Alaska detiene el movimiento de su mano sobre el mostrador. El sudor de un cliente había dejado una mancha circular en la fórmica. Ella lo limpia con un paño seco, pero su mirada está en el monitor que muestra la grabación en tiempo real de las cámaras de seguridad.
La pantalla que muestra la entrada trasera de la tienda, es negra.
No estática.
No borrosa.
Negra
El aire se espesa. No en la tienda. En sus pulmones.
Una presión familiar se aprieta alrededor de su pecho.
— No —susurra, y su propia voz suena lejana, como si viniera de otra boca.
Sus dedos se cierran alrededor del borde del mostrador hasta que los nudillos palidecen. El tictac del reloj de pared se amplifica y se mezcla con el latido acelerado de su sangre en los oídos. ¿O son pasos? ¿Pasos amortiguados en el callejón?
«¿Problemas, pequeña urraca?», la voz de su padre susurra desde el rincón más oscuro de su mente, fría y burlona. «Un error siempre es una oportunidad para aprender. . . o para ser atrapado»
Parpadea, con fuerza.
No está allí. Él no está allí.
Se obliga a soltar el mostrador.
Su cuerpo se mueve por pura memoria muscular.
Abre el cajón de las llaves. Encuentra la linterna.
Su respiración es superficial, un ritmo que no controla.
Camina hacia la puerta trasera de la tienda. La linterna vibra en su mano. ¿O es su mano la que tiembla?
— Solo es un fallo técnico —murmura para si. Una afirmación. No un consuelo— Un cable suelto. Un fusible quemado.
Pero la otra parte de su cerebro, la que vive en el pasado, grita que los fallos técnicos no huelen al Brut Fabergé que él siempre llevaba.
Extiende la mano. La cerradura está fría bajo sus dedos. Gira la cerradura. Empuja la puerta trasera. El callejón está ahí. Solo. Silencioso.
No hay pasos, no hay perfume, no hay nadie. Solo bolsas de basura apiladas contra la pared, un charco que refleja la luz de la tienda y el zumbido lejano de un transformador eléctrico.
— No hay nadie —dice con voz plana, como si al decirlo pudiera convencer a su sistema nervioso de que se detenga.
La linterna tiembla en su mano.
O su mano tiembla en la linterna.
Ya no importa.
Cierra la puerta. La tranca. Vuelve al mostrador.
En su libreta, escribe:
"Nota 1: confirmar ausencia no es igual a sentir seguridad.
Nota 2: Llamar al técnico para que venga a reparar la camara de seguridad mañana"
Alaska detiene el movimiento de su mano sobre el mostrador. El sudor de un cliente había dejado una mancha circular en la fórmica. Ella lo limpia con un paño seco, pero su mirada está en el monitor que muestra la grabación en tiempo real de las cámaras de seguridad.
La pantalla que muestra la entrada trasera de la tienda, es negra.
No estática.
No borrosa.
Negra
El aire se espesa. No en la tienda. En sus pulmones.
Una presión familiar se aprieta alrededor de su pecho.
— No —susurra, y su propia voz suena lejana, como si viniera de otra boca.
Sus dedos se cierran alrededor del borde del mostrador hasta que los nudillos palidecen. El tictac del reloj de pared se amplifica y se mezcla con el latido acelerado de su sangre en los oídos. ¿O son pasos? ¿Pasos amortiguados en el callejón?
«¿Problemas, pequeña urraca?», la voz de su padre susurra desde el rincón más oscuro de su mente, fría y burlona. «Un error siempre es una oportunidad para aprender. . . o para ser atrapado»
Parpadea, con fuerza.
No está allí. Él no está allí.
Se obliga a soltar el mostrador.
Su cuerpo se mueve por pura memoria muscular.
Abre el cajón de las llaves. Encuentra la linterna.
Su respiración es superficial, un ritmo que no controla.
Camina hacia la puerta trasera de la tienda. La linterna vibra en su mano. ¿O es su mano la que tiembla?
— Solo es un fallo técnico —murmura para si. Una afirmación. No un consuelo— Un cable suelto. Un fusible quemado.
Pero la otra parte de su cerebro, la que vive en el pasado, grita que los fallos técnicos no huelen al Brut Fabergé que él siempre llevaba.
Extiende la mano. La cerradura está fría bajo sus dedos. Gira la cerradura. Empuja la puerta trasera. El callejón está ahí. Solo. Silencioso.
No hay pasos, no hay perfume, no hay nadie. Solo bolsas de basura apiladas contra la pared, un charco que refleja la luz de la tienda y el zumbido lejano de un transformador eléctrico.
— No hay nadie —dice con voz plana, como si al decirlo pudiera convencer a su sistema nervioso de que se detenga.
La linterna tiembla en su mano.
O su mano tiembla en la linterna.
Ya no importa.
Cierra la puerta. La tranca. Vuelve al mostrador.
En su libreta, escribe:
"Nota 1: confirmar ausencia no es igual a sentir seguridad.
Nota 2: Llamar al técnico para que venga a reparar la camara de seguridad mañana"