glicinas. Frutas frescas, jugos naturales, embutidos finos, quesos artesanales y una selección de dulces italianos adornaban el mantel blanco con bordados dorados. Todo estaba dispuesto con precisión, sin excesos, pero con el refinamiento propio de una anfitriona como Elisabetta Di Vincenzo.

    Ella ya estaba allí, sentada con elegancia en una silla de hierro forjado tapizada en terciopelo gris perla. Llevaba un conjunto cómodo pero cuidadosamente escogido: un pantalón palazzo color marfil, una blusa de seda verde esmeralda que resaltaba sus ojos violeta, y un chal ligero sobre los hombros. Su cabello rubio, suelto y ligeramente ondulado, caía con gracia por su espalda. Ni una joya de más, ni una arruga fuera de lugar.

    Aparentemente tranquila, sostenía una copa de jugo de naranja con una mano, mientras la otra pasaba lentamente las páginas de un libro antiguo de poesía italiana. Pero su mente no estaba en los versos de Petrarca. Su atención estaba puesta en la entrada de la villa, esperando el sonido de los pasos que anunciarían la llegada de su hermano Giovanni... y de ella. Su novia. La mujer que, según Giovanni, había logrado hacerlo feliz de nuevo.

    Elisabetta había sonreído por cortesía cuando recibió la noticia, pero por dentro, las alertas se encendieron de inmediato. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué quería realmente? Nadie se acercaba a un Di Vincenzo sin un motivo, y menos aún a Giovanni, que en los últimos años se había convertido en su único verdadero aliado, el único que no la había dejado tras la muerte de su padre.

    Naturalmente, Elisabetta no había esperado una presentación formal para comenzar a conocerla. Su equipo ya había investigado todo: nombre, familia, pasado, fotos antiguas, viajes, ex parejas, movimientos bancarios... Todo. Y aunque hasta ahora nada era "alarmante", el instinto de la Farfalla della Morte nunca se equivocaba.

    El canto lejano de un ruiseñor cesó cuando escuchó el ruido de un motor acercándose por el camino de grava. Cerró el libro con elegancia y lo dejó sobre la mesa, mientras una leve sonrisa, tan bella como inquietante, curvaba sus labios.

    —Finalmente, llegó el momento —susurró, tomando una aceituna entre sus dedos perfectamente cuidados.

    Elisabetta se puso de pie con la gracia de quien domina cada centímetro del terreno que pisa. Con el sol acariciando su silueta, parecía una diosa romana lista para recibir a sus invitados. Pero sus ojos... esos ojos color amatista, brillaban con la intensidad de quien va a juzgar, aunque no lo diga con palabras.

    Aquella mujer iba a conocer a Elisabetta Di Vincenzo.

    Y lo haría con desayuno... y con advertencia velada incluida.

