La mañana comenzó bastante interesante, dormido su mujer decidió despertarle en todos los sentidos, comenzó con unos besitos por aquí y por allá terminando con una felación bastante excitante que lo despertó.

Jugaron, se dieron amor y tras la ducha le apetecía chinchar a su esposa.
Ella estaba frente al espejo, absorta, concentrada en cada trazo como si de ello dependiera el destino del día.
Él, recostado cerca, la observaba con la fascinación distraída de quien ama, pero no entiende del todo el ritual que presencia. — Ese de tener que maquillarse, si ya la veía hermosa.—

Entonces, en un impulso tan inocente como imprudente, acercó la mano y hundió el dedo en el colorete.
La polvareda rosada se le quedó pegada al dedo como una prueba del crimen.
La miró, desconcertado.

—Bien, ¿y ahora qué hago con esto? —preguntó, sincero, sin saber si aquella sustancia mágica se aplicaba en los ojos, las mejillas o los labios.

Ella levantó una ceja con una mezcla de asombro y resignación.
—Eso se usa con una brocha.

Él se encogió de hombros, riendo.
—¿Con brocha y todo? Ni que fueras a pintar la fachada de la tienda…

Y sin pensarlo más, le pasó el dedo por la mejilla.
Una mancha rosa apareció como una pequeña ofensa.
Después vino otra. Y otra.
—Ups… tienes una mancha aquí —dijo, mientras esparcía tres más, dibujando líneas traviesas sobre su rostro—. Pareces una india.

La risa le brotó antes de darse cuenta de que había firmado su sentencia.
Ella lo miró con una furia contenida que ni el amor podía disimular. Ella no se reía.

Respiró hondo.
—Por tu culpa voy a tardar treinta minutos más —declaró con voz tensa, y tras una breve pausa, añadió con firmeza—: Y dos días sin sexo.

Él se giró desde la habitación, con la toalla en la cintura y una sonrisa tan insolente como peligrosa.
—¡Que no te hace faaalta! —gritó con voz burlona, secándose el pelo como si acabara de ganar una discusión.

Desnudo, colgó la toalla y se acercó con paso confiado.
—Sabes que tú también te castigas, ¿no? —le dijo mientras se señalaba el cuerpo, con descaro—. Todo esto no se va a quedar sin coger dos días.

Le guiñó el ojo y se fue a ponerse los bóxers, ajeno al incendio que acababa de provocar.

Ella, aún frente al espejo, apretó los labios. Lo miró de arriba abajo y, con voz helada, replicó:
—Espero que no estés insinuando nada raro, Volkøv.

Lo decía medio en serio, medio celosa.
Él solo sonrió.
—Ah… puedes interpretarlo como gustes.

Fue suficiente, Isla respiró profundamente, volvió a su maquillaje —esta vez con furia artística— y terminó su obra maestra.
Cuando él volvió a aparecer, la amenazó con gesto severo:
—Te doy cinco minutos más. Si no, tiro todo ese maquillaje.

—Sería lo último que harías —respondió ella sin mirarlo, con un tono tan sereno que resultaba más peligroso que un grito.

Guardó cada frasco, cada brocha, con un control que solo daban los nervios templados por el orgullo.
Después, tomó su bolso, se levantó y anunció con sequedaa.
—Ya acabé.

Él la siguió, incapaz de resistirse a la provocación.
—Oh, qué rápida eres cuando quieres.

Ella rodó los ojos, salió sin esperarlo, y se metió en el coche sin decir palabra.
Él llegó detrás, aún riendo, como si no hubiera entendido que la guerrs había comenzado oficialmente.

En el interior del vehículo reinaba un silencio espeso.
Ella, con los brazos cruzados, miraba al frente.
Él, al volante, aún sonreía, satisfecho con su travesura.

Pero su esposa decidió torturarle al volante. Mientras conducía le desabrochó los pantalones buscándole y le encontró, le hizo una rica felación y no puede estar más enamorado de ella, se reconciliaron follando como animales en el auto.

