𝐒𝐔 𝐑𝐀𝐙Ó𝐍 - 𝐕𝐈𝐈
𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬
Se dejó caer de espaldas sobre la cama y se pasó una mano por el rostro agotado. La larga llama dorada de la lámpara de aceite en el tocador parpadeó suavemente, ofreciéndole consuelo. La habitación estaba quieta, el pasillo en silencio; la tranquilidad reinaba en la noche. Soltó un suspiro. Eneas por fin había dejado de llorar.
La maternidad fue una de las peores batallas que jamás enfrentó. Ni siquiera aquellos meses de diversión junto a Anquises, cuando se hacía pasar por princesa o campesina la habían preparado para los cuidados que exigía la vida mortal. Creía haber aprendido lo esencial: la importancia del descanso, las comidas a tiempo y la fragilidad humana. Le habría gustado decir que lo hizo de maravilla, que fue una nodriza ejemplar y que todo salió bien. Pero nada más lejos de la realidad.
Con cada día que pasaba, se convencía de que lo hacía terriblemente peor. No tenía un minuto de descanso, el niño siempre necesitaba algo nuevo: cambiar de pañales, dormirlo, apaciguar sus llantos interminables mientras trataba de descifrar si lloraba de hambre o de frío. No era madre primeriza… pero la experiencia de cuidar un bebé mortal no se podía comparar con la de una deidad, era algo completamente distinto.
A eso se sumaba el hecho de que, además, debía ser cautelosa y medir muy bien cada acción que hiciera para no levantar sospechas. Absolutamente nadie en el palacio debía descubrir que ella no era la nodriza experimentada que decía ser, y mucho menos, que era una diosa.
A veces ese pensamiento la llenaba de frustración. En ocasiones, por más que meciera a su hijo en brazos, le cantara una canción, lo arropara o lo alimentara, la rabia de sus lagrimas no cesaba. En su interior se agitaba un mar tormentoso de aflicción al que ella no siempre podía oponerse. Su paciencia se evaporaba, y la tentación de encender su Aión, de acceder a su divinidad se volvía casi irresistible. Podría usar su aura sobre él, envolverlo con ella, un truco que llegó a hacer en su momento con sus gemelos divinos para calmarlos. Un atajo que le haría las cosas más fáciles y que, sin embargo, le obligaba a cuestionarse que tan dependiente se había vuelto de su poder.
Las noches pasaban y aunque Afro había atravesado incontables eventos a lo largo de su vida, ni siquiera la eternidad le pareció tan larga como la infancia de Eneas.
Eneas odiaba el interior del palacio. Detestaba el sol, pero tampoco soportaba pasar demasiado tiempo bajo la sombra. Protestaba con el aroma del incienso y gritaba cuando ella dejaba de moverse. No le permitía quedarse quieta demasiado tiempo, eso, lejos de ayudar, lo alteraba. Probó suerte con algunos de los consejos de la reina Temiste y de thithē Ligeia, la anciana nodriza de Anquises, pero ninguno dio resultado. Lo único que realmente parecía funcionar eran los paseos por el jardín del palacio, que más que jardín, más bien era un frondoso bosque de hojas verdes escondido entre las murallas y las visitas a la playa. Le encantaba cuando ella le sumergía los pies en la espuma marina que oscurecía la arena al romper las olas, eso lograba arrancarle una sonrisa.
Sus parpados comenzaban a cerrarse cuando el llanto de Eneas la despertó de golpe. Su pecho se sacudió, se frotó los ojos con los dedos antes de deslizarse fuera de la cama y salir al solitario pasillo. A menudo pensaba en su antigua vida y en todo lo que había dejado atrás al renunciar temporalmente a su divinidad, como en ese instante en el que se acercó a la cuna de su hijo para tomarlo entre sus brazos. Si aún fuera una diosa y no una mortal, aquel cansancio que le pesaba en los hombros y parpados grises no existiría.
────Oh, mi dulce príncipe… ¿qué ocurre? Ven, deja que te cargue un poco ─y aun con todo ese agotamiento, no dejó de sonreírle. Jamás dejaría de hacerlo.
Se aseguró de alimentarlo y permaneció un largo rato junto a él. Le cantó una canción mientras caminaba en la oscuridad, y al recostarlo nuevamente en su cuna, le hizo cosquillas en la pancita. Como respuesta, el pequeño balbuceó algo, le sonrió y rio. Era la risa más preciosa y melodiosa que había escuchado jamás. El cansancio se disipó de su cuerpo; soltó una risa entrecortada y permitió que el sonido de su voz la llenara de fuerza, haciendo brotar desde lo más profundo de su pecho un amor tan intenso que le costaba creer que su corazón pudiera contenerlo sin romperse.