    Yuki Prakliaty
    Gɪᴏᴠᴀɴɴɪ Dɪ Vɪɴᴄᴇɴᴢᴏ
    El sol de la mañana acariciaba suavemente los jardines de la Villa Di Vincenzo, donde el perfume de las bugambilias se mezclaba con el aroma a café recién hecho y pan horneado. Una mesa dispuesta con impecable gusto esperaba bajo la sombra de una pérgola cubierta de glicinas. Frutas frescas, jugos naturales, embutidos finos, quesos artesanales y una selección de dulces italianos adornaban el mantel blanco con bordados dorados. Todo estaba dispuesto con precisión, sin excesos, pero con el refinamiento propio de una anfitriona como Elisabetta Di Vincenzo. Ella ya estaba allí, sentada con elegancia en una silla de hierro forjado tapizada en terciopelo gris perla. Llevaba un conjunto cómodo pero cuidadosamente escogido: un pantalón palazzo color marfil, una blusa de seda verde esmeralda que resaltaba sus ojos violeta, y un chal ligero sobre los hombros. Su cabello rubio, suelto y ligeramente ondulado, caía con gracia por su espalda. Ni una joya de más, ni una arruga fuera de lugar. Aparentemente tranquila, sostenía una copa de jugo de naranja con una mano, mientras la otra pasaba lentamente las páginas de un libro antiguo de poesía italiana. Pero su mente no estaba en los versos de Petrarca. Su atención estaba puesta en la entrada de la villa, esperando el sonido de los pasos que anunciarían la llegada de su hermano Giovanni... y de ella. Su novia. La mujer que, según Giovanni, había logrado hacerlo feliz de nuevo. Elisabetta había sonreído por cortesía cuando recibió la noticia, pero por dentro, las alertas se encendieron de inmediato. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué quería realmente? Nadie se acercaba a un Di Vincenzo sin un motivo, y menos aún a Giovanni, que en los últimos años se había convertido en su único verdadero aliado, el único que no la había dejado tras la muerte de su padre. Naturalmente, Elisabetta no había esperado una presentación formal para comenzar a conocerla. Su equipo ya había investigado todo: nombre, familia, pasado, fotos antiguas, viajes, ex parejas, movimientos bancarios... Todo. Y aunque hasta ahora nada era "alarmante", el instinto de la Farfalla della Morte nunca se equivocaba. El canto lejano de un ruiseñor cesó cuando escuchó el ruido de un motor acercándose por el camino de grava. Cerró el libro con elegancia y lo dejó sobre la mesa, mientras una leve sonrisa, tan bella como inquietante, curvaba sus labios. —Finalmente, llegó el momento —susurró, tomando una aceituna entre sus dedos perfectamente cuidados. Elisabetta se puso de pie con la gracia de quien domina cada centímetro del terreno que pisa. Con el sol acariciando su silueta, parecía una diosa romana lista para recibir a sus invitados. Pero sus ojos... esos ojos color amatista, brillaban con la intensidad de quien va a juzgar, aunque no lo diga con palabras. Aquella mujer iba a conocer a Elisabetta Di Vincenzo. Y lo haría con desayuno... y con advertencia velada incluida. [Yuki2104] [Gi0vanni]
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  • —No temáis por ser juzgado. Nuestro señor es compasivo con todos sus hijos...
    —No temáis por ser juzgado. Nuestro señor es compasivo con todos sus hijos...
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  • “¿Cómo se sacia lo insaciable? ¿Cómo se llenan los vacíos de un alma herida? ¿Cómo se trueca el dolor por dicha, sin quebrar lo que aún queda en pie?”

    »Aun con el sendero cubierto de niebla, se esforzaba por comprender cada alma que cruzaba su paso. Muy pocas hallaban consuelo; de muchas otras, tristemente, fue desvaneciéndose el recuerdo: la luz de una mirada, la forma única de un rostro, como acuarelas borradas por el tiempo. Algunos recuerdos ardían más que otros. Guardó la pintura en un cofre de madera, tallado a mano, como quien encierra un fragmento de eternidad.«