Isla Rowan
La mañana comenzó bastante interesante, dormido su mujer decidió despertarle en todos los sentidos, comenzó con unos besitos por aquí y por allá terminando con una felación bastante excitante que lo despertó. Jugaron, se dieron amor y tras la ducha le apetecía chinchar a su esposa. Ella estaba frente al espejo, absorta, concentrada en cada trazo como si de ello dependiera el destino del día. Él, recostado cerca, la observaba con la fascinación distraída de quien ama, pero no entiende del todo el ritual que presencia. — Ese de tener que maquillarse, si ya la veía hermosa.— Entonces, en un impulso tan inocente como imprudente, acercó la mano y hundió el dedo en el colorete. La polvareda rosada se le quedó pegada al dedo como una prueba del crimen. La miró, desconcertado. —Bien, ¿y ahora qué hago con esto? —preguntó, sincero, sin saber si aquella sustancia mágica se aplicaba en los ojos, las mejillas o los labios. Ella levantó una ceja con una mezcla de asombro y resignación. —Eso se usa con una brocha. Él se encogió de hombros, riendo. —¿Con brocha y todo? Ni que fueras a pintar la fachada de la tienda… Y sin pensarlo más, le pasó el dedo por la mejilla. Una mancha rosa apareció como una pequeña ofensa. Después vino otra. Y otra. —Ups… tienes una mancha aquí —dijo, mientras esparcía tres más, dibujando líneas traviesas sobre su rostro—. Pareces una india. La risa le brotó antes de darse cuenta de que había firmado su sentencia. Ella lo miró con una furia contenida que ni el amor podía disimular. Ella no se reía. Respiró hondo. —Por tu culpa voy a tardar treinta minutos más —declaró con voz tensa, y tras una breve pausa, añadió con firmeza—: Y dos días sin sexo. Él se giró desde la habitación, con la toalla en la cintura y una sonrisa tan insolente como peligrosa. —¡Que no te hace faaalta! —gritó con voz burlona, secándose el pelo como si acabara de ganar una discusión. Desnudo, colgó la toalla y se acercó con paso confiado. —Sabes que tú también te castigas, ¿no? —le dijo mientras se señalaba el cuerpo, con descaro—. Todo esto no se va a quedar sin coger dos días. Le guiñó el ojo y se fue a ponerse los bóxers, ajeno al incendio que acababa de provocar. Ella, aún frente al espejo, apretó los labios. Lo miró de arriba abajo y, con voz helada, replicó: —Espero que no estés insinuando nada raro, Volkøv. Lo decía medio en serio, medio celosa. Él solo sonrió. —Ah… puedes interpretarlo como gustes. Fue suficiente, Isla respiró profundamente, volvió a su maquillaje —esta vez con furia artística— y terminó su obra maestra. Cuando él volvió a aparecer, la amenazó con gesto severo: —Te doy cinco minutos más. Si no, tiro todo ese maquillaje. —Sería lo último que harías —respondió ella sin mirarlo, con un tono tan sereno que resultaba más peligroso que un grito. Guardó cada frasco, cada brocha, con un control que solo daban los nervios templados por el orgullo. Después, tomó su bolso, se levantó y anunció con sequedaa. —Ya acabé. Él la siguió, incapaz de resistirse a la provocación. —Oh, qué rápida eres cuando quieres. Ella rodó los ojos, salió sin esperarlo, y se metió en el coche sin decir palabra. Él llegó detrás, aún riendo, como si no hubiera entendido que la guerrs había comenzado oficialmente. En el interior del vehículo reinaba un silencio espeso. Ella, con los brazos cruzados, miraba al frente. Él, al volante, aún sonreía, satisfecho con su travesura. Pero su esposa decidió torturarle al volante. Mientras conducía le desabrochó los pantalones buscándole y le encontró, le hizo una rica felación y no puede estar más enamorado de ella, se reconciliaron follando como animales en el auto. [legend_peridot_mule_195]
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