Entonces comprendió que el amor de una madre no conocía límites. Sería capaz de hacer sangrar a este mundo por su hijo, caminar entre las brasas del fuego con los pies desnudos y desafiar a cualquier monstruo o deidad. Los convertiría en polvo de estrellas y lo esparciría en la inmensidad de la bóveda celeste si eso aseguraba la felicidad y bienestar de su pequeño.
No advirtió el momento en que se quedó dormida junto a la cuna de su hijo, rodeándola con los brazos. Su corazón mortal latía débilmente, pero en paz.
El amor que corría por sus venas era de una clase que los dioses no comprendían. No pertenecía a su naturaleza inmortal, tan distante del corazón humano, y sin embargo era la devoción que codiciaban con tanta hambre y anhelo. Un amor que no pedía adoración, ni ofrendas de vino o miel, ni templos con altares humeantes. Era un sentimiento sin medida, sin pausa ni descanso. Le exigía entregarse por completo en cuerpo y alma; exponerla a una peligrosa mezcla entre la ternura y el miedo a no tener nada bajo control, una mezcla tan intensa que la desbordaba cada vez que Eneas la miraba con sus ojitos brillantes, asomando la cabecita curiosa mientras ella preparaba ungüentos, aceites, baños o pañales.
Sí, añoraba su antigua vida. Era cierto. Y aún así, jamás cambiaría ese cansancio por la calma inmortal que una vez conoció. Haría ese y mil sacrificios más por él.
Durmió plácidamente en un dulce sueño. Tenía una razón para levantarse y luchar un día más.
𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬
Se dejó caer de espaldas sobre la cama y se pasó una mano por el rostro agotado. La larga llama dorada de la lámpara de aceite en el tocador parpadeó suavemente, ofreciéndole consuelo. La habitación estaba quieta, el pasillo en silencio; la tranquilidad reinaba en la noche. Soltó un suspiro. Eneas por fin había dejado de llorar.
La maternidad fue una de las peores batallas que jamás enfrentó. Ni siquiera aquellos meses de diversión junto a Anquises, cuando se hacía pasar por princesa o campesina la habían preparado para los cuidados que exigía la vida mortal. Creía haber aprendido lo esencial: la importancia del descanso, las comidas a tiempo y la fragilidad humana. Le habría gustado decir que lo hizo de maravilla, que fue una nodriza ejemplar y que todo salió bien. Pero nada más lejos de la realidad.
Con cada día que pasaba, se convencía de que lo hacía terriblemente peor. No tenía un minuto de descanso, el niño siempre necesitaba algo nuevo: cambiar de pañales, dormirlo, apaciguar sus llantos interminables mientras trataba de descifrar si lloraba de hambre o de frío. No era madre primeriza… pero la experiencia de cuidar un bebé mortal no se podía comparar con la de una deidad, era algo completamente distinto.
A eso se sumaba el hecho de que, además, debía ser cautelosa y medir muy bien cada acción que hiciera para no levantar sospechas. Absolutamente nadie en el palacio debía descubrir que ella no era la nodriza experimentada que decía ser, y mucho menos, que era una diosa.
A veces ese pensamiento la llenaba de frustración. En ocasiones, por más que meciera a su hijo en brazos, le cantara una canción, lo arropara o lo alimentara, la rabia de sus lagrimas no cesaba. En su interior se agitaba un mar tormentoso de aflicción al que ella no siempre podía oponerse. Su paciencia se evaporaba, y la tentación de encender su Aión, de acceder a su divinidad se volvía casi irresistible. Podría usar su aura sobre él, envolverlo con ella, un truco que llegó a hacer en su momento con sus gemelos divinos para calmarlos. Un atajo que le haría las cosas más fáciles y que, sin embargo, le obligaba a cuestionarse que tan dependiente se había vuelto de su poder.
Las noches pasaban y aunque Afro había atravesado incontables eventos a lo largo de su vida, ni siquiera la eternidad le pareció tan larga como la infancia de Eneas.
Eneas odiaba el interior del palacio. Detestaba el sol, pero tampoco soportaba pasar demasiado tiempo bajo la sombra. Protestaba con el aroma del incienso y gritaba cuando ella dejaba de moverse. No le permitía quedarse quieta demasiado tiempo, eso, lejos de ayudar, lo alteraba. Probó suerte con algunos de los consejos de la reina Temiste y de thithē Ligeia, la anciana nodriza de Anquises, pero ninguno dio resultado. Lo único que realmente parecía funcionar eran los paseos por el jardín del palacio, que más que jardín, más bien era un frondoso bosque de hojas verdes escondido entre las murallas y las visitas a la playa. Le encantaba cuando ella le sumergía los pies en la espuma marina que oscurecía la arena al romper las olas, eso lograba arrancarle una sonrisa.
