Llega la hora.
No es un parto: es una maldición del infierno reclamando su precio.
El pago de un ejército no se hace con oro ni con sangre ajena, sino con servidumbre… y con un dolor que no pertenece a ningún mundo humano.
Me encuentro en los dominios de las amas, pero lejos de sus salones y de sus tronos. Un lugar apartado, desnudo, donde la piedra está caliente como una herida abierta. Mis gritos atraviesan el territorio, se expanden durante kilómetros, rompen el aire, desgarran el velo entre planos.
A ninguna le importa.
Nadie acude.
Nadie… excepto Eisheth.
Aparece sin prisa, como si el tiempo no la tocara. Se detiene a lo lejos y me observa con esa sonrisa torcida, ambigua, que hoy me aterra más que nunca. En mi vulnerabilidad absoluta no sé qué es peor: si ha venido a contemplar mi sufrimiento como un espectáculo… o si espera, paciente, a que nazcan los cuerpos sin vida para alimentarse de ellos.
No tengo fuerzas para preguntarlo.
El dolor me parte en dos.
Los primeros salen desgarrándome, uno tras otro, sin tregua.
Cinco.
Cinco fragmentos del Caos arrancados de mí como si mi cuerpo fuese solo un envoltorio prescindible. El grito que libero no sale de mi garganta: sale de mi alma, de un lugar más antiguo que el miedo.
Pero no me desmayo.
No todavía.
Con un esfuerzo que me roba años de existencia, consigo expulsar ocho más. Mis músculos tiemblan, mi visión se nubla, mi conciencia se rompe en bordes afilados. Siento cómo mi cuerpo empieza a fallar, cómo suplica rendirse.
Pero aún quedan siete.
Entonces algo se rompe del todo.
Mi cuerpo ya no recuerda cómo ser humano. Me desplomo a cuatro patas, como un animal herido. Mis puños se clavan en el suelo, la piedra se resquebraja bajo ellos. Empujo. Grito. Suplico. Maldigo.
Durante cinco horas.
Cinco horas de gritos que no sirven.
Cinco horas de contracciones que solo castigan.
Cinco horas de infierno contenido en un cuerpo que ya no debería sostener nada.
Y al final… salen.
Los siete restantes emergen como un último castigo.
Cuerpos sin vida, marcados, medio adornados por la intervención cruel de sus propias hermanas. Diminutas réplicas de mí misma, pero espectrales, irreales, como si nunca hubieran pertenecido del todo a este plano.
Veinte en total.
El precio completo.
Las sanas no se quedan.
Desaparecen una a una, devorando el mundo, creciendo lejos de mí, afinándose para convertirse en lo que han sido concebidas para ser: soldados del Caos.
Yo ya no puedo seguir en pie.
Caigo al suelo, apenas consciente, al borde del desmayo. El miedo me atraviesa de pronto, frío y puro: cerrar los ojos y no volver a abrirlos. Desaparecer aquí, olvidada, después de haberlo dado todo.
Me asusta…
pero no creo tener fuerzas para evitarlo.
Naamah Agrat Eisheth Zenunim
No es un parto: es una maldición del infierno reclamando su precio.
El pago de un ejército no se hace con oro ni con sangre ajena, sino con servidumbre… y con un dolor que no pertenece a ningún mundo humano.
Me encuentro en los dominios de las amas, pero lejos de sus salones y de sus tronos. Un lugar apartado, desnudo, donde la piedra está caliente como una herida abierta. Mis gritos atraviesan el territorio, se expanden durante kilómetros, rompen el aire, desgarran el velo entre planos.
A ninguna le importa.
Nadie acude.
Nadie… excepto Eisheth.
Aparece sin prisa, como si el tiempo no la tocara. Se detiene a lo lejos y me observa con esa sonrisa torcida, ambigua, que hoy me aterra más que nunca. En mi vulnerabilidad absoluta no sé qué es peor: si ha venido a contemplar mi sufrimiento como un espectáculo… o si espera, paciente, a que nazcan los cuerpos sin vida para alimentarse de ellos.
No tengo fuerzas para preguntarlo.
El dolor me parte en dos.
Los primeros salen desgarrándome, uno tras otro, sin tregua.
Cinco.
Cinco fragmentos del Caos arrancados de mí como si mi cuerpo fuese solo un envoltorio prescindible. El grito que libero no sale de mi garganta: sale de mi alma, de un lugar más antiguo que el miedo.
Pero no me desmayo.
No todavía.
Con un esfuerzo que me roba años de existencia, consigo expulsar ocho más. Mis músculos tiemblan, mi visión se nubla, mi conciencia se rompe en bordes afilados. Siento cómo mi cuerpo empieza a fallar, cómo suplica rendirse.
