El fin del mundo
𝕯𝖊𝖗𝖆𝖓 𝕳𝖊𝖑𝖑
Como rara vez pasaba, la alarma nunca sonó, y la mañana la tomó por sorpresa como quien despierta en una ciudad que ha decidido moverse sin avisarle. Lilian se tuvo que incorporar de un salto, el cabello rubio desordenado en un halo que apenas contenía con los dedos, y dejó la taza a medio terminar sobre la mesita y salió de su apartamento con la chaqueta aún desabrochada, una manga por dentro de una prisa que parecía tener su propia cadencia. Toronto respiraba frío y concreto; el pavimento olía a lluvia reciente y a gasolina, y los edificios levantaban ojos de vidrio que la miraban pasar. Corrió bajando las escaleras a prisa saludando solo a la vieja Lauren que como siempre le dijo “buenos días lili” y ella tan amable aunque con prisas respondido “buenos días señora Lau” aunque parecía tonto, la vieja Lau era su mejor amiga en el edificio, ambas igual de solas, una vez en el suelo corrió como quien huye de un recuerdo, sin mirar atrás, con la certeza inexplicable de que si se detenía el día la alcanzaría.
El autobús al centro no era más que una línea entre su vida de mañanas y sus horas de tarde: el pequeño restaurante familiar en el corazón del centro —las mesas con mantel a cuadros, la cocina que olía a pan recién hecho y sopa de pollo— la esperaba para sostenerla con su ritmo sencillo, solo pedir ordenes, hacer sonreír a niños y tal vez escuchar uno que otro chisme.
A mitad de cuadra, dando una vuelta choco aprisa con alguien, su cuerpo claramente cayo a el suelo, pero el tiempo no aguardaba
-Lo siento.. perdona- Su bufanda junto a su celular ambos cayeron, pero apenas se dio cuenta, simplemente tomo rápido su bufanda de cuadros con solo un objetivo, no perder el autobús, olvidado por completo su celular en el suelo junto al desconocido, gracias a sus ágiles piernas logro subir sin notar el peso que había dejado atrás. En su cabeza ya repetía sonrisas, nombres de clientes, el orden de la mesa tres. El conductor le dio un gesto corto, la ciudad desfiló y ella tomo asiento, respirando finalmente por poder llegar a el trabajo, No fue hasta que las luces del restaurante —esas lámparas que parecían pequeñas lunas de consumo— la saludaron con su cálida indiferencia que sintió el hueco. Buscó el teléfono en el bolsillo con la misma delicadeza con la que abre un libro por la página correcta, y el frío de la ausencia le golpeó en el estómago.
Miró el autobús irse esperando que le devolviera lo que le había quitado. El teléfono no apareció. Un murmullo sin nombre se paseó por su garganta —molesto, urgente— pero lo tragó. Había una regla antigua que sostenía: perder cosas casi nunca era tan peligroso como perder el control en público.
Se permitió, apenas un segundo, la imagen de su teléfono tumbado en la acera, la pantalla encendida con notificaciones ajenas; la posibilidad de que un desconocido lo hubiera recogido y curioseara sus mensajes —esas líneas íntimas donde, por la noche, vaciaba todo lo que la existencia le negaba— la dejó con la piel de gallina. Su escritura, sus borradores sin guardar, las confesiones dirigidas a personajes que solo existían para ella; todo eso podía estar en manos ajenas. La idea le ardió como un hierro caliente.
Respiró, respiró otra vez. La profesionalidad la abrazó como un viejo abrigo: sonrisa pulida, paso controlado, saludos precisos, un aura cálida que decía que todo estaba perfecto, cuando internamente grita y se desesperaba, muchos podrían decir que exageraban cuando los jóvenes decían que el celular era su todo, en el caso de Lilian, con una mala memoria y plena confianza en que jamas perdería su celular, si, era fin del mundo
Como rara vez pasaba, la alarma nunca sonó, y la mañana la tomó por sorpresa como quien despierta en una ciudad que ha decidido moverse sin avisarle. Lilian se tuvo que incorporar de un salto, el cabello rubio desordenado en un halo que apenas contenía con los dedos, y dejó la taza a medio terminar sobre la mesita y salió de su apartamento con la chaqueta aún desabrochada, una manga por dentro de una prisa que parecía tener su propia cadencia. Toronto respiraba frío y concreto; el pavimento olía a lluvia reciente y a gasolina, y los edificios levantaban ojos de vidrio que la miraban pasar. Corrió bajando las escaleras a prisa saludando solo a la vieja Lauren que como siempre le dijo “buenos días lili” y ella tan amable aunque con prisas respondido “buenos días señora Lau” aunque parecía tonto, la vieja Lau era su mejor amiga en el edificio, ambas igual de solas, una vez en el suelo corrió como quien huye de un recuerdo, sin mirar atrás, con la certeza inexplicable de que si se detenía el día la alcanzaría.
El autobús al centro no era más que una línea entre su vida de mañanas y sus horas de tarde: el pequeño restaurante familiar en el corazón del centro —las mesas con mantel a cuadros, la cocina que olía a pan recién hecho y sopa de pollo— la esperaba para sostenerla con su ritmo sencillo, solo pedir ordenes, hacer sonreír a niños y tal vez escuchar uno que otro chisme.
