-El sol caía a plomo sobre la avenida principal, y el resplandor del mediodía se colaba por los amplios ventanales del Bar Lysandra, derramando destellos dorados sobre el mármol pulido de las mesas y el brillo oscuro de las botellas alineadas tras la barra. El aire olía a espresso recién molido, a madera encerada y a un leve toque de cítricos que provenía de las flores colocadas junto a la caja registradora. Zareth estaba de pie tras el mostrador, con las mangas de su camisa negra arremangadas hasta los codos y un delantal de lino que marcaba su silueta alta y elegante. Sus movimientos eran precisos, casi meticulosos, mientras secaba una copa con un paño blanco y la sostenía a contraluz, buscando imperfecciones como si fuera un ritual.-
—La perfección no existe, Zareth. —La voz burlona de Ari, su compañera de trabajo, rompió la calma del lugar. Era una joven de cabello cobrizo y ojos traviesos, que mezclaba tragos con una soltura envidiable—. Aunque si seguís buscando, vas a terminar puliendo el vidrio hasta hacerlo desaparecer.
—Si algo lleva mi nombre, no puede tener manchas —respondió con suavidad, sin apartar la vista del cristal. Su tono no era arrogante, sino tranquilo, cargado de esa clase de disciplina que solo los que amaban el detalle poseían.
—Y ahí está el perfeccionista de nuevo —rió Theo, el otro camarero, mientras apoyaba una bandeja sobre el mostrador y se desabrochaba un botón del cuello—. No entiendo cómo podés mantenerte tan serio en un lugar donde todo el mundo viene a olvidar las formalidades.
-Zareth levantó la mirada hacia él con una media sonrisa apenas perceptible. Su expresión solía parecer fría, pero en sus ojos había algo que desarmaba: una calma profunda, una quietud que no era de este mundo. Dejó la copa sobre el estante y se apoyó ligeramente contra la barra, observando cómo el reflejo del sol convertía el polvo suspendido en diminutos puntos de luz dorada.-
—Alguien tiene que mantener el orden mientras los demás disfrutan del caos. —Su voz era baja, grave, pero extrañamente reconfortante.
—¿Orden? En un bar como este… —Ari giró la coctelera con una sonrisa—. No sé si eso existe.
-El murmullo de la calle entraba cada vez que la puerta se abría, mezclándose con el tintinear de las tazas y el sonido distante del molinillo de café. Afuera, la vida era rápida, bulliciosa; adentro, el mundo parecía más lento, contenido, como si el tiempo se rehusara a avanzar mientras Zareth estuviera allí. Él ajustó una botella, enderezó un menú, y luego alzó la vista hacia el reloj de pared.-
—Van a empezar a llegar los habituales —murmuró—. Hoy tengo el presentimiento de que alguien nuevo también vendrá.
—¿Otra de tus corazonadas? —preguntó Theo, arqueando una ceja.
—No. —Zareth dejó una pausa, observando la luz del mediodía colarse por los cristales—. Algo distinto. Como si el aire lo estuviera anunciando.
-Y entonces, justo cuando terminó la frase, el sonido suave de la campanilla sobre la puerta resonó por todo el lugar, arrastrando una brisa cálida y el aroma de algo desconocido.-
—La perfección no existe, Zareth. —La voz burlona de Ari, su compañera de trabajo, rompió la calma del lugar. Era una joven de cabello cobrizo y ojos traviesos, que mezclaba tragos con una soltura envidiable—. Aunque si seguís buscando, vas a terminar puliendo el vidrio hasta hacerlo desaparecer.
—Si algo lleva mi nombre, no puede tener manchas —respondió con suavidad, sin apartar la vista del cristal. Su tono no era arrogante, sino tranquilo, cargado de esa clase de disciplina que solo los que amaban el detalle poseían.
—Y ahí está el perfeccionista de nuevo —rió Theo, el otro camarero, mientras apoyaba una bandeja sobre el mostrador y se desabrochaba un botón del cuello—. No entiendo cómo podés mantenerte tan serio en un lugar donde todo el mundo viene a olvidar las formalidades.
-Zareth levantó la mirada hacia él con una media sonrisa apenas perceptible. Su expresión solía parecer fría, pero en sus ojos había algo que desarmaba: una calma profunda, una quietud que no era de este mundo. Dejó la copa sobre el estante y se apoyó ligeramente contra la barra, observando cómo el reflejo del sol convertía el polvo suspendido en diminutos puntos de luz dorada.-
—Alguien tiene que mantener el orden mientras los demás disfrutan del caos. —Su voz era baja, grave, pero extrañamente reconfortante.
