"Han pasado veinte ciclos desde aquel suceso que aún tiembla en la médula del tiempo, veinte giros de un sol que parece más viejo y más doliente con cada amanecer, veinte respiraciones del mundo en cuyo pulso se entrelazan las memorias de los caídos. Sobre mis hombros recayó el peso del deber compartido, ese yugo invisible que arde como hierro sobre la carne del alma, marcado por la ausencia de mis hermanos, aquellos que abrazaron el frío eterno con la resignación de un cometa que se entrega al vacío, besando con su luz moribunda la superficie de un planeta que apenas osa exhalar su primer suspiro.
Veinte largos ciclos... y aún ellos, los espectros del deber, no se detienen. Jamás lo harán. Y en esa perpetuidad funesta se justifica mi presencia, mi condena y mi propósito: detener aquello que los hombres, al mirar, son incapaces de comprender antes de ser devorados por las fauces abisales de las blasfemias vivientes. Seres cuyo origen se enreda en los hilos que los dioses, crueles artesanos, tejieron sobre los cadáveres de estrellas putrefactas, deleitándose en su propia creación como niños que juegan con las sombras de un fuego que no entienden. Pensaron, en su arrogancia, que sus engendros jamás se alzarían contra ellos; pero el eco del sufrimiento también aprende a respirar.
Ahora esas criaturas respiran, y su hálito pestilente se esparce más allá del circo moribundo donde fueron gestadas. Se revuelven en la carne de los hombres, reclamando su libertad con el aliento de los condenados. Y, como ironía de las divinidades, su quietud sólo encuentra reposo en el filo de mi espada, en la responsabilidad que me fue otorgada como una sentencia, no como un honor. Pues allí, donde ninguna lengua osa pronunciar nombre, debo recorrer los senderos olvidados por los bardos, caminos que duermen bajo siglos de silencio y sangre. En esos parajes prohibidos, las palabras se derriten como cera, y la fe se pudre en los labios de los más devotos del Sagrado Cónclave de la Llama Inmaculada, cuyos clérigos hierven su alma en rezos estériles, clamando por una paz que ellos mismos negaron al crear monstruos con las manos ensangrentadas de su dios.
Hipócritas... todos ellos.
Y sin embargo, aquí me encuentro. Tras escuchar, entre los ecos apagados de una taberna olvidada, el rumor de una entidad que acecha en las entrañas de una vieja taiga donde el invierno sepulta los secretos de épocas que ya nadie recuerda. Allí, donde los árboles se inclinan como testigos petrificados ante el peso de las historias no contadas. Aquí estoy, tras haber visto cómo las espadas yacen clavadas en la tierra, cual rosas fúnebres nacidas del hierro y la desesperación, entrelazadas en los brazos de los árboles que ya las reclamaron como parte de su osario natural. Las armaduras, desprovistas de propósito, se erigen ahora como tumbas sin nombre de quienes osaron caminar más allá del límite de la razón: valientes, insensatos, o simplemente avariciosos... todos unidos por el mismo destino.
Y aquí permanezco, comprendiendo lo que ellos no alcanzaron a entender: que, en ocasiones, el monstruo no se elige. Se esculpe, poco a poco, en el silencio de la culpa, en el frío que persiste incluso cuando el fuego se extingue. Que a veces... uno no decide ser un monstruo; simplemente se despierta un día y descubre que el reflejo en la oscuridad lo ha estado observando desde siempre."
Veinte largos ciclos... y aún ellos, los espectros del deber, no se detienen. Jamás lo harán. Y en esa perpetuidad funesta se justifica mi presencia, mi condena y mi propósito: detener aquello que los hombres, al mirar, son incapaces de comprender antes de ser devorados por las fauces abisales de las blasfemias vivientes. Seres cuyo origen se enreda en los hilos que los dioses, crueles artesanos, tejieron sobre los cadáveres de estrellas putrefactas, deleitándose en su propia creación como niños que juegan con las sombras de un fuego que no entienden. Pensaron, en su arrogancia, que sus engendros jamás se alzarían contra ellos; pero el eco del sufrimiento también aprende a respirar.
Ahora esas criaturas respiran, y su hálito pestilente se esparce más allá del circo moribundo donde fueron gestadas. Se revuelven en la carne de los hombres, reclamando su libertad con el aliento de los condenados. Y, como ironía de las divinidades, su quietud sólo encuentra reposo en el filo de mi espada, en la responsabilidad que me fue otorgada como una sentencia, no como un honor. Pues allí, donde ninguna lengua osa pronunciar nombre, debo recorrer los senderos olvidados por los bardos, caminos que duermen bajo siglos de silencio y sangre. En esos parajes prohibidos, las palabras se derriten como cera, y la fe se pudre en los labios de los más devotos del Sagrado Cónclave de la Llama Inmaculada, cuyos clérigos hierven su alma en rezos estériles, clamando por una paz que ellos mismos negaron al crear monstruos con las manos ensangrentadas de su dios.
