El amanecer apenas empezaba a teñir los edificios de Shibuya en tonos rosados cuando Amane dobló la esquina de siempre.
El vapor suave de los puestos callejeros se mezclaba con el aroma a pan dulce, y la rutina se repetía con la precisión de un reloj que no conoce descanso.
Cada mañana, antes de abrir su pastelería, se detenía frente al pequeño carrito metálico donde un anciano vendía bebidas frutales.
El sonido del tren pasaba a lo lejos, y la ciudad aún bostezaba.
—Lo de siempre, ¿verdad, Hanabira-san? —preguntó el hombre, sonriendo con las manos llenas de marcas por la edad.
—Lo de siempre —respondió ella con una sonrisa suave, dejando caer una moneda brillante sobre la mesa.
La lata fria entre sus manos, el sabor dulce de la sandía y esa primera brisa del día. eran su manera de recordarse que la vida, incluso entre tanto azúcar y cansancio, seguía siendo hermosa.
Cruzó la calle con paso ligero, el cabello oscuro moviéndose al ritmo del viento, y Bills —desde la ventana del apartamento— la observaba con ese aire felino que solo tienen los que esperan a alguien importante.
Era un inicio más,
un día más de dulzura y rutina.
Y quizás, como cada mañana, alguien nuevo se cruzaría con ella antes de que el primer mochi saliera del horno.
El vapor suave de los puestos callejeros se mezclaba con el aroma a pan dulce, y la rutina se repetía con la precisión de un reloj que no conoce descanso.
Cada mañana, antes de abrir su pastelería, se detenía frente al pequeño carrito metálico donde un anciano vendía bebidas frutales.
El sonido del tren pasaba a lo lejos, y la ciudad aún bostezaba.
—Lo de siempre, ¿verdad, Hanabira-san? —preguntó el hombre, sonriendo con las manos llenas de marcas por la edad.
—Lo de siempre —respondió ella con una sonrisa suave, dejando caer una moneda brillante sobre la mesa.
La lata fria entre sus manos, el sabor dulce de la sandía y esa primera brisa del día. eran su manera de recordarse que la vida, incluso entre tanto azúcar y cansancio, seguía siendo hermosa.
Cruzó la calle con paso ligero, el cabello oscuro moviéndose al ritmo del viento, y Bills —desde la ventana del apartamento— la observaba con ese aire felino que solo tienen los que esperan a alguien importante.
Era un inicio más,
un día más de dulzura y rutina.
Y quizás, como cada mañana, alguien nuevo se cruzaría con ella antes de que el primer mochi saliera del horno.
El amanecer apenas empezaba a teñir los edificios de Shibuya en tonos rosados cuando Amane dobló la esquina de siempre.
El vapor suave de los puestos callejeros se mezclaba con el aroma a pan dulce, y la rutina se repetía con la precisión de un reloj que no conoce descanso.
Cada mañana, antes de abrir su pastelería, se detenía frente al pequeño carrito metálico donde un anciano vendía bebidas frutales.
El sonido del tren pasaba a lo lejos, y la ciudad aún bostezaba.
—Lo de siempre, ¿verdad, Hanabira-san? —preguntó el hombre, sonriendo con las manos llenas de marcas por la edad.
—Lo de siempre —respondió ella con una sonrisa suave, dejando caer una moneda brillante sobre la mesa.
La lata fria entre sus manos, el sabor dulce de la sandía y esa primera brisa del día. eran su manera de recordarse que la vida, incluso entre tanto azúcar y cansancio, seguía siendo hermosa.
Cruzó la calle con paso ligero, el cabello oscuro moviéndose al ritmo del viento, y Bills —desde la ventana del apartamento— la observaba con ese aire felino que solo tienen los que esperan a alguien importante.
Era un inicio más,
un día más de dulzura y rutina.
Y quizás, como cada mañana, alguien nuevo se cruzaría con ella antes de que el primer mochi saliera del horno.

