La luz entra en la habitación de Ophelia como un susurro que ella nunca podrá devolver.
El amanecer pinta las piedras frías con un dorado pálido, y la princesa abre los ojos en silencio, tal como ha hecho cada día desde la maldición. No hay saludos matutinos, ni canciones de aves que le respondan: solo el eco leve de su respiración y el crujido distante de la fortaleza antigua.
Se sienta en la cama con movimientos suaves, casi ceremoniales. Sus manos, delicadas y pálidas, rozan las cortinas pesadas que guardan aún un rastro de polvo y de tiempo detenido. A veces le gusta imaginar que las telas murmuran por ella, que dicen lo que su garganta ya no puede.
Camina por los pasillos largos del castillo, esos que antes estaban llenos de risas de sirvientes, pasos presurosos, música… Ahora son corredores huecos donde el aire parece escucharla a ella, la única habitante que no puede hablar. El sonido de sus pasos, descalzos sobre el mármol, es lo más cercano a una palabra que puede pronunciar.
En el jardín interior —el único espacio donde el mundo exterior se atreve a tocarla— Ophelia se arrodilla frente a las flores marchitas. Las cuida con devoción silenciosa. A veces, cuando el viento roza su cabello, ella inclina la cabeza como si escuchara una respuesta, como si la naturaleza todavía pudiera adivinar lo que quiere decir. Pero ni el viento sabe cómo descifrar una voz que ya no existe.
Al mediodía, recorre la torre más alta. Desde el ventanal observa el reino que alguna vez gobernaría. La gente lejos, diminuta, sigue su vida sin saber que la princesa los mira desde un encierro sin barrotes. Ella levanta la mano, como si fuera a saludar… pero la deja caer antes del gesto completo. ¿Para qué? Nadie puede verla, y aunque la vieran, no podrían oírla.
Cuando cae la tarde, Ophelia se sienta frente al espejo. El reflejo es la única compañía constante que tiene. Se observa los labios, los mueve, intenta pronunciar palabras que ya olvidaron su propio sonido. A veces imagina que la maldición la convirtió en un susurro vivo: alguien que existe, pero que nunca puede ser escuchada.
La noche llega y con ella, la quietud más profunda del castillo.
Ophelia vuelve a su cama. Antes de cerrar los ojos, apoya una mano sobre su garganta, como cada noche, como si aún esperara sentir una vibración, un rastro de vida ahí donde la magia dejó un vacío. Pero no hay nada.
Su último pensamiento del día no es un deseo ni una oración: es un silencio espeso que pesa tanto como la maldición misma.
El amanecer pinta las piedras frías con un dorado pálido, y la princesa abre los ojos en silencio, tal como ha hecho cada día desde la maldición. No hay saludos matutinos, ni canciones de aves que le respondan: solo el eco leve de su respiración y el crujido distante de la fortaleza antigua.
Se sienta en la cama con movimientos suaves, casi ceremoniales. Sus manos, delicadas y pálidas, rozan las cortinas pesadas que guardan aún un rastro de polvo y de tiempo detenido. A veces le gusta imaginar que las telas murmuran por ella, que dicen lo que su garganta ya no puede.
Camina por los pasillos largos del castillo, esos que antes estaban llenos de risas de sirvientes, pasos presurosos, música… Ahora son corredores huecos donde el aire parece escucharla a ella, la única habitante que no puede hablar. El sonido de sus pasos, descalzos sobre el mármol, es lo más cercano a una palabra que puede pronunciar.
En el jardín interior —el único espacio donde el mundo exterior se atreve a tocarla— Ophelia se arrodilla frente a las flores marchitas. Las cuida con devoción silenciosa. A veces, cuando el viento roza su cabello, ella inclina la cabeza como si escuchara una respuesta, como si la naturaleza todavía pudiera adivinar lo que quiere decir. Pero ni el viento sabe cómo descifrar una voz que ya no existe.
Al mediodía, recorre la torre más alta. Desde el ventanal observa el reino que alguna vez gobernaría. La gente lejos, diminuta, sigue su vida sin saber que la princesa los mira desde un encierro sin barrotes. Ella levanta la mano, como si fuera a saludar… pero la deja caer antes del gesto completo. ¿Para qué? Nadie puede verla, y aunque la vieran, no podrían oírla.
Cuando cae la tarde, Ophelia se sienta frente al espejo. El reflejo es la única compañía constante que tiene. Se observa los labios, los mueve, intenta pronunciar palabras que ya olvidaron su propio sonido. A veces imagina que la maldición la convirtió en un susurro vivo: alguien que existe, pero que nunca puede ser escuchada.
La noche llega y con ella, la quietud más profunda del castillo.
Ophelia vuelve a su cama. Antes de cerrar los ojos, apoya una mano sobre su garganta, como cada noche, como si aún esperara sentir una vibración, un rastro de vida ahí donde la magia dejó un vacío. Pero no hay nada.
Su último pensamiento del día no es un deseo ni una oración: es un silencio espeso que pesa tanto como la maldición misma.
La luz entra en la habitación de Ophelia como un susurro que ella nunca podrá devolver.
El amanecer pinta las piedras frías con un dorado pálido, y la princesa abre los ojos en silencio, tal como ha hecho cada día desde la maldición. No hay saludos matutinos, ni canciones de aves que le respondan: solo el eco leve de su respiración y el crujido distante de la fortaleza antigua.
Se sienta en la cama con movimientos suaves, casi ceremoniales. Sus manos, delicadas y pálidas, rozan las cortinas pesadas que guardan aún un rastro de polvo y de tiempo detenido. A veces le gusta imaginar que las telas murmuran por ella, que dicen lo que su garganta ya no puede.
Camina por los pasillos largos del castillo, esos que antes estaban llenos de risas de sirvientes, pasos presurosos, música… Ahora son corredores huecos donde el aire parece escucharla a ella, la única habitante que no puede hablar. El sonido de sus pasos, descalzos sobre el mármol, es lo más cercano a una palabra que puede pronunciar.
En el jardín interior —el único espacio donde el mundo exterior se atreve a tocarla— Ophelia se arrodilla frente a las flores marchitas. Las cuida con devoción silenciosa. A veces, cuando el viento roza su cabello, ella inclina la cabeza como si escuchara una respuesta, como si la naturaleza todavía pudiera adivinar lo que quiere decir. Pero ni el viento sabe cómo descifrar una voz que ya no existe.
Al mediodía, recorre la torre más alta. Desde el ventanal observa el reino que alguna vez gobernaría. La gente lejos, diminuta, sigue su vida sin saber que la princesa los mira desde un encierro sin barrotes. Ella levanta la mano, como si fuera a saludar… pero la deja caer antes del gesto completo. ¿Para qué? Nadie puede verla, y aunque la vieran, no podrían oírla.
Cuando cae la tarde, Ophelia se sienta frente al espejo. El reflejo es la única compañía constante que tiene. Se observa los labios, los mueve, intenta pronunciar palabras que ya olvidaron su propio sonido. A veces imagina que la maldición la convirtió en un susurro vivo: alguien que existe, pero que nunca puede ser escuchada.
La noche llega y con ella, la quietud más profunda del castillo.
Ophelia vuelve a su cama. Antes de cerrar los ojos, apoya una mano sobre su garganta, como cada noche, como si aún esperara sentir una vibración, un rastro de vida ahí donde la magia dejó un vacío. Pero no hay nada.
Su último pensamiento del día no es un deseo ni una oración: es un silencio espeso que pesa tanto como la maldición misma.