Hipócritas... todos ellos.
Y sin embargo, aquí me encuentro. Tras escuchar, entre los ecos apagados de una taberna olvidada, el rumor de una entidad que acecha en las entrañas de una vieja taiga donde el invierno sepulta los secretos de épocas que ya nadie recuerda. Allí, donde los árboles se inclinan como testigos petrificados ante el peso de las historias no contadas. Aquí estoy, tras haber visto cómo las espadas yacen clavadas en la tierra, cual rosas fúnebres nacidas del hierro y la desesperación, entrelazadas en los brazos de los árboles que ya las reclamaron como parte de su osario natural. Las armaduras, desprovistas de propósito, se erigen ahora como tumbas sin nombre de quienes osaron caminar más allá del límite de la razón: valientes, insensatos, o simplemente avariciosos... todos unidos por el mismo destino.
Y aquí permanezco, comprendiendo lo que ellos no alcanzaron a entender: que, en ocasiones, el monstruo no se elige. Se esculpe, poco a poco, en el silencio de la culpa, en el frío que persiste incluso cuando el fuego se extingue. Que a veces... uno no decide ser un monstruo; simplemente se despierta un día y descubre que el reflejo en la oscuridad lo ha estado observando desde siempre."
"Han pasado veinte ciclos desde aquel suceso que aún tiembla en la médula del tiempo, veinte giros de un sol que parece más viejo y más doliente con cada amanecer, veinte respiraciones del mundo en cuyo pulso se entrelazan las memorias de los caídos. Sobre mis hombros recayó el peso del deber compartido, ese yugo invisible que arde como hierro sobre la carne del alma, marcado por la ausencia de mis hermanos, aquellos que abrazaron el frío eterno con la resignación de un cometa que se entrega al vacío, besando con su luz moribunda la superficie de un planeta que apenas osa exhalar su primer suspiro.
Veinte largos ciclos... y aún ellos, los espectros del deber, no se detienen. Jamás lo harán. Y en esa perpetuidad funesta se justifica mi presencia, mi condena y mi propósito: detener aquello que los hombres, al mirar, son incapaces de comprender antes de ser devorados por las fauces abisales de las blasfemias vivientes. Seres cuyo origen se enreda en los hilos que los dioses, crueles artesanos, tejieron sobre los cadáveres de estrellas putrefactas, deleitándose en su propia creación como niños que juegan con las sombras de un fuego que no entienden. Pensaron, en su arrogancia, que sus engendros jamás se alzarían contra ellos; pero el eco del sufrimiento también aprende a respirar.
Ahora esas criaturas respiran, y su hálito pestilente se esparce más allá del circo moribundo donde fueron gestadas. Se revuelven en la carne de los hombres, reclamando su libertad con el aliento de los condenados. Y, como ironía de las divinidades, su quietud sólo encuentra reposo en el filo de mi espada, en la responsabilidad que me fue otorgada como una sentencia, no como un honor. Pues allí, donde ninguna lengua osa pronunciar nombre, debo recorrer los senderos olvidados por los bardos, caminos que duermen bajo siglos de silencio y sangre. En esos parajes prohibidos, las palabras se derriten como cera, y la fe se pudre en los labios de los más devotos del Sagrado Cónclave de la Llama Inmaculada, cuyos clérigos hierven su alma en rezos estériles, clamando por una paz que ellos mismos negaron al crear monstruos con las manos ensangrentadas de su dios.
Hipócritas... todos ellos.
Y sin embargo, aquí me encuentro. Tras escuchar, entre los ecos apagados de una taberna olvidada, el rumor de una entidad que acecha en las entrañas de una vieja taiga donde el invierno sepulta los secretos de épocas que ya nadie recuerda. Allí, donde los árboles se inclinan como testigos petrificados ante el peso de las historias no contadas. Aquí estoy, tras haber visto cómo las espadas yacen clavadas en la tierra, cual rosas fúnebres nacidas del hierro y la desesperación, entrelazadas en los brazos de los árboles que ya las reclamaron como parte de su osario natural. Las armaduras, desprovistas de propósito, se erigen ahora como tumbas sin nombre de quienes osaron caminar más allá del límite de la razón: valientes, insensatos, o simplemente avariciosos... todos unidos por el mismo destino.
Y aquí permanezco, comprendiendo lo que ellos no alcanzaron a entender: que, en ocasiones, el monstruo no se elige. Se esculpe, poco a poco, en el silencio de la culpa, en el frío que persiste incluso cuando el fuego se extingue. Que a veces... uno no decide ser un monstruo; simplemente se despierta un día y descubre que el reflejo en la oscuridad lo ha estado observando desde siempre."