    —Hay dolores que no se curan… Una lección más aprendida.
    “¿Cómo se sacia lo insaciable? ¿Cómo se llenan los vacíos de un alma herida? ¿Cómo se trueca el dolor por dicha, sin quebrar lo que aún queda en pie?” »Aun con el sendero cubierto de niebla, se esforzaba por comprender cada alma que cruzaba su paso. Muy pocas hallaban consuelo; de muchas otras, tristemente, fue desvaneciéndose el recuerdo: la luz de una mirada, la forma única de un rostro, como acuarelas borradas por el tiempo. Algunos recuerdos ardían más que otros. Guardó la pintura en un cofre de madera, tallado a mano, como quien encierra un fragmento de eternidad.« —Hay dolores que no se curan… Una lección más aprendida.
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    Quiero hablar de un manga que he estado leyendo.
    Sé llama "Gamaran". Trata sobre artes marciales y UUFFF!!
    Es épico 🏻🏻
    Justamente de ahí decidí usar el nombre de "Kurogane" para el perfil... Porque Gama es excelente 🏻🏻
    Demuestra que la constancia, la disciplina y el trabajo duro obtienen sus frutos.
    Igual que de una semilla crece un árbol, lleva tiempo pero tarde o temprano todo eso ofrece sus resultados...
    Quiero hablar de un manga que he estado leyendo. Sé llama "Gamaran". Trata sobre artes marciales y UUFFF!! Es épico 🤩👍🏻👌🏻😁 Justamente de ahí decidí usar el nombre de "Kurogane" para el perfil... Porque Gama es excelente 🤩🤩🤩🤩👍🏻👌🏻😁 Demuestra que la constancia, la disciplina y el trabajo duro obtienen sus frutos. Igual que de una semilla crece un árbol, lleva tiempo pero tarde o temprano todo eso ofrece sus resultados...
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  • El taller de Jett, ese rincón casi sagrado escondido entre riscos y placas oxidadas de ciudades olvidadas, olía a aceite quemado, metal viejo y frustración. El Deora II descansaba en el centro, elevado por soportes mientras chispas saltaban de las herramientas que Jett maniobraba con impaciencia. Llevaba horas allí, quizá más, con las mangas arremangadas, las manos ennegrecidas y la mandíbula tensa.

    Desde fuera, el auto parecía haber sobrevivido con dignidad: unos rasguños, algunos paneles torcidos, el alerón un poco torcido… Pero debajo, en sus entrañas de titanio y sueños, la historia era otra.

    —Vamos, viejo amigo, no me hagas esto ahora… —susurró Jett, con el ceño fruncido mientras soltaba una cubierta lateral. Al quitarla, parte del chasis interno cayó con un sonido hueco, seco. Crujió.

    Se detuvo. Su respiración también.

    Levantó una plancha inferior y notó que varias soldaduras se habían fracturado, como cicatrices abiertas en la médula de su compañero de carretera. La columna de tracción estaba desgastada, la suspensión trasera oxidada en las juntas dimensionales, y lo peor: la fractura central se extendía como una grieta traicionera entre el corazón del motor y la caja de cambios multiversal.

    Jett maldijo, bajo y seco. Intentó una soldadura rápida, pero el calor hizo que la estructura gimiera.

    —No, no, no, no... —insistió, sudando, como si su voluntad pudiera sostener el metal quebrado. Colocó refuerzos, tornillos, selladores… una y otra vez.

    Pero nada sostuvo.

    Un último intento, desesperado, con una nueva placa de refuerzo... y entonces se oyó el estallido que destrozo el optimismo de Jett.

    Un crujido largo, profundo, como si el auto suspirara su último aliento.

    El Deora se había partidó en dos.

    Primero cayó el frente, luego la sección trasera, separándose de forma definitiva. Partes internas quedaron expuestas, cables colgando, fluidos goteando con lentitud sobre el suelo del taller. La imagen era la de un cadáver mecánico que se negó a fingir más.

    Jett se quedó de pie, inmóvil.

    Los sonidos del taller parecían haberse apagado. Solo el eco de su respiración agitada, los zumbidos de herramientas que ya no sostenía, y la visión de su más fiel compañero partido en dos.

    Se dejó caer al suelo, con las piernas estiradas, cubierto de grasa y frustración. No lloró. No hablaba. Pero sus ojos estaban vacíos, como si una parte de él se hubiera roto con el chasis.

    Acarició uno de los costados del Deora, manchando más aún su mano.

    —Te llevé a través del Reino Torcido, el laberinto de hielo en las nubes, incluso el circuito del tiempo invertido… Maldición sobrevivimos juntos a un hoyo negro—susurró con voz quebrada—. M..mi viejo amigo, almenos te f.. fuiste como un héroe, no es asi.

    El silencio fue la única respuesta.