—¿Orden? En un bar como este… —Ari giró la coctelera con una sonrisa—. No sé si eso existe.
-El murmullo de la calle entraba cada vez que la puerta se abría, mezclándose con el tintinear de las tazas y el sonido distante del molinillo de café. Afuera, la vida era rápida, bulliciosa; adentro, el mundo parecía más lento, contenido, como si el tiempo se rehusara a avanzar mientras Zareth estuviera allí. Él ajustó una botella, enderezó un menú, y luego alzó la vista hacia el reloj de pared.-
—Van a empezar a llegar los habituales —murmuró—. Hoy tengo el presentimiento de que alguien nuevo también vendrá.
—¿Otra de tus corazonadas? —preguntó Theo, arqueando una ceja.
—No. —Zareth dejó una pausa, observando la luz del mediodía colarse por los cristales—. Algo distinto. Como si el aire lo estuviera anunciando.
-Y entonces, justo cuando terminó la frase, el sonido suave de la campanilla sobre la puerta resonó por todo el lugar, arrastrando una brisa cálida y el aroma de algo desconocido.-
-El sol caía a plomo sobre la avenida principal, y el resplandor del mediodía se colaba por los amplios ventanales del Bar Lysandra, derramando destellos dorados sobre el mármol pulido de las mesas y el brillo oscuro de las botellas alineadas tras la barra. El aire olía a espresso recién molido, a madera encerada y a un leve toque de cítricos que provenía de las flores colocadas junto a la caja registradora. Zareth estaba de pie tras el mostrador, con las mangas de su camisa negra arremangadas hasta los codos y un delantal de lino que marcaba su silueta alta y elegante. Sus movimientos eran precisos, casi meticulosos, mientras secaba una copa con un paño blanco y la sostenía a contraluz, buscando imperfecciones como si fuera un ritual.-
—La perfección no existe, Zareth. —La voz burlona de Ari, su compañera de trabajo, rompió la calma del lugar. Era una joven de cabello cobrizo y ojos traviesos, que mezclaba tragos con una soltura envidiable—. Aunque si seguís buscando, vas a terminar puliendo el vidrio hasta hacerlo desaparecer.
—Si algo lleva mi nombre, no puede tener manchas —respondió con suavidad, sin apartar la vista del cristal. Su tono no era arrogante, sino tranquilo, cargado de esa clase de disciplina que solo los que amaban el detalle poseían.
—Y ahí está el perfeccionista de nuevo —rió Theo, el otro camarero, mientras apoyaba una bandeja sobre el mostrador y se desabrochaba un botón del cuello—. No entiendo cómo podés mantenerte tan serio en un lugar donde todo el mundo viene a olvidar las formalidades.
-Zareth levantó la mirada hacia él con una media sonrisa apenas perceptible. Su expresión solía parecer fría, pero en sus ojos había algo que desarmaba: una calma profunda, una quietud que no era de este mundo. Dejó la copa sobre el estante y se apoyó ligeramente contra la barra, observando cómo el reflejo del sol convertía el polvo suspendido en diminutos puntos de luz dorada.-
—Alguien tiene que mantener el orden mientras los demás disfrutan del caos. —Su voz era baja, grave, pero extrañamente reconfortante.
—¿Orden? En un bar como este… —Ari giró la coctelera con una sonrisa—. No sé si eso existe.
-El murmullo de la calle entraba cada vez que la puerta se abría, mezclándose con el tintinear de las tazas y el sonido distante del molinillo de café. Afuera, la vida era rápida, bulliciosa; adentro, el mundo parecía más lento, contenido, como si el tiempo se rehusara a avanzar mientras Zareth estuviera allí. Él ajustó una botella, enderezó un menú, y luego alzó la vista hacia el reloj de pared.-
—Van a empezar a llegar los habituales —murmuró—. Hoy tengo el presentimiento de que alguien nuevo también vendrá.
—¿Otra de tus corazonadas? —preguntó Theo, arqueando una ceja.
—No. —Zareth dejó una pausa, observando la luz del mediodía colarse por los cristales—. Algo distinto. Como si el aire lo estuviera anunciando.
-Y entonces, justo cuando terminó la frase, el sonido suave de la campanilla sobre la puerta resonó por todo el lugar, arrastrando una brisa cálida y el aroma de algo desconocido.-