No queda rastro del sol en el cielo cuando Thomas deja el lecho improvisado en la terraza de la cabaña. Hace más de una hora dejó de estudiar para dedicarse exclusivamente a remolonear con su adorado hechicero, pero se acerca la hora de la cena y su estomago no dejará pasar una comida.

Apoya los labios en la frente de su hechicero mientras se asegura de dejarle bien arropado. “Un burrito”, piensa contemplando su obra, incapaz de contener la sonrisa enamorada que curva sus labios e ilumina su mirada. Demora un momento más, solo observándole, hasta que las tripas rugiendo le recuerdan su tarea.

Un par de filetes de res, cebollas, tomates, papas, aceite de oliva y un puñado de hierbas aromáticas. Prepara los ingredientes, pone un satén al fuego. Pronto, el aroma de la cazuela comienza a apoderarse de la cabaña al igual que el fuego se contagia y cubre el cuerpo del dragón, quién, distraído como es, cuida el guisado sin caer en cuenta de que prácticamente la totalidad de su torso está cubierto por unas pequeñas e inquietas llamas blancas, que no queman, tibias al tacto, pero brillan y danzan tal como cualquier otra llama.
No queda rastro del sol en el cielo cuando Thomas deja el lecho improvisado en la terraza de la cabaña. Hace más de una hora dejó de estudiar para dedicarse exclusivamente a remolonear con su adorado hechicero, pero se acerca la hora de la cena y su estomago no dejará pasar una comida. Apoya los labios en la frente de su hechicero mientras se asegura de dejarle bien arropado. “Un burrito”, piensa contemplando su obra, incapaz de contener la sonrisa enamorada que curva sus labios e ilumina su mirada. Demora un momento más, solo observándole, hasta que las tripas rugiendo le recuerdan su tarea. Un par de filetes de res, cebollas, tomates, papas, aceite de oliva y un puñado de hierbas aromáticas. Prepara los ingredientes, pone un satén al fuego. Pronto, el aroma de la cazuela comienza a apoderarse de la cabaña al igual que el fuego se contagia y cubre el cuerpo del dragón, quién, distraído como es, cuida el guisado sin caer en cuenta de que prácticamente la totalidad de su torso está cubierto por unas pequeñas e inquietas llamas blancas, que no queman, tibias al tacto, pero brillan y danzan tal como cualquier otra llama.
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