    Por primera vez en mucho tiempo, Jett no supo a dónde ir. Solo podía mirar las mitades de su viejo amigo, y preguntarse si algún viaje, algún día… podría continuar sin él.
    El taller de Jett, ese rincón casi sagrado escondido entre riscos y placas oxidadas de ciudades olvidadas, olía a aceite quemado, metal viejo y frustración. El Deora II descansaba en el centro, elevado por soportes mientras chispas saltaban de las herramientas que Jett maniobraba con impaciencia. Llevaba horas allí, quizá más, con las mangas arremangadas, las manos ennegrecidas y la mandíbula tensa. Desde fuera, el auto parecía haber sobrevivido con dignidad: unos rasguños, algunos paneles torcidos, el alerón un poco torcido… Pero debajo, en sus entrañas de titanio y sueños, la historia era otra. —Vamos, viejo amigo, no me hagas esto ahora… —susurró Jett, con el ceño fruncido mientras soltaba una cubierta lateral. Al quitarla, parte del chasis interno cayó con un sonido hueco, seco. Crujió. Se detuvo. Su respiración también. Levantó una plancha inferior y notó que varias soldaduras se habían fracturado, como cicatrices abiertas en la médula de su compañero de carretera. La columna de tracción estaba desgastada, la suspensión trasera oxidada en las juntas dimensionales, y lo peor: la fractura central se extendía como una grieta traicionera entre el corazón del motor y la caja de cambios multiversal. Jett maldijo, bajo y seco. Intentó una soldadura rápida, pero el calor hizo que la estructura gimiera. —No, no, no, no... —insistió, sudando, como si su voluntad pudiera sostener el metal quebrado. Colocó refuerzos, tornillos, selladores… una y otra vez. Pero nada sostuvo. Un último intento, desesperado, con una nueva placa de refuerzo... y entonces se oyó el estallido que destrozo el optimismo de Jett. Un crujido largo, profundo, como si el auto suspirara su último aliento. El Deora se había partidó en dos. Primero cayó el frente, luego la sección trasera, separándose de forma definitiva. Partes internas quedaron expuestas, cables colgando, fluidos goteando con lentitud sobre el suelo del taller. La imagen era la de un cadáver mecánico que se negó a fingir más. Jett se quedó de pie, inmóvil. Los sonidos del taller parecían haberse apagado. Solo el eco de su respiración agitada, los zumbidos de herramientas que ya no sostenía, y la visión de su más fiel compañero partido en dos. Se dejó caer al suelo, con las piernas estiradas, cubierto de grasa y frustración. No lloró. No hablaba. Pero sus ojos estaban vacíos, como si una parte de él se hubiera roto con el chasis. Acarició uno de los costados del Deora, manchando más aún su mano. —Te llevé a través del Reino Torcido, el laberinto de hielo en las nubes, incluso el circuito del tiempo invertido… Maldición sobrevivimos juntos a un hoyo negro—susurró con voz quebrada—. M..mi viejo amigo, almenos te f.. fuiste como un héroe, no es asi. El silencio fue la única respuesta. Por primera vez en mucho tiempo, Jett no supo a dónde ir. Solo podía mirar las mitades de su viejo amigo, y preguntarse si algún viaje, algún día… podría continuar sin él.
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  • La peli negra buscaba refugio debajo de los árboles y grandes plantas para evitar empaparse. Finalmente había encontrado su refugio, quedándose allí mientras observaba las gotas caer con fuerza.
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    //Mañana sigo respondiendo mensajes privados y de ahí, a darle con todo los roles. Cuidense mucho, besos... Los quiero.
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  • Alguna vez me preguntaste cuál era mi dolor favorito. Te dije que tal vez era el eco de tus dientes en mi nuca o el mapa de tus dedos trazado sobre este cuerpo que se derritía en suspiros cuando lo recorrías con la torpeza hermosa de tus manos.