A mitad de cuadra, dando una vuelta choco aprisa con alguien, su cuerpo claramente cayo a el suelo, pero el tiempo no aguardaba
-Lo siento.. perdona- Su bufanda junto a su celular ambos cayeron, pero apenas se dio cuenta, simplemente tomo rápido su bufanda de cuadros con solo un objetivo, no perder el autobús, olvidado por completo su celular en el suelo junto al desconocido, gracias a sus ágiles piernas logro subir sin notar el peso que había dejado atrás. En su cabeza ya repetía sonrisas, nombres de clientes, el orden de la mesa tres. El conductor le dio un gesto corto, la ciudad desfiló y ella tomo asiento, respirando finalmente por poder llegar a el trabajo, No fue hasta que las luces del restaurante —esas lámparas que parecían pequeñas lunas de consumo— la saludaron con su cálida indiferencia que sintió el hueco. Buscó el teléfono en el bolsillo con la misma delicadeza con la que abre un libro por la página correcta, y el frío de la ausencia le golpeó en el estómago.
Miró el autobús irse esperando que le devolviera lo que le había quitado. El teléfono no apareció. Un murmullo sin nombre se paseó por su garganta —molesto, urgente— pero lo tragó. Había una regla antigua que sostenía: perder cosas casi nunca era tan peligroso como perder el control en público.
Se permitió, apenas un segundo, la imagen de su teléfono tumbado en la acera, la pantalla encendida con notificaciones ajenas; la posibilidad de que un desconocido lo hubiera recogido y curioseara sus mensajes —esas líneas íntimas donde, por la noche, vaciaba todo lo que la existencia le negaba— la dejó con la piel de gallina. Su escritura, sus borradores sin guardar, las confesiones dirigidas a personajes que solo existían para ella; todo eso podía estar en manos ajenas. La idea le ardió como un hierro caliente.
Respiró, respiró otra vez. La profesionalidad la abrazó como un viejo abrigo: sonrisa pulida, paso controlado, saludos precisos, un aura cálida que decía que todo estaba perfecto, cuando internamente grita y se desesperaba, muchos podrían decir que exageraban cuando los jóvenes decían que el celular era su todo, en el caso de Lilian, con una mala memoria y plena confianza en que jamas perdería su celular, si, era fin del mundo
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Como rara vez pasaba, la alarma nunca sonó, y la mañana la tomó por sorpresa como quien despierta en una ciudad que ha decidido moverse sin avisarle. Lilian se tuvo que incorporar de un salto, el cabello rubio desordenado en un halo que apenas contenía con los dedos, y dejó la taza a medio terminar sobre la mesita y salió de su apartamento con la chaqueta aún desabrochada, una manga por dentro de una prisa que parecía tener su propia cadencia. Toronto respiraba frío y concreto; el pavimento olía a lluvia reciente y a gasolina, y los edificios levantaban ojos de vidrio que la miraban pasar. Corrió bajando las escaleras a prisa saludando solo a la vieja Lauren que como siempre le dijo “buenos días lili” y ella tan amable aunque con prisas respondido “buenos días señora Lau” aunque parecía tonto, la vieja Lau era su mejor amiga en el edificio, ambas igual de solas, una vez en el suelo corrió como quien huye de un recuerdo, sin mirar atrás, con la certeza inexplicable de que si se detenía el día la alcanzaría.
El autobús al centro no era más que una línea entre su vida de mañanas y sus horas de tarde: el pequeño restaurante familiar en el corazón del centro —las mesas con mantel a cuadros, la cocina que olía a pan recién hecho y sopa de pollo— la esperaba para sostenerla con su ritmo sencillo, solo pedir ordenes, hacer sonreír a niños y tal vez escuchar uno que otro chisme.
A mitad de cuadra, dando una vuelta choco aprisa con alguien, su cuerpo claramente cayo a el suelo, pero el tiempo no aguardaba
-Lo siento.. perdona- Su bufanda junto a su celular ambos cayeron, pero apenas se dio cuenta, simplemente tomo rápido su bufanda de cuadros con solo un objetivo, no perder el autobús, olvidado por completo su celular en el suelo junto al desconocido, gracias a sus ágiles piernas logro subir sin notar el peso que había dejado atrás. En su cabeza ya repetía sonrisas, nombres de clientes, el orden de la mesa tres. El conductor le dio un gesto corto, la ciudad desfiló y ella tomo asiento, respirando finalmente por poder llegar a el trabajo, No fue hasta que las luces del restaurante —esas lámparas que parecían pequeñas lunas de consumo— la saludaron con su cálida indiferencia que sintió el hueco. Buscó el teléfono en el bolsillo con la misma delicadeza con la que abre un libro por la página correcta, y el frío de la ausencia le golpeó en el estómago.
Miró el autobús irse esperando que le devolviera lo que le había quitado. El teléfono no apareció. Un murmullo sin nombre se paseó por su garganta —molesto, urgente— pero lo tragó. Había una regla antigua que sostenía: perder cosas casi nunca era tan peligroso como perder el control en público.
Se permitió, apenas un segundo, la imagen de su teléfono tumbado en la acera, la pantalla encendida con notificaciones ajenas; la posibilidad de que un desconocido lo hubiera recogido y curioseara sus mensajes —esas líneas íntimas donde, por la noche, vaciaba todo lo que la existencia le negaba— la dejó con la piel de gallina. Su escritura, sus borradores sin guardar, las confesiones dirigidas a personajes que solo existían para ella; todo eso podía estar en manos ajenas. La idea le ardió como un hierro caliente.
Respiró, respiró otra vez. La profesionalidad la abrazó como un viejo abrigo: sonrisa pulida, paso controlado, saludos precisos, un aura cálida que decía que todo estaba perfecto, cuando internamente grita y se desesperaba, muchos podrían decir que exageraban cuando los jóvenes decían que el celular era su todo, en el caso de Lilian, con una mala memoria y plena confianza en que jamas perdería su celular, si, era fin del mundo
Tipo
Individual
Líneas
7
Estado
Disponible