Pero aún quedan siete.
Entonces algo se rompe del todo.
Mi cuerpo ya no recuerda cómo ser humano. Me desplomo a cuatro patas, como un animal herido. Mis puños se clavan en el suelo, la piedra se resquebraja bajo ellos. Empujo. Grito. Suplico. Maldigo.
Durante cinco horas.
Cinco horas de gritos que no sirven.
Cinco horas de contracciones que solo castigan.
Cinco horas de infierno contenido en un cuerpo que ya no debería sostener nada.
Y al final… salen.
Los siete restantes emergen como un último castigo.
Cuerpos sin vida, marcados, medio adornados por la intervención cruel de sus propias hermanas. Diminutas réplicas de mí misma, pero espectrales, irreales, como si nunca hubieran pertenecido del todo a este plano.
Veinte en total.
El precio completo.
Las sanas no se quedan.
Desaparecen una a una, devorando el mundo, creciendo lejos de mí, afinándose para convertirse en lo que han sido concebidas para ser: soldados del Caos.
Yo ya no puedo seguir en pie.
Caigo al suelo, apenas consciente, al borde del desmayo. El miedo me atraviesa de pronto, frío y puro: cerrar los ojos y no volver a abrirlos. Desaparecer aquí, olvidada, después de haberlo dado todo.
Me asusta…
pero no creo tener fuerzas para evitarlo.
Naamah Agrat Eisheth Zenunim
Llega la hora.
No es un parto: es una maldición del infierno reclamando su precio.
El pago de un ejército no se hace con oro ni con sangre ajena, sino con servidumbre… y con un dolor que no pertenece a ningún mundo humano.
Me encuentro en los dominios de las amas, pero lejos de sus salones y de sus tronos. Un lugar apartado, desnudo, donde la piedra está caliente como una herida abierta. Mis gritos atraviesan el territorio, se expanden durante kilómetros, rompen el aire, desgarran el velo entre planos.
A ninguna le importa.
Nadie acude.
Nadie… excepto Eisheth.
Aparece sin prisa, como si el tiempo no la tocara. Se detiene a lo lejos y me observa con esa sonrisa torcida, ambigua, que hoy me aterra más que nunca. En mi vulnerabilidad absoluta no sé qué es peor: si ha venido a contemplar mi sufrimiento como un espectáculo… o si espera, paciente, a que nazcan los cuerpos sin vida para alimentarse de ellos.
No tengo fuerzas para preguntarlo.
El dolor me parte en dos.
Los primeros salen desgarrándome, uno tras otro, sin tregua.
Cinco.
Cinco fragmentos del Caos arrancados de mí como si mi cuerpo fuese solo un envoltorio prescindible. El grito que libero no sale de mi garganta: sale de mi alma, de un lugar más antiguo que el miedo.
Pero no me desmayo.
No todavía.
Con un esfuerzo que me roba años de existencia, consigo expulsar ocho más. Mis músculos tiemblan, mi visión se nubla, mi conciencia se rompe en bordes afilados. Siento cómo mi cuerpo empieza a fallar, cómo suplica rendirse.
Pero aún quedan siete.
Entonces algo se rompe del todo.
Mi cuerpo ya no recuerda cómo ser humano. Me desplomo a cuatro patas, como un animal herido. Mis puños se clavan en el suelo, la piedra se resquebraja bajo ellos. Empujo. Grito. Suplico. Maldigo.
Durante cinco horas.
Cinco horas de gritos que no sirven.
Cinco horas de contracciones que solo castigan.
Cinco horas de infierno contenido en un cuerpo que ya no debería sostener nada.
Y al final… salen.
Los siete restantes emergen como un último castigo.
Cuerpos sin vida, marcados, medio adornados por la intervención cruel de sus propias hermanas. Diminutas réplicas de mí misma, pero espectrales, irreales, como si nunca hubieran pertenecido del todo a este plano.
Veinte en total.
El precio completo.
Las sanas no se quedan.
Desaparecen una a una, devorando el mundo, creciendo lejos de mí, afinándose para convertirse en lo que han sido concebidas para ser: soldados del Caos.
Yo ya no puedo seguir en pie.
Caigo al suelo, apenas consciente, al borde del desmayo. El miedo me atraviesa de pronto, frío y puro: cerrar los ojos y no volver a abrirlos. Desaparecer aquí, olvidada, después de haberlo dado todo.
Me asusta…
pero no creo tener fuerzas para evitarlo.
[n.a.a.m.a.h] [f_off_bih] [demonsmile01]