La habitación estaba bañada por una luz rojiza proveniente del neón junto a la ventana. Luna Aurelian Reis se había tomado un raro momento para sí misma, lejos de las reuniones, los informes financieros y los susurros de la prensa.
Había vuelto de la gala la noche anterior, aún con el eco de los flashes en su mente… y aunque había sonreído ante el mundo, dentro de ella seguía ese silencio antiguo, el mismo que llevaba desde hacía años.

Ahora, sentada en el suelo de su vestidor, con el cabello suelto y una chaqueta informal, se observaba en el espejo del teléfono. Su reflejo ya no era el de la ejecutiva inquebrantable, sino el de una mujer que había aprendido a sobrevivir en la tormenta.
Una caja de cereal frente a ella, la cámara encendida, y una mueca traviesa que contrastaba con la elegancia fría con la que todos la conocían.
Apretó los labios, levantó dos dedos en señal de paz y se tomó la foto —una que probablemente nunca publicaría, pero que guardaría como recordatorio de que aún era humana, pese a todo.

—Mamá poderosa del año, comiendo cereal a las tres de la mañana… —murmuró con una sonrisa cansada, su voz apenas un suspiro.

El sonido de un mensaje entrante la hizo mirar la pantalla: era Eliana, preguntándole si había dormido algo.
Luna respondió con un emoji neutral, sin entrar en detalles. A veces no sabía cómo acercarse a sus hijos sin que la sombra del pasado se interpusiera.
Sain le hablaba poco, y cuando lo hacía, siempre con esa mezcla de distancia y respeto que le dolía más que cualquier herida.

Luna dejó el móvil a un lado, apoyando la cabeza en la pared. Miró su reflejo una vez más, pero esta vez no vio a la empresaria, ni a la madre, ni a la viuda, ni a la mujer traicionada.
Vio a Luna, simplemente.
La mujer que había construido un imperio desde sus cenizas y que, incluso en los días más solitarios, seguía encontrando fuerza en los pequeños gestos —en un espejo, una caja de cereal, y la certeza de que aún tenía más por vivir.

El sonido lejano de la lluvia golpeando los ventanales llenó el silencio.
Ella sonrió levemente, levantando otra vez el teléfono, capturando el instante.
Porque en esa soledad, en esa calma frágil, Luna Aurelian Reis no era un mito ni una leyenda… era solo una mujer que había aprendido a seguir brillando, incluso en la oscuridad.
La habitación estaba bañada por una luz rojiza proveniente del neón junto a la ventana. Luna Aurelian Reis se había tomado un raro momento para sí misma, lejos de las reuniones, los informes financieros y los susurros de la prensa. Había vuelto de la gala la noche anterior, aún con el eco de los flashes en su mente… y aunque había sonreído ante el mundo, dentro de ella seguía ese silencio antiguo, el mismo que llevaba desde hacía años. Ahora, sentada en el suelo de su vestidor, con el cabello suelto y una chaqueta informal, se observaba en el espejo del teléfono. Su reflejo ya no era el de la ejecutiva inquebrantable, sino el de una mujer que había aprendido a sobrevivir en la tormenta. Una caja de cereal frente a ella, la cámara encendida, y una mueca traviesa que contrastaba con la elegancia fría con la que todos la conocían. Apretó los labios, levantó dos dedos en señal de paz y se tomó la foto —una que probablemente nunca publicaría, pero que guardaría como recordatorio de que aún era humana, pese a todo. —Mamá poderosa del año, comiendo cereal a las tres de la mañana… —murmuró con una sonrisa cansada, su voz apenas un suspiro. El sonido de un mensaje entrante la hizo mirar la pantalla: era Eliana, preguntándole si había dormido algo. Luna respondió con un emoji neutral, sin entrar en detalles. A veces no sabía cómo acercarse a sus hijos sin que la sombra del pasado se interpusiera. Sain le hablaba poco, y cuando lo hacía, siempre con esa mezcla de distancia y respeto que le dolía más que cualquier herida. Luna dejó el móvil a un lado, apoyando la cabeza en la pared. Miró su reflejo una vez más, pero esta vez no vio a la empresaria, ni a la madre, ni a la viuda, ni a la mujer traicionada. Vio a Luna, simplemente. La mujer que había construido un imperio desde sus cenizas y que, incluso en los días más solitarios, seguía encontrando fuerza en los pequeños gestos —en un espejo, una caja de cereal, y la certeza de que aún tenía más por vivir. El sonido lejano de la lluvia golpeando los ventanales llenó el silencio. Ella sonrió levemente, levantando otra vez el teléfono, capturando el instante. Porque en esa soledad, en esa calma frágil, Luna Aurelian Reis no era un mito ni una leyenda… era solo una mujer que había aprendido a seguir brillando, incluso en la oscuridad.
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