A ninguno de los dos les había preocupado nunca la rivalidad que se supone que debía de existir entre ellos. Rivales políticos a las puertas de unas elecciones que podrían cambiarles la vida. Sí. Pero amigos muy por encima de eso, algo que afortunadamente era primordial para ambos.

Conocedores de que la prensa solía pisarle los talones, habían adquirido la asombrosa maestría de darles esquinazo. Una habilidad que por regla general consistía ni más ni menos que en frecuentar los peores tugurios de la ciudad, lugares que nadie se imaginaría jamás que podían frecuentar dos chicos 𝑑𝑒 𝑏𝑢𝑒𝑛𝑎 𝑓𝑎𝑚𝑖𝑙𝑖𝑎 como ellos.

Aquella noche, entre risas, habían acordado verse un un barucho de mala muerte en pleno Hell's Kitchen. Y en su puerta se encontraba Patrick, muerto de frío y mirando el reloj de forma insistente mientras maldecía la impuntualidad del contrario. Si le atracaban o le robaban un riñón por estar allí esperándole, esperaba que le pesase eternamente en su conciencia.