"Soy él único capaz de dar la espalda a la misma muerte."
Fue él quien la creó, arrancándola de sí mismo en un acto que ningún otro dios se atrevió jamás a imaginar.
Dicen que al principio no existía la Muerte, solo el eterno fluir de almas que vagaban sin destino, sin descanso, sin fin, un océano interminable que agotaba incluso al propio inframundo. Hades caminaba entre ellas como un pastor entre tormentas, cargando en silencio un deber que crecía y crecía, hasta que un día comprendió que no podía seguir solo, que el orden necesitaba un límite, una puerta final.
Así que se detuvo, en la misma playa donde el mundo se quiebra contra el vacío, y miró su sombra proyectada en la arena gris, larga, pesada, oscura como un pozo sin fondo. La estudió con detenimiento, porque entendió que en ella estaba todo lo que lo atormentaba, todo lo que no podía controlar, toda la carga que lo había vuelto eterno en el cansancio y paciente en la soledad.
Y sin más, hundió la mano en su propio reflejo, sintió el frío de lo que no es cuerpo ni luz, — era su sombra.— y tiró, tiró con una fuerza antigua, casi primitiva, hasta que la sombra gritó sin voz y se desprendió de él. Cayó al suelo como una masa informe, temblorosa, un remolino negro sin forma ni futuro.
Hades no tembló, pero sí dio un paso atrás. Su espalda quedó frente a ella, y en ese gesto nació la Muerte.
La sombra se alzó lentamente, aprendiendo a ser figura, aprendiendo a caminar detrás de su creador, siempre siguiendo sus pasos, siempre un poco más cerca de los mortales, siempre un poco más lejos de él. Porque aunque todos la temieran, aunque todos huyeran, para Hades ella no era amenaza, era parte de sí mismo, la parte que decidió sacrificar para que el mundo mantuviera su equilibrio.
Por eso, cuando la Muerte lo sigue por desiertos, por mares muertos, por ciudades abandonadas, él jamás la mira, jamás le teme, jamás la rehúye. Simplemente avanza con la misma serenidad de un dios que conoce el final de todas las cosas.
Ella lo observa, se disuelve y recompone, lo escolta en silencio, porque aunque se haya desprendido de su cuerpo, nunca dejó de ser su sombra.
Fue él quien la creó, arrancándola de sí mismo en un acto que ningún otro dios se atrevió jamás a imaginar.
Dicen que al principio no existía la Muerte, solo el eterno fluir de almas que vagaban sin destino, sin descanso, sin fin, un océano interminable que agotaba incluso al propio inframundo. Hades caminaba entre ellas como un pastor entre tormentas, cargando en silencio un deber que crecía y crecía, hasta que un día comprendió que no podía seguir solo, que el orden necesitaba un límite, una puerta final.
Así que se detuvo, en la misma playa donde el mundo se quiebra contra el vacío, y miró su sombra proyectada en la arena gris, larga, pesada, oscura como un pozo sin fondo. La estudió con detenimiento, porque entendió que en ella estaba todo lo que lo atormentaba, todo lo que no podía controlar, toda la carga que lo había vuelto eterno en el cansancio y paciente en la soledad.
Y sin más, hundió la mano en su propio reflejo, sintió el frío de lo que no es cuerpo ni luz, — era su sombra.— y tiró, tiró con una fuerza antigua, casi primitiva, hasta que la sombra gritó sin voz y se desprendió de él. Cayó al suelo como una masa informe, temblorosa, un remolino negro sin forma ni futuro.
Hades no tembló, pero sí dio un paso atrás. Su espalda quedó frente a ella, y en ese gesto nació la Muerte.
La sombra se alzó lentamente, aprendiendo a ser figura, aprendiendo a caminar detrás de su creador, siempre siguiendo sus pasos, siempre un poco más cerca de los mortales, siempre un poco más lejos de él. Porque aunque todos la temieran, aunque todos huyeran, para Hades ella no era amenaza, era parte de sí mismo, la parte que decidió sacrificar para que el mundo mantuviera su equilibrio.
Por eso, cuando la Muerte lo sigue por desiertos, por mares muertos, por ciudades abandonadas, él jamás la mira, jamás le teme, jamás la rehúye. Simplemente avanza con la misma serenidad de un dios que conoce el final de todas las cosas.
Ella lo observa, se disuelve y recompone, lo escolta en silencio, porque aunque se haya desprendido de su cuerpo, nunca dejó de ser su sombra.
"Soy él único capaz de dar la espalda a la misma muerte."
Fue él quien la creó, arrancándola de sí mismo en un acto que ningún otro dios se atrevió jamás a imaginar.
Dicen que al principio no existía la Muerte, solo el eterno fluir de almas que vagaban sin destino, sin descanso, sin fin, un océano interminable que agotaba incluso al propio inframundo. Hades caminaba entre ellas como un pastor entre tormentas, cargando en silencio un deber que crecía y crecía, hasta que un día comprendió que no podía seguir solo, que el orden necesitaba un límite, una puerta final.
Así que se detuvo, en la misma playa donde el mundo se quiebra contra el vacío, y miró su sombra proyectada en la arena gris, larga, pesada, oscura como un pozo sin fondo. La estudió con detenimiento, porque entendió que en ella estaba todo lo que lo atormentaba, todo lo que no podía controlar, toda la carga que lo había vuelto eterno en el cansancio y paciente en la soledad.
Y sin más, hundió la mano en su propio reflejo, sintió el frío de lo que no es cuerpo ni luz, — era su sombra.— y tiró, tiró con una fuerza antigua, casi primitiva, hasta que la sombra gritó sin voz y se desprendió de él. Cayó al suelo como una masa informe, temblorosa, un remolino negro sin forma ni futuro.
Hades no tembló, pero sí dio un paso atrás. Su espalda quedó frente a ella, y en ese gesto nació la Muerte.
La sombra se alzó lentamente, aprendiendo a ser figura, aprendiendo a caminar detrás de su creador, siempre siguiendo sus pasos, siempre un poco más cerca de los mortales, siempre un poco más lejos de él. Porque aunque todos la temieran, aunque todos huyeran, para Hades ella no era amenaza, era parte de sí mismo, la parte que decidió sacrificar para que el mundo mantuviera su equilibrio.
Por eso, cuando la Muerte lo sigue por desiertos, por mares muertos, por ciudades abandonadas, él jamás la mira, jamás le teme, jamás la rehúye. Simplemente avanza con la misma serenidad de un dios que conoce el final de todas las cosas.
Ella lo observa, se disuelve y recompone, lo escolta en silencio, porque aunque se haya desprendido de su cuerpo, nunca dejó de ser su sombra.