La soledad era la mejor amante de todas.

La época, el clima, las festividades.
Todo parece diseñado para compartirse.
El aire huele a café, a pan caliente, a conversaciones ajenas.
Las luces titilan sobre las calles, los escaparates se llenan de adornos,
y la ciudad se disfraza de alegría para no revelar lo cansada que está.

Antes, yo también formaba parte de esa ilusión.
Recuerdo haber caminado de su mano, buscando algún lugar tranquilo donde el silencio no pesara.
Me gustaba observarla elegir el postre, discutir sobre trivialidades,
esas pequeñas costumbres que uno solo entiende cuando ya no las tiene.

Ahora camino solo.
No porque me haya propuesto ser libre, sino porque ya no queda nadie que camine conmigo.
Los restaurantes siguen abiertos, las calles siguen siendo las mismas,
pero la comida ha perdido su gusto, y las luces me parecen demasiado brillantes.
Aun así, no me quejo.
El mundo nunca prometió compañía, y la soledad, con el tiempo, aprendió a ser suficiente.

He descubierto que la soledad es una amante precisa:
no exige nada, no pregunta, no reprocha.
Se sienta junto a mí cuando escribo, respira despacio,
me observa sin juzgar y espera a que termine cada párrafo para recordarme que sigo aquí,
aunque no haya nadie más.

A veces pienso en salir, en comprar boletos para algún evento,
pero al final los regalo.
No porque desprecie la vida afuera, sino porque hay algo honestamente bello en no fingir interés.
La soledad tiene esa virtud: te enseña a dejar de mentirle al mundo.

Y quizás eso sea lo más cercano al amor verdadero que me queda.
Un silencio compartido conmigo mismo,
sin promesas, sin expectativas, sin necesidad de entender nada.
Solo la certeza de que, después de todo,
nadie me ha conocido tan bien como ella.
La soledad era la mejor amante de todas. La época, el clima, las festividades. Todo parece diseñado para compartirse. El aire huele a café, a pan caliente, a conversaciones ajenas. Las luces titilan sobre las calles, los escaparates se llenan de adornos, y la ciudad se disfraza de alegría para no revelar lo cansada que está. Antes, yo también formaba parte de esa ilusión. Recuerdo haber caminado de su mano, buscando algún lugar tranquilo donde el silencio no pesara. Me gustaba observarla elegir el postre, discutir sobre trivialidades, esas pequeñas costumbres que uno solo entiende cuando ya no las tiene. Ahora camino solo. No porque me haya propuesto ser libre, sino porque ya no queda nadie que camine conmigo. Los restaurantes siguen abiertos, las calles siguen siendo las mismas, pero la comida ha perdido su gusto, y las luces me parecen demasiado brillantes. Aun así, no me quejo. El mundo nunca prometió compañía, y la soledad, con el tiempo, aprendió a ser suficiente. He descubierto que la soledad es una amante precisa: no exige nada, no pregunta, no reprocha. Se sienta junto a mí cuando escribo, respira despacio, me observa sin juzgar y espera a que termine cada párrafo para recordarme que sigo aquí, aunque no haya nadie más. A veces pienso en salir, en comprar boletos para algún evento, pero al final los regalo. No porque desprecie la vida afuera, sino porque hay algo honestamente bello en no fingir interés. La soledad tiene esa virtud: te enseña a dejar de mentirle al mundo. Y quizás eso sea lo más cercano al amor verdadero que me queda. Un silencio compartido conmigo mismo, sin promesas, sin expectativas, sin necesidad de entender nada. Solo la certeza de que, después de todo, nadie me ha conocido tan bien como ella.
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