La mansión de Aurelian Kwon yacía envuelta en la penumbra, como si incluso la noche temiera perturbar la calma del dios del fuego. Afuera, el viento se arrastraba entre los jardines de mármol y las estatuas de antiguos amantes petrificados, pero dentro… sólo reinaba el sonido suave del papel al deslizarse entre sus dedos.

Una vela solitaria ardía sobre el escritorio de ónix, y su llama —dorada como su cabello— danzaba al ritmo de su respiración. La luz acariciaba su rostro, revelando los destellos carmesí de su mirada, esa mezcla imposible entre deseo y divinidad que pocos podían sostener sin perder el aliento.
Frente a él, abierto sobre la superficie pulida, reposaba un manuscrito: su más reciente obra, aún oculta del mundo mortal. “El Himno del Cuerpo y del Alma.” Una historia que no solo narraba el encuentro entre dioses y hombres, sino el del fuego con la carne, el del deseo con la eternidad.

Sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, casi cruel, mientras su voz —grave, templada, hipnótica— empezó a recitar lo que había escrito:

“Y cuando su aliento tocó mi piel, el universo ardió en silencio.
No había cielo ni infierno, solo el cuerpo… solo el alma…
y el fuego que los unía.”

Las palabras parecieron despertar algo antiguo en la habitación. El aire se volvió cálido, la vela se alzó como si respondiera a su creador, y el resplandor del fuego empezó a dibujar formas —silhuetas efímeras de cuerpos entrelazados, besos que se disolvían en humo dorado.

Aurelian observó su propia creación manifestarse ante él. No era magia, ni ilusión. Era la consecuencia natural de su poder. Todo lo que él imaginaba… ardía con vida.

Se recostó en el sillón de cuero oscuro, dejando que el silencio se llenara de respiraciones ajenas, ecos de pasión que solo los dioses podían soportar. Cerró el manuscrito lentamente, dejando reposar su mano sobre la tapa, como si temiera liberar otra tormenta de fuego.

—Ningún mortal está listo para esto aún —murmuró, su voz profunda rompiendo la quietud—. Ni siquiera los dioses deberían leerme cuando ardo.

La llama titiló, como si lo desafiara. Y por un instante, en sus ojos dorados, se encendió un brillo nuevo: el del creador que no teme al pecado… porque él mismo es la tentación hecha carne.

En algún rincón del cuarto, la oscuridad susurró su nombre —como si el propio deseo lo reclamara.
Aurelian sonrió.
Sabía que pronto, cuando la luna se rindiera al sol, el mundo entero conocería su obra… y ardería con ella.
La mansión de Aurelian Kwon yacía envuelta en la penumbra, como si incluso la noche temiera perturbar la calma del dios del fuego. Afuera, el viento se arrastraba entre los jardines de mármol y las estatuas de antiguos amantes petrificados, pero dentro… sólo reinaba el sonido suave del papel al deslizarse entre sus dedos. Una vela solitaria ardía sobre el escritorio de ónix, y su llama —dorada como su cabello— danzaba al ritmo de su respiración. La luz acariciaba su rostro, revelando los destellos carmesí de su mirada, esa mezcla imposible entre deseo y divinidad que pocos podían sostener sin perder el aliento. Frente a él, abierto sobre la superficie pulida, reposaba un manuscrito: su más reciente obra, aún oculta del mundo mortal. “El Himno del Cuerpo y del Alma.” Una historia que no solo narraba el encuentro entre dioses y hombres, sino el del fuego con la carne, el del deseo con la eternidad. Sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, casi cruel, mientras su voz —grave, templada, hipnótica— empezó a recitar lo que había escrito: “Y cuando su aliento tocó mi piel, el universo ardió en silencio. No había cielo ni infierno, solo el cuerpo… solo el alma… y el fuego que los unía.” Las palabras parecieron despertar algo antiguo en la habitación. El aire se volvió cálido, la vela se alzó como si respondiera a su creador, y el resplandor del fuego empezó a dibujar formas —silhuetas efímeras de cuerpos entrelazados, besos que se disolvían en humo dorado. Aurelian observó su propia creación manifestarse ante él. No era magia, ni ilusión. Era la consecuencia natural de su poder. Todo lo que él imaginaba… ardía con vida. Se recostó en el sillón de cuero oscuro, dejando que el silencio se llenara de respiraciones ajenas, ecos de pasión que solo los dioses podían soportar. Cerró el manuscrito lentamente, dejando reposar su mano sobre la tapa, como si temiera liberar otra tormenta de fuego. —Ningún mortal está listo para esto aún —murmuró, su voz profunda rompiendo la quietud—. Ni siquiera los dioses deberían leerme cuando ardo. La llama titiló, como si lo desafiara. Y por un instante, en sus ojos dorados, se encendió un brillo nuevo: el del creador que no teme al pecado… porque él mismo es la tentación hecha carne. En algún rincón del cuarto, la oscuridad susurró su nombre —como si el propio deseo lo reclamara. Aurelian sonrió. Sabía que pronto, cuando la luna se rindiera al sol, el mundo entero conocería su obra… y ardería con ella.
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