No le dije nada.
Ni una palabra, ni una señal, ni siquiera una mirada distinta. A él no se le anuncian las cosas. Se le hacen.
Empecé tarde, cuando la casa ya estaba en silencio y el frío se sentía más honesto que durante el día. No necesitaba compañía. Esto no era para compartir, era para preparar. Para sostener algo que todavía no existe, pero que va a estar ahí cuando llegue el momento.
El bowl quedó frente a mí, pesado, manchado de chocolate desde el primer movimiento. No seguí una receta exacta. Nunca lo hago. Hay cosas que se miden distinto. El chocolate tenía que ser oscuro, intenso, sin concesiones. Nada liviano, nada infantil. No es un cumpleaños cualquiera y él no es cualquier hombre. Mientras mezclaba, pensé en todo lo que no se celebra cuando se vive como él vive. En los años que no se cuentan. En el peso que se carga sin mostrar. En cómo la oscuridad puede ser hogar si uno aprende a habitarla en vez de huirle. Y en como por fin sentía a mi padre cerca, así que era un gesto aun mas mayor.
No estaba cocinando por costumbre.
Estaba construyendo algo.
Cada vuelta del batidor era lenta, firme. No había apuro. Las velas proyectaban sombras irregulares sobre la mesa y, por un momento, la mezcla pareció respirar. Me gustó eso. Me recordó que las cosas bien hechas siempre tienen algo de vida propia.
No pensé en el festejo. No pensé en los invitados. Pensé en él, en mi padre y como merece cada cosa en este mundo. En su silencio, en su presencia, en todo lo que sostiene incluso cuando nadie lo está mirando.
Cuando terminé, dejé el batidor a un lado y observé el resultado sonreí estaba realmente quedando perfecto, digno de la celebración que se venia.
Ni una palabra, ni una señal, ni siquiera una mirada distinta. A él no se le anuncian las cosas. Se le hacen.
Empecé tarde, cuando la casa ya estaba en silencio y el frío se sentía más honesto que durante el día. No necesitaba compañía. Esto no era para compartir, era para preparar. Para sostener algo que todavía no existe, pero que va a estar ahí cuando llegue el momento.
El bowl quedó frente a mí, pesado, manchado de chocolate desde el primer movimiento. No seguí una receta exacta. Nunca lo hago. Hay cosas que se miden distinto. El chocolate tenía que ser oscuro, intenso, sin concesiones. Nada liviano, nada infantil. No es un cumpleaños cualquiera y él no es cualquier hombre. Mientras mezclaba, pensé en todo lo que no se celebra cuando se vive como él vive. En los años que no se cuentan. En el peso que se carga sin mostrar. En cómo la oscuridad puede ser hogar si uno aprende a habitarla en vez de huirle. Y en como por fin sentía a mi padre cerca, así que era un gesto aun mas mayor.
No estaba cocinando por costumbre.
Estaba construyendo algo.
Cada vuelta del batidor era lenta, firme. No había apuro. Las velas proyectaban sombras irregulares sobre la mesa y, por un momento, la mezcla pareció respirar. Me gustó eso. Me recordó que las cosas bien hechas siempre tienen algo de vida propia.
No pensé en el festejo. No pensé en los invitados. Pensé en él, en mi padre y como merece cada cosa en este mundo. En su silencio, en su presencia, en todo lo que sostiene incluso cuando nadie lo está mirando.
Cuando terminé, dejé el batidor a un lado y observé el resultado sonreí estaba realmente quedando perfecto, digno de la celebración que se venia.
No le dije nada.
Ni una palabra, ni una señal, ni siquiera una mirada distinta. A él no se le anuncian las cosas. Se le hacen.
Empecé tarde, cuando la casa ya estaba en silencio y el frío se sentía más honesto que durante el día. No necesitaba compañía. Esto no era para compartir, era para preparar. Para sostener algo que todavía no existe, pero que va a estar ahí cuando llegue el momento.
El bowl quedó frente a mí, pesado, manchado de chocolate desde el primer movimiento. No seguí una receta exacta. Nunca lo hago. Hay cosas que se miden distinto. El chocolate tenía que ser oscuro, intenso, sin concesiones. Nada liviano, nada infantil. No es un cumpleaños cualquiera y él no es cualquier hombre. Mientras mezclaba, pensé en todo lo que no se celebra cuando se vive como él vive. En los años que no se cuentan. En el peso que se carga sin mostrar. En cómo la oscuridad puede ser hogar si uno aprende a habitarla en vez de huirle. Y en como por fin sentía a mi padre cerca, así que era un gesto aun mas mayor.
No estaba cocinando por costumbre.
Estaba construyendo algo.
Cada vuelta del batidor era lenta, firme. No había apuro. Las velas proyectaban sombras irregulares sobre la mesa y, por un momento, la mezcla pareció respirar. Me gustó eso. Me recordó que las cosas bien hechas siempre tienen algo de vida propia.
No pensé en el festejo. No pensé en los invitados. Pensé en él, en mi padre y como merece cada cosa en este mundo. En su silencio, en su presencia, en todo lo que sostiene incluso cuando nadie lo está mirando.
Cuando terminé, dejé el batidor a un lado y observé el resultado sonreí estaba realmente quedando perfecto, digno de la celebración que se venia.