Sus parpados comenzaban a cerrarse cuando el llanto de Eneas la despertó de golpe. Su pecho se sacudió, se frotó los ojos con los dedos antes de deslizarse fuera de la cama y salir al solitario pasillo. A menudo pensaba en su antigua vida y en todo lo que había dejado atrás al renunciar temporalmente a su divinidad, como en ese instante en el que se acercó a la cuna de su hijo para tomarlo entre sus brazos. Si aún fuera una diosa y no una mortal, aquel cansancio que le pesaba en los hombros y parpados grises no existiría.
────Oh, mi dulce príncipe… ¿qué ocurre? Ven, deja que te cargue un poco ─y aun con todo ese agotamiento, no dejó de sonreírle. Jamás dejaría de hacerlo.
Se aseguró de alimentarlo y permaneció un largo rato junto a él. Le cantó una canción mientras caminaba en la oscuridad, y al recostarlo nuevamente en su cuna, le hizo cosquillas en la pancita. Como respuesta, el pequeño balbuceó algo, le sonrió y rio. Era la risa más preciosa y melodiosa que había escuchado jamás. El cansancio se disipó de su cuerpo; soltó una risa entrecortada y permitió que el sonido de su voz la llenara de fuerza, haciendo brotar desde lo más profundo de su pecho un amor tan intenso que le costaba creer que su corazón pudiera contenerlo sin romperse.
Entonces comprendió que el amor de una madre no conocía límites. Sería capaz de hacer sangrar a este mundo por su hijo, caminar entre las brasas del fuego con los pies desnudos y desafiar a cualquier monstruo o deidad. Los convertiría en polvo de estrellas y lo esparciría en la inmensidad de la bóveda celeste si eso aseguraba la felicidad y bienestar de su pequeño.
No advirtió el momento en que se quedó dormida junto a la cuna de su hijo, rodeándola con los brazos. Su corazón mortal latía débilmente, pero en paz.
El amor que corría por sus venas era de una clase que los dioses no comprendían. No pertenecía a su naturaleza inmortal, tan distante del corazón humano, y sin embargo era la devoción que codiciaban con tanta hambre y anhelo. Un amor que no pedía adoración, ni ofrendas de vino o miel, ni templos con altares humeantes. Era un sentimiento sin medida, sin pausa ni descanso. Le exigía entregarse por completo en cuerpo y alma; exponerla a una peligrosa mezcla entre la ternura y el miedo a no tener nada bajo control, una mezcla tan intensa que la desbordaba cada vez que Eneas la miraba con sus ojitos brillantes, asomando la cabecita curiosa mientras ella preparaba ungüentos, aceites, baños o pañales.
Sí, añoraba su antigua vida. Era cierto. Y aún así, jamás cambiaría ese cansancio por la calma inmortal que una vez conoció. Haría ese y mil sacrificios más por él.
Durmió plácidamente en un dulce sueño. Tenía una razón para levantarse y luchar un día más.
𝐒𝐔 𝐑𝐀𝐙Ó𝐍 - 𝐕𝐈𝐈 🐚
𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬
Se dejó caer de espaldas sobre la cama y se pasó una mano por el rostro agotado. La larga llama dorada de la lámpara de aceite en el tocador parpadeó suavemente, ofreciéndole consuelo. La habitación estaba quieta, el pasillo en silencio; la tranquilidad reinaba en la noche. Soltó un suspiro. Eneas por fin había dejado de llorar.
La maternidad fue una de las peores batallas que jamás enfrentó. Ni siquiera aquellos meses de diversión junto a Anquises, cuando se hacía pasar por princesa o campesina la habían preparado para los cuidados que exigía la vida mortal. Creía haber aprendido lo esencial: la importancia del descanso, las comidas a tiempo y la fragilidad humana. Le habría gustado decir que lo hizo de maravilla, que fue una nodriza ejemplar y que todo salió bien. Pero nada más lejos de la realidad.
Con cada día que pasaba, se convencía de que lo hacía terriblemente peor. No tenía un minuto de descanso, el niño siempre necesitaba algo nuevo: cambiar de pañales, dormirlo, apaciguar sus llantos interminables mientras trataba de descifrar si lloraba de hambre o de frío. No era madre primeriza… pero la experiencia de cuidar un bebé mortal no se podía comparar con la de una deidad, era algo completamente distinto.
A eso se sumaba el hecho de que, además, debía ser cautelosa y medir muy bien cada acción que hiciera para no levantar sospechas. Absolutamente nadie en el palacio debía descubrir que ella no era la nodriza experimentada que decía ser, y mucho menos, que era una diosa.