    P̶e̶r̶o̶ ̶a̶h̶o̶r̶a̶ ̶q̶u̶e̶ ̶y̶a̶ ̶n̶o̶ ̶e̶s̶t̶a̶s̶ ̶m̶i̶ ̶d̶o̶l̶o̶r̶ ̶f̶a̶v̶o̶r̶i̶t̶o̶ ̶e̶r̶e̶s̶ ̶t̶u̶
    Alguna vez me preguntaste cuál era mi dolor favorito. Te dije que tal vez era el eco de tus dientes en mi nuca o el mapa de tus dedos trazado sobre este cuerpo que se derritía en suspiros cuando lo recorrías con la torpeza hermosa de tus manos. P̶e̶r̶o̶ ̶a̶h̶o̶r̶a̶ ̶q̶u̶e̶ ̶y̶a̶ ̶n̶o̶ ̶e̶s̶t̶a̶s̶ ̶m̶i̶ ̶d̶o̶l̶o̶r̶ ̶f̶a̶v̶o̶r̶i̶t̶o̶ ̶e̶r̶e̶s̶ ̶t̶u̶
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  • La noche caía con una tranquilidad inusual en aquella ciudad colgante entre riscos, iluminada por linternas de papel que danzaban suavemente con el viento. En una callejuela secundaria, oculta entre los niveles bajos del distrito, un pequeño puesto de ramen iluminaba el empedrado con su calidez. Jett estaba sentado en un banco de madera, sorbiendo el caldo humeante de su tazón con una satisfacción apenas disimulada.

    El hombre que atendía el puesto —un anciano de cabello gris recogido en una coleta baja y voz áspera pero amable— le lanzó una mirada curiosa mientras secaba un tazón.

    —¿Te dolió la caída? —preguntó con una ceja levantada, mirando más allá del hombro de Jett, al Deora II estacionado cerca. El auto, normalmente reluciente, estaba cubierto de polvo y presentaba marcas de raspaduras por ambos flancos.

    Jett tragó el último bocado de huevo cocido y soltó una risilla.

    —¿Eso? Nah, los Vigías. —Se acomodó en el taburete, recargando los codos en la barra—. ¿Sabes? Todo por tomar un atajo por esas colinas del sur… esas que parecen hechas a mano por un dios apurado.

    El anciano asintió, como si supiera exactamente de qué colinas hablaba.

    —Vi a una pareja ahí. Él estaba pálido, ella... bueno, se notaba que el bebé no pensaba esperar mucho. Así que les ofrecí mi servicio de transporte interdimensional de emergencia gratuita. Subieron sin preguntar y *boom*, directo al hospital de la capital colina abajo.

    —¿Y los Vigías? —preguntó el anciano, girando el caldo con su cuchara de madera.

    —Aparecieron cuando crucé el límite de velocidad por el Arco del Silencio —dijo Jett, levantando el dedo índice como si fuera una lección—. Odiaban que alguien pisara sus senderos sagrados con ruedas y estilo. Me siguieron en esas máquinas flotantes que chillan más que arrancar una guitarra sin afinar.

    La escena se había grabado en su mente con precisión cinematográfica: el motor rugiendo mientras derrapaba por un sendero de tierra; una de las torres de vigilancia activando luces rojas; los Vigías bajando en su transporte elegante, frío, silencioso… hasta que empezaron a disparar haces de parálisis.

    —Tuve que improvisar. Me metí por un acueducto abandonado, pegué un salto sobre el puente de los Cien Suspiros —exageró, levantando la mano—, perdí un espejo retrovisor ahí. ¡Y luego usé una rampa hecha con una carreta caída para pasar por encima de uno de sus drones!

    —¿Y el hospital?

    —Llegué justo a tiempo —sonrió, mirando su auto por un momento—. Dejé a la pareja con el personal. El padre me dio un apretón de manos tan fuerte que por poco me deja sin nudillos.

    —¿Y luego escapaste?

    —Claro. Solo había una salida: una pendiente de piedra que baja hacia el túnel de tren abandonado. Cerré los ojos, pisé el acelerador, y recé a los dioses de los amortiguadores. Lo demás... son esas rayas que viste.

    El anciano lo miró largo rato y luego soltó una risa ronca.

