Estoy en el puerto, con las manos en los bolsillos y la brisa oliendo a sal y gasolina. Frente a mí hay un yate enorme, brillante, de esos que parecen imposibles de pagar incluso soñando. Lo estoy mirando cuando, de repente, escucho el sonido de cámaras.
Un grupo de paparazzis se me acerca a toda prisa.
—¡Eh, eres el dueño del barco, ¿verdad?! —grita uno, emocionado.
Podría aclararlo, pero... ¿para qué?
—Sí, claro —respondo, con una media sonrisa—. ¿Qué tal se ve en las fotos?
Empiezan a rodearme, disparando flashes sin parar. Me piden que pose junto al yate, que mire hacia el horizonte, que sonría. Yo me acomodo frente al barco, levanto la cabeza como si fuera todo mío… y justo cuando el obturador empieza a sonar, levanto ambas manos y les saco los dos dedos corazón.
Se quedan congelados. Algunos siguen tomando fotos; otros solo se miran entre ellos, confundidos. Yo me río, les doy la espalda y me voy caminando por el muelle, dejando que el eco de los flashes se apague detrás de mí.
Un grupo de paparazzis se me acerca a toda prisa.
—¡Eh, eres el dueño del barco, ¿verdad?! —grita uno, emocionado.
Podría aclararlo, pero... ¿para qué?
—Sí, claro —respondo, con una media sonrisa—. ¿Qué tal se ve en las fotos?
Empiezan a rodearme, disparando flashes sin parar. Me piden que pose junto al yate, que mire hacia el horizonte, que sonría. Yo me acomodo frente al barco, levanto la cabeza como si fuera todo mío… y justo cuando el obturador empieza a sonar, levanto ambas manos y les saco los dos dedos corazón.
Se quedan congelados. Algunos siguen tomando fotos; otros solo se miran entre ellos, confundidos. Yo me río, les doy la espalda y me voy caminando por el muelle, dejando que el eco de los flashes se apague detrás de mí.
Estoy en el puerto, con las manos en los bolsillos y la brisa oliendo a sal y gasolina. Frente a mí hay un yate enorme, brillante, de esos que parecen imposibles de pagar incluso soñando. Lo estoy mirando cuando, de repente, escucho el sonido de cámaras.
Un grupo de paparazzis se me acerca a toda prisa.
—¡Eh, eres el dueño del barco, ¿verdad?! —grita uno, emocionado.
Podría aclararlo, pero... ¿para qué?
—Sí, claro —respondo, con una media sonrisa—. ¿Qué tal se ve en las fotos?
Empiezan a rodearme, disparando flashes sin parar. Me piden que pose junto al yate, que mire hacia el horizonte, que sonría. Yo me acomodo frente al barco, levanto la cabeza como si fuera todo mío… y justo cuando el obturador empieza a sonar, levanto ambas manos y les saco los dos dedos corazón.
Se quedan congelados. Algunos siguen tomando fotos; otros solo se miran entre ellos, confundidos. Yo me río, les doy la espalda y me voy caminando por el muelle, dejando que el eco de los flashes se apague detrás de mí.