A veces ese pensamiento la llenaba de frustración. En ocasiones, por más que meciera a su hijo en brazos, le cantara una canción, lo arropara o lo alimentara, la rabia de sus lagrimas no cesaba. En su interior se agitaba un mar tormentoso de aflicción al que ella no siempre podía oponerse. Su paciencia se evaporaba, y la tentación de encender su Aión, de acceder a su divinidad se volvía casi irresistible. Podría usar su aura sobre él, envolverlo con ella, un truco que llegó a hacer en su momento con sus gemelos divinos para calmarlos. Un atajo que le haría las cosas más fáciles y que, sin embargo, le obligaba a cuestionarse que tan dependiente se había vuelto de su poder.
Las noches pasaban y aunque Afro había atravesado incontables eventos a lo largo de su vida, ni siquiera la eternidad le pareció tan larga como la infancia de Eneas.
Eneas odiaba el interior del palacio. Detestaba el sol, pero tampoco soportaba pasar demasiado tiempo bajo la sombra. Protestaba con el aroma del incienso y gritaba cuando ella dejaba de moverse. No le permitía quedarse quieta demasiado tiempo, eso, lejos de ayudar, lo alteraba. Probó suerte con algunos de los consejos de la reina Temiste y de thithē Ligeia, la anciana nodriza de Anquises, pero ninguno dio resultado. Lo único que realmente parecía funcionar eran los paseos por el jardín del palacio, que más que jardín, más bien era un frondoso bosque de hojas verdes escondido entre las murallas y las visitas a la playa. Le encantaba cuando ella le sumergía los pies en la espuma marina que oscurecía la arena al romper las olas, eso lograba arrancarle una sonrisa.
Sus parpados comenzaban a cerrarse cuando el llanto de Eneas la despertó de golpe. Su pecho se sacudió, se frotó los ojos con los dedos antes de deslizarse fuera de la cama y salir al solitario pasillo. A menudo pensaba en su antigua vida y en todo lo que había dejado atrás al renunciar temporalmente a su divinidad, como en ese instante en el que se acercó a la cuna de su hijo para tomarlo entre sus brazos. Si aún fuera una diosa y no una mortal, aquel cansancio que le pesaba en los hombros y parpados grises no existiría.
────Oh, mi dulce príncipe… ¿qué ocurre? Ven, deja que te cargue un poco ─y aun con todo ese agotamiento, no dejó de sonreírle. Jamás dejaría de hacerlo.
Se aseguró de alimentarlo y permaneció un largo rato junto a él. Le cantó una canción mientras caminaba en la oscuridad, y al recostarlo nuevamente en su cuna, le hizo cosquillas en la pancita. Como respuesta, el pequeño balbuceó algo, le sonrió y rio. Era la risa más preciosa y melodiosa que había escuchado jamás. El cansancio se disipó de su cuerpo; soltó una risa entrecortada y permitió que el sonido de su voz la llenara de fuerza, haciendo brotar desde lo más profundo de su pecho un amor tan intenso que le costaba creer que su corazón pudiera contenerlo sin romperse.
Entonces comprendió que el amor de una madre no conocía límites. Sería capaz de hacer sangrar a este mundo por su hijo, caminar entre las brasas del fuego con los pies desnudos y desafiar a cualquier monstruo o deidad. Los convertiría en polvo de estrellas y lo esparciría en la inmensidad de la bóveda celeste si eso aseguraba la felicidad y bienestar de su pequeño.
No advirtió el momento en que se quedó dormida junto a la cuna de su hijo, rodeándola con los brazos. Su corazón mortal latía débilmente, pero en paz.
El amor que corría por sus venas era de una clase que los dioses no comprendían. No pertenecía a su naturaleza inmortal, tan distante del corazón humano, y sin embargo era la devoción que codiciaban con tanta hambre y anhelo. Un amor que no pedía adoración, ni ofrendas de vino o miel, ni templos con altares humeantes. Era un sentimiento sin medida, sin pausa ni descanso. Le exigía entregarse por completo en cuerpo y alma; exponerla a una peligrosa mezcla entre la ternura y el miedo a no tener nada bajo control, una mezcla tan intensa que la desbordaba cada vez que Eneas la miraba con sus ojitos brillantes, asomando la cabecita curiosa mientras ella preparaba ungüentos, aceites, baños o pañales.
Sí, añoraba su antigua vida. Era cierto. Y aún así, jamás cambiaría ese cansancio por la calma inmortal que una vez conoció. Haría ese y mil sacrificios más por él.
Durmió plácidamente en un dulce sueño. Tenía una razón para levantarse y luchar un día más.