La sala estaba llena de humo y murmullos apagados. Isla Rowan permanecía en un rincón, con la chaqueta negra ajustada al cuerpo y los brazos cruzados. Frente a ella, hombres de trajes oscuros discutían contratos, entregas y pagos, sin percibir que ella no estaba allí para negociar. Solo escuchaba, calculaba, anotaba mentalmente cada dato que pudiera ser útil más adelante.
El contrato que le habían dejado sobre la mesa parecía ordinario: un objetivo, un lugar, una fecha. Pero había algo extraño en los documentos que hizo que sus ojos azules se estrecharan: un nombre conocido. No era una casualidad, y tampoco un error. Guardó la carpeta bajo la chaqueta y se levantó con la misma calma silenciosa que la caracterizaba.
Cuando salió del edificio, la lluvia recién comenzaba a humedecer las calles. Sus botas negras resonaban contra el pavimento mientras avanzaba entre el neón y los charcos. No miraba a nadie, no saludaba, no percibía los gritos ni los coches que pasaban. Para cualquier transeúnte era solo una sombra más entre luces y humo.
Sin embargo, la forma en que sus ojos se movían, midiendo cada reflejo y cada esquina, el ritmo seguro de su paso y el silencio absoluto que la rodeaba, dejaban claro que ella no era alguien a quien ignorar. Cualquier persona con ojos suficientes podría notar que Isla Rowan no estaba sola, aunque estuviera sola.
Y en ese instante, cualquier figura que quisiera acercarse, seguir o simplemente observarla tenía toda la libertad de hacerlo… pero el riesgo de cruzarse con ella sería suyo, no de ella.
La sala estaba llena de humo y murmullos apagados. Isla Rowan permanecía en un rincón, con la chaqueta negra ajustada al cuerpo y los brazos cruzados. Frente a ella, hombres de trajes oscuros discutían contratos, entregas y pagos, sin percibir que ella no estaba allí para negociar. Solo escuchaba, calculaba, anotaba mentalmente cada dato que pudiera ser útil más adelante.
El contrato que le habían dejado sobre la mesa parecía ordinario: un objetivo, un lugar, una fecha. Pero había algo extraño en los documentos que hizo que sus ojos azules se estrecharan: un nombre conocido. No era una casualidad, y tampoco un error. Guardó la carpeta bajo la chaqueta y se levantó con la misma calma silenciosa que la caracterizaba.
Cuando salió del edificio, la lluvia recién comenzaba a humedecer las calles. Sus botas negras resonaban contra el pavimento mientras avanzaba entre el neón y los charcos. No miraba a nadie, no saludaba, no percibía los gritos ni los coches que pasaban. Para cualquier transeúnte era solo una sombra más entre luces y humo.
Sin embargo, la forma en que sus ojos se movían, midiendo cada reflejo y cada esquina, el ritmo seguro de su paso y el silencio absoluto que la rodeaba, dejaban claro que ella no era alguien a quien ignorar. Cualquier persona con ojos suficientes podría notar que Isla Rowan no estaba sola, aunque estuviera sola.
Y en ese instante, cualquier figura que quisiera acercarse, seguir o simplemente observarla tenía toda la libertad de hacerlo… pero el riesgo de cruzarse con ella sería suyo, no de ella.