    —Eres todo un personaje, chico. Uno de esos que sólo aparecen cuando el mundo quiere entretenerse un rato.

    Jett levantó su tazón con los restos de caldo y brindó.

    —Pero hey, almenos la joven pareja tiene una historia interesante para contar, jajajaja.

    El viento agitó las linternas suavemente. Afuera, bajo el brillo tenue de las farolas, el Deora II descansaba como un corcel tras la batalla: maltrecho, pero orgulloso.
    La noche caía con una tranquilidad inusual en aquella ciudad colgante entre riscos, iluminada por linternas de papel que danzaban suavemente con el viento. En una callejuela secundaria, oculta entre los niveles bajos del distrito, un pequeño puesto de ramen iluminaba el empedrado con su calidez. Jett estaba sentado en un banco de madera, sorbiendo el caldo humeante de su tazón con una satisfacción apenas disimulada. El hombre que atendía el puesto —un anciano de cabello gris recogido en una coleta baja y voz áspera pero amable— le lanzó una mirada curiosa mientras secaba un tazón. —¿Te dolió la caída? —preguntó con una ceja levantada, mirando más allá del hombro de Jett, al Deora II estacionado cerca. El auto, normalmente reluciente, estaba cubierto de polvo y presentaba marcas de raspaduras por ambos flancos. Jett tragó el último bocado de huevo cocido y soltó una risilla. —¿Eso? Nah, los Vigías. —Se acomodó en el taburete, recargando los codos en la barra—. ¿Sabes? Todo por tomar un atajo por esas colinas del sur… esas que parecen hechas a mano por un dios apurado. El anciano asintió, como si supiera exactamente de qué colinas hablaba. —Vi a una pareja ahí. Él estaba pálido, ella... bueno, se notaba que el bebé no pensaba esperar mucho. Así que les ofrecí mi servicio de transporte interdimensional de emergencia gratuita. Subieron sin preguntar y *boom*, directo al hospital de la capital colina abajo. —¿Y los Vigías? —preguntó el anciano, girando el caldo con su cuchara de madera. —Aparecieron cuando crucé el límite de velocidad por el Arco del Silencio —dijo Jett, levantando el dedo índice como si fuera una lección—. Odiaban que alguien pisara sus senderos sagrados con ruedas y estilo. Me siguieron en esas máquinas flotantes que chillan más que arrancar una guitarra sin afinar. La escena se había grabado en su mente con precisión cinematográfica: el motor rugiendo mientras derrapaba por un sendero de tierra; una de las torres de vigilancia activando luces rojas; los Vigías bajando en su transporte elegante, frío, silencioso… hasta que empezaron a disparar haces de parálisis. —Tuve que improvisar. Me metí por un acueducto abandonado, pegué un salto sobre el puente de los Cien Suspiros —exageró, levantando la mano—, perdí un espejo retrovisor ahí. ¡Y luego usé una rampa hecha con una carreta caída para pasar por encima de uno de sus drones! —¿Y el hospital? —Llegué justo a tiempo —sonrió, mirando su auto por un momento—. Dejé a la pareja con el personal. El padre me dio un apretón de manos tan fuerte que por poco me deja sin nudillos. —¿Y luego escapaste? —Claro. Solo había una salida: una pendiente de piedra que baja hacia el túnel de tren abandonado. Cerré los ojos, pisé el acelerador, y recé a los dioses de los amortiguadores. Lo demás... son esas rayas que viste. El anciano lo miró largo rato y luego soltó una risa ronca. —Eres todo un personaje, chico. Uno de esos que sólo aparecen cuando el mundo quiere entretenerse un rato. Jett levantó su tazón con los restos de caldo y brindó. —Pero hey, almenos la joven pareja tiene una historia interesante para contar, jajajaja. El viento agitó las linternas suavemente. Afuera, bajo el brillo tenue de las farolas, el Deora II descansaba como un corcel tras la batalla: maltrecho, pero orgulloso.
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