"Una rosa, aunque la llames por otro nombre, una rosa aún será.”

La frase quedó suspendida en el aire como un perfume rancio, como si alguien hubiera arrancado los pétalos y dejado solo las espinas.
La niña de cabellos negros, tan largos que casi tocaban el suelo, parpadeó lentamente; sus ojos parecían dos pozos de tinta.

—¿Qué hay de los esclavos? —preguntó con un hilo de voz, tan pequeño que no parecía salir de un ser vivo.

La sombra detrás de ella sonrió sin boca.

“Es lo mismo, tontita. No importa cuánto te ocultes… no importa cuántos nombres inventes para engañarte. Siempre irás con la cabeza agachada, esperando una orden, un premio… o un castigo.”

La niña tragó saliva. Las paredes crujieron como huesos rotos.

“Porque un esclavo, mi pequeña, nunca deja de serlo.
Aunque corra, aunque se arrastre en la oscuridad más profunda, aunque rece a dioses que jamás escuchan.
Su alma ya está marcada.
Como la rosa tiene espinas, el esclavo tiene cadenas.”

La sombra se inclinó sobre ella, larga, imposible, deformada como un cuerpo quebrado en demasiados lugares.

“Y lo más triste…”
Susurró con una voz que era más viento que sonido, “Es que a veces las cadenas no están en las muñecas… sino aquí.”

Un dedo invisible, frío como el mármol, tocó la frente de la niña. Ella sintió algo moverse bajo su piel.
Algo que no era suyo.
Algo que despertaba.

“¿Lo ves? Siempre fuiste una esclava… incluso antes de nacer.”

La vela a su lado se apagó sin soplido alguno. Y en la oscuridad absoluta, la niña juraría haber escuchado un susurro más:
“Las rosas no eligen florecer, pequeña. Y los esclavos… tampoco eligen obedecer, solo lo hacen y ya.”

"Una rosa, aunque la llames por otro nombre, una rosa aún será.” La frase quedó suspendida en el aire como un perfume rancio, como si alguien hubiera arrancado los pétalos y dejado solo las espinas. La niña de cabellos negros, tan largos que casi tocaban el suelo, parpadeó lentamente; sus ojos parecían dos pozos de tinta. —¿Qué hay de los esclavos? —preguntó con un hilo de voz, tan pequeño que no parecía salir de un ser vivo. La sombra detrás de ella sonrió sin boca. “Es lo mismo, tontita. No importa cuánto te ocultes… no importa cuántos nombres inventes para engañarte. Siempre irás con la cabeza agachada, esperando una orden, un premio… o un castigo.” La niña tragó saliva. Las paredes crujieron como huesos rotos. “Porque un esclavo, mi pequeña, nunca deja de serlo. Aunque corra, aunque se arrastre en la oscuridad más profunda, aunque rece a dioses que jamás escuchan. Su alma ya está marcada. Como la rosa tiene espinas, el esclavo tiene cadenas.” La sombra se inclinó sobre ella, larga, imposible, deformada como un cuerpo quebrado en demasiados lugares. “Y lo más triste…” Susurró con una voz que era más viento que sonido, “Es que a veces las cadenas no están en las muñecas… sino aquí.” Un dedo invisible, frío como el mármol, tocó la frente de la niña. Ella sintió algo moverse bajo su piel. Algo que no era suyo. Algo que despertaba. “¿Lo ves? Siempre fuiste una esclava… incluso antes de nacer.” La vela a su lado se apagó sin soplido alguno. Y en la oscuridad absoluta, la niña juraría haber escuchado un susurro más: “Las rosas no eligen florecer, pequeña. Y los esclavos… tampoco eligen obedecer, solo lo hacen y ya.”
Me entristece
Me gusta
8
0 turnos 0 maullidos
Patrocinados
Patrocinados