Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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Tenlo en cuenta al responder.
— E̶l̶ ̶S̶i̶l̶e̶n̶c̶i̶o̶ ̶d̶e̶l̶ ̶O̶r̶d̶e̶n̶
La nieve descendía con una parsimonia que resultaba casi insultante frente al caos que acababa de extinguirse. En aquella carretera olvidada, el silencio era una entidad densa, interrumpida únicamente por el crepitar lejano de lo que alguna vez fue una ciudad y el siseo casi imperceptible del cigarrillo de Makima al consumirse.
Ella se apoyó contra el metal gélido del coche, permitiendo que el peso del abrigo, empapado por una humedad que trascendía lo meteorológico, la anclara al momento. En su mejilla, una pequeña herida comenzaba a cerrarse con una eficiencia antinatural; el rastro escarlata que dejaba a su paso era la única mancha de imperfección en su palidez de porcelana. No había fatiga en sus ojos dorados, solo esa calma gélida y absoluta de quien contempla un incendio como si fuera una simple puesta de sol.
Sobre el techo del vehículo, dos cuervos se posaron con un aleteo seco. La observaban con ojos inteligentes, negros y fijos, como extensiones de su propia voluntad. Eran sus únicos testigos, y los únicos que no necesitaban explicaciones.
Inhaló el humo con lentitud, dejando que el calor del tabaco fuera el último vínculo con un mundo físico que ella misma estaba moldeando a su antojo. A lo lejos, las llamas bailaban contra el cielo plomizo, tiñendo las nubes de un naranja violento y tóxico. Para Makima, aquel espectáculo no era una tragedia, sino una firma. Todo había salido según lo previsto. El sacrificio no era un error de cálculo, sino la moneda de cambio; el orden, después de todo, siempre exige una cuota de sangre que solo ella estaba dispuesta a cobrar.
Soltó el aire en un suspiro blanquecino que se disolvió entre los copos de nieve, una exhalación tan fría como el entorno.
—Qué silencioso se vuelve el mundo cuando por fin obedece —susurró para nadie, o quizás para el destino mismo.
Con un gesto despreocupado, arrojó la colilla al suelo. El pequeño punto de fuego se extinguió al instante al contacto con la escarcha, desapareciendo como las vidas que se habían apagado esa noche. Makima se enderezó, ajustándose el abrigo con una elegancia imperturbable. Aún quedaba mucho por construir sobre las cenizas, y ella tenía toda la eternidad para ser la arquitecta de esa nueva y perfecta paz.
La nieve descendía con una parsimonia que resultaba casi insultante frente al caos que acababa de extinguirse. En aquella carretera olvidada, el silencio era una entidad densa, interrumpida únicamente por el crepitar lejano de lo que alguna vez fue una ciudad y el siseo casi imperceptible del cigarrillo de Makima al consumirse.
Ella se apoyó contra el metal gélido del coche, permitiendo que el peso del abrigo, empapado por una humedad que trascendía lo meteorológico, la anclara al momento. En su mejilla, una pequeña herida comenzaba a cerrarse con una eficiencia antinatural; el rastro escarlata que dejaba a su paso era la única mancha de imperfección en su palidez de porcelana. No había fatiga en sus ojos dorados, solo esa calma gélida y absoluta de quien contempla un incendio como si fuera una simple puesta de sol.
Sobre el techo del vehículo, dos cuervos se posaron con un aleteo seco. La observaban con ojos inteligentes, negros y fijos, como extensiones de su propia voluntad. Eran sus únicos testigos, y los únicos que no necesitaban explicaciones.
Inhaló el humo con lentitud, dejando que el calor del tabaco fuera el último vínculo con un mundo físico que ella misma estaba moldeando a su antojo. A lo lejos, las llamas bailaban contra el cielo plomizo, tiñendo las nubes de un naranja violento y tóxico. Para Makima, aquel espectáculo no era una tragedia, sino una firma. Todo había salido según lo previsto. El sacrificio no era un error de cálculo, sino la moneda de cambio; el orden, después de todo, siempre exige una cuota de sangre que solo ella estaba dispuesta a cobrar.
Soltó el aire en un suspiro blanquecino que se disolvió entre los copos de nieve, una exhalación tan fría como el entorno.
—Qué silencioso se vuelve el mundo cuando por fin obedece —susurró para nadie, o quizás para el destino mismo.
Con un gesto despreocupado, arrojó la colilla al suelo. El pequeño punto de fuego se extinguió al instante al contacto con la escarcha, desapareciendo como las vidas que se habían apagado esa noche. Makima se enderezó, ajustándose el abrigo con una elegancia imperturbable. Aún quedaba mucho por construir sobre las cenizas, y ella tenía toda la eternidad para ser la arquitecta de esa nueva y perfecta paz.
— E̶l̶ ̶S̶i̶l̶e̶n̶c̶i̶o̶ ̶d̶e̶l̶ ̶O̶r̶d̶e̶n̶
La nieve descendía con una parsimonia que resultaba casi insultante frente al caos que acababa de extinguirse. En aquella carretera olvidada, el silencio era una entidad densa, interrumpida únicamente por el crepitar lejano de lo que alguna vez fue una ciudad y el siseo casi imperceptible del cigarrillo de Makima al consumirse.
Ella se apoyó contra el metal gélido del coche, permitiendo que el peso del abrigo, empapado por una humedad que trascendía lo meteorológico, la anclara al momento. En su mejilla, una pequeña herida comenzaba a cerrarse con una eficiencia antinatural; el rastro escarlata que dejaba a su paso era la única mancha de imperfección en su palidez de porcelana. No había fatiga en sus ojos dorados, solo esa calma gélida y absoluta de quien contempla un incendio como si fuera una simple puesta de sol.
Sobre el techo del vehículo, dos cuervos se posaron con un aleteo seco. La observaban con ojos inteligentes, negros y fijos, como extensiones de su propia voluntad. Eran sus únicos testigos, y los únicos que no necesitaban explicaciones.
Inhaló el humo con lentitud, dejando que el calor del tabaco fuera el último vínculo con un mundo físico que ella misma estaba moldeando a su antojo. A lo lejos, las llamas bailaban contra el cielo plomizo, tiñendo las nubes de un naranja violento y tóxico. Para Makima, aquel espectáculo no era una tragedia, sino una firma. Todo había salido según lo previsto. El sacrificio no era un error de cálculo, sino la moneda de cambio; el orden, después de todo, siempre exige una cuota de sangre que solo ella estaba dispuesta a cobrar.
Soltó el aire en un suspiro blanquecino que se disolvió entre los copos de nieve, una exhalación tan fría como el entorno.
—Qué silencioso se vuelve el mundo cuando por fin obedece —susurró para nadie, o quizás para el destino mismo.
Con un gesto despreocupado, arrojó la colilla al suelo. El pequeño punto de fuego se extinguió al instante al contacto con la escarcha, desapareciendo como las vidas que se habían apagado esa noche. Makima se enderezó, ajustándose el abrigo con una elegancia imperturbable. Aún quedaba mucho por construir sobre las cenizas, y ella tenía toda la eternidad para ser la arquitecta de esa nueva y perfecta paz.
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