Primera vez
Zahra se quedó mirando al grupo de humanos en la acera, fascinada por la nube de humo que bailaba entre ellos. Todos reían, intercambiaban palabras cargadas de doble sentido y, de vez en cuando, llevaban los cigarrillos a los labios como si fueran una extensión natural de sus manos. Lo hacían con tanta elegancia, tanta costumbre, que parecía una especie de ritual social. Un signo de pertenencia.
—Debe ser algo bueno —murmuró para sí, con los ojos entrecerrados, como si pudiera descifrar la razón solo observándolos.
Esa misma tarde, pasó por una tienda de conveniencia y, con una seguridad muy mal interpretada, pidió una cajetilla. Le tomó un par de intentos entender que debía mostrar una identificación falsa —cosa que ya tenía preparada, porque Zahra siempre hacía su tarea antes de experimentar con la especie humana.
Ya en su habitación, se sentó en el borde de la cama y sacó un cigarro. Lo sostuvo entre los dedos, imitando la forma en la que lo hacían los demás. Lo giró, lo observó... y entonces lo encendió con un encendedor que apenas sabía usar.
La primera calada fue profunda. Demasiado profunda.
Zahra se dobló en dos de inmediato, sus pulmones rebelándose como si hubiese inhalado fuego líquido. Tosió, se atragantó, sintió el ardor treparle por la garganta y se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando intentó ponerse de pie, trastabilló y corrió al baño solo para vomitar con una violencia que no se había anticipado.
—¿¡Qué demonios le ven a esto!? —gimió, apoyándose contra el lavamanos.
En su apuro, dejó el cigarro encendido caer sobre la alfombra. Cuando volvió, lo notó: un pequeño círculo negro comenzaba a expandirse con amenaza.
—¡No, no, no! —saltó encima y lo aplastó con el pie, dejando una marca quemada y un olor a humo que jamás saldría del cuarto.
Se quedó de pie en medio del desastre, con los ojos llorosos, la garganta ardiendo y el estómago revuelto.
—Los humanos están... completamente locos —concluyó, tirando el resto de la cajetilla al bote de basura—. Y yo más por intentar imitarlos.
Zahra se quedó mirando al grupo de humanos en la acera, fascinada por la nube de humo que bailaba entre ellos. Todos reían, intercambiaban palabras cargadas de doble sentido y, de vez en cuando, llevaban los cigarrillos a los labios como si fueran una extensión natural de sus manos. Lo hacían con tanta elegancia, tanta costumbre, que parecía una especie de ritual social. Un signo de pertenencia.
—Debe ser algo bueno —murmuró para sí, con los ojos entrecerrados, como si pudiera descifrar la razón solo observándolos.
Esa misma tarde, pasó por una tienda de conveniencia y, con una seguridad muy mal interpretada, pidió una cajetilla. Le tomó un par de intentos entender que debía mostrar una identificación falsa —cosa que ya tenía preparada, porque Zahra siempre hacía su tarea antes de experimentar con la especie humana.
Ya en su habitación, se sentó en el borde de la cama y sacó un cigarro. Lo sostuvo entre los dedos, imitando la forma en la que lo hacían los demás. Lo giró, lo observó... y entonces lo encendió con un encendedor que apenas sabía usar.
La primera calada fue profunda. Demasiado profunda.
Zahra se dobló en dos de inmediato, sus pulmones rebelándose como si hubiese inhalado fuego líquido. Tosió, se atragantó, sintió el ardor treparle por la garganta y se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando intentó ponerse de pie, trastabilló y corrió al baño solo para vomitar con una violencia que no se había anticipado.
—¿¡Qué demonios le ven a esto!? —gimió, apoyándose contra el lavamanos.
En su apuro, dejó el cigarro encendido caer sobre la alfombra. Cuando volvió, lo notó: un pequeño círculo negro comenzaba a expandirse con amenaza.
—¡No, no, no! —saltó encima y lo aplastó con el pie, dejando una marca quemada y un olor a humo que jamás saldría del cuarto.
Se quedó de pie en medio del desastre, con los ojos llorosos, la garganta ardiendo y el estómago revuelto.
—Los humanos están... completamente locos —concluyó, tirando el resto de la cajetilla al bote de basura—. Y yo más por intentar imitarlos.
Primera vez
Zahra se quedó mirando al grupo de humanos en la acera, fascinada por la nube de humo que bailaba entre ellos. Todos reían, intercambiaban palabras cargadas de doble sentido y, de vez en cuando, llevaban los cigarrillos a los labios como si fueran una extensión natural de sus manos. Lo hacían con tanta elegancia, tanta costumbre, que parecía una especie de ritual social. Un signo de pertenencia.
—Debe ser algo bueno —murmuró para sí, con los ojos entrecerrados, como si pudiera descifrar la razón solo observándolos.
Esa misma tarde, pasó por una tienda de conveniencia y, con una seguridad muy mal interpretada, pidió una cajetilla. Le tomó un par de intentos entender que debía mostrar una identificación falsa —cosa que ya tenía preparada, porque Zahra siempre hacía su tarea antes de experimentar con la especie humana.
Ya en su habitación, se sentó en el borde de la cama y sacó un cigarro. Lo sostuvo entre los dedos, imitando la forma en la que lo hacían los demás. Lo giró, lo observó... y entonces lo encendió con un encendedor que apenas sabía usar.
La primera calada fue profunda. Demasiado profunda.
Zahra se dobló en dos de inmediato, sus pulmones rebelándose como si hubiese inhalado fuego líquido. Tosió, se atragantó, sintió el ardor treparle por la garganta y se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando intentó ponerse de pie, trastabilló y corrió al baño solo para vomitar con una violencia que no se había anticipado.
—¿¡Qué demonios le ven a esto!? —gimió, apoyándose contra el lavamanos.
En su apuro, dejó el cigarro encendido caer sobre la alfombra. Cuando volvió, lo notó: un pequeño círculo negro comenzaba a expandirse con amenaza.
—¡No, no, no! —saltó encima y lo aplastó con el pie, dejando una marca quemada y un olor a humo que jamás saldría del cuarto.
Se quedó de pie en medio del desastre, con los ojos llorosos, la garganta ardiendo y el estómago revuelto.
—Los humanos están... completamente locos —concluyó, tirando el resto de la cajetilla al bote de basura—. Y yo más por intentar imitarlos.


