Estaba sola en la cama, tumbada contra los cojines con el portátil cerrado a un lado, pero en realidad no estaba mirando nada. La habitación estaba en silencio, solo el reloj del pasillo marcaba los segundos, y me descubrí repasando todo lo que había pasado en mi vida hasta ese momento.
Si alguien me hubiera dicho hace diez años que yo iba a estar aquí, pensando en un futuro con una mujer, planeando una boda y hasta considerando hijos, me habría reído en su cara. Yo solo pensaba en sobrevivir, en no dejar que me destruyeran más de lo que ya lo habían hecho. Y ahora… ahora me sorprendía a mí misma imaginando algo tan simple como una casa en las afueras, un jardín pequeño donde poder fumar tranquila, y Ángela leyendo en una hamaca bajo el sol.
Cerré los ojos y me vi en esa escena: ella riéndose de alguna tontería que yo dijera, los dos gatos que tanto le gustaban persiguiéndose por el césped, y hasta un niño o una niña corriendo detrás de una pelota. Me asustaba un poco pensarlo, porque nunca creí estar hecha para ser madre, pero con ella la idea no me resultaba imposible. Es más, me parecía tentadora. Tener algo que fuera nuestro, algo limpio, lejos de toda la mierda que habíamos tenido que tragar.
Suspiré, pasándome una mano por el rostro. Lo nuestro no era normal. Dos mujeres con demasiadas cicatrices, marcadas por la violencia, por la muerte, por el miedo… y aún así habíamos encontrado un espacio donde poder ser simplemente Ángela y Alessia, sin disfraces ni máscaras. Y yo, la misma mujer que se había prometido no volver a sentir nada por nadie, me veía pensando en qué tipo de vestido llevaría en nuestra boda, o en cómo sonaría la risa de una hija nuestra.
—Me estás cambiando, Angela… —murmuré en voz baja, sabiendo que no estaba cerca para escucharlo.
Y aunque una parte de mí quería huir de ese pensamiento por miedo a perderlo todo, otra, la más fuerte, lo abrazaba con una calma nueva. Tal vez por primera vez en mi vida, la idea de un futuro no me parecía una broma cruel. Me parecía posible.
Si alguien me hubiera dicho hace diez años que yo iba a estar aquí, pensando en un futuro con una mujer, planeando una boda y hasta considerando hijos, me habría reído en su cara. Yo solo pensaba en sobrevivir, en no dejar que me destruyeran más de lo que ya lo habían hecho. Y ahora… ahora me sorprendía a mí misma imaginando algo tan simple como una casa en las afueras, un jardín pequeño donde poder fumar tranquila, y Ángela leyendo en una hamaca bajo el sol.
Cerré los ojos y me vi en esa escena: ella riéndose de alguna tontería que yo dijera, los dos gatos que tanto le gustaban persiguiéndose por el césped, y hasta un niño o una niña corriendo detrás de una pelota. Me asustaba un poco pensarlo, porque nunca creí estar hecha para ser madre, pero con ella la idea no me resultaba imposible. Es más, me parecía tentadora. Tener algo que fuera nuestro, algo limpio, lejos de toda la mierda que habíamos tenido que tragar.
Suspiré, pasándome una mano por el rostro. Lo nuestro no era normal. Dos mujeres con demasiadas cicatrices, marcadas por la violencia, por la muerte, por el miedo… y aún así habíamos encontrado un espacio donde poder ser simplemente Ángela y Alessia, sin disfraces ni máscaras. Y yo, la misma mujer que se había prometido no volver a sentir nada por nadie, me veía pensando en qué tipo de vestido llevaría en nuestra boda, o en cómo sonaría la risa de una hija nuestra.
—Me estás cambiando, Angela… —murmuré en voz baja, sabiendo que no estaba cerca para escucharlo.
Y aunque una parte de mí quería huir de ese pensamiento por miedo a perderlo todo, otra, la más fuerte, lo abrazaba con una calma nueva. Tal vez por primera vez en mi vida, la idea de un futuro no me parecía una broma cruel. Me parecía posible.
Estaba sola en la cama, tumbada contra los cojines con el portátil cerrado a un lado, pero en realidad no estaba mirando nada. La habitación estaba en silencio, solo el reloj del pasillo marcaba los segundos, y me descubrí repasando todo lo que había pasado en mi vida hasta ese momento.
Si alguien me hubiera dicho hace diez años que yo iba a estar aquí, pensando en un futuro con una mujer, planeando una boda y hasta considerando hijos, me habría reído en su cara. Yo solo pensaba en sobrevivir, en no dejar que me destruyeran más de lo que ya lo habían hecho. Y ahora… ahora me sorprendía a mí misma imaginando algo tan simple como una casa en las afueras, un jardín pequeño donde poder fumar tranquila, y Ángela leyendo en una hamaca bajo el sol.
Cerré los ojos y me vi en esa escena: ella riéndose de alguna tontería que yo dijera, los dos gatos que tanto le gustaban persiguiéndose por el césped, y hasta un niño o una niña corriendo detrás de una pelota. Me asustaba un poco pensarlo, porque nunca creí estar hecha para ser madre, pero con ella la idea no me resultaba imposible. Es más, me parecía tentadora. Tener algo que fuera nuestro, algo limpio, lejos de toda la mierda que habíamos tenido que tragar.
Suspiré, pasándome una mano por el rostro. Lo nuestro no era normal. Dos mujeres con demasiadas cicatrices, marcadas por la violencia, por la muerte, por el miedo… y aún así habíamos encontrado un espacio donde poder ser simplemente Ángela y Alessia, sin disfraces ni máscaras. Y yo, la misma mujer que se había prometido no volver a sentir nada por nadie, me veía pensando en qué tipo de vestido llevaría en nuestra boda, o en cómo sonaría la risa de una hija nuestra.
—Me estás cambiando, Angela… —murmuré en voz baja, sabiendo que no estaba cerca para escucharlo.
Y aunque una parte de mí quería huir de ese pensamiento por miedo a perderlo todo, otra, la más fuerte, lo abrazaba con una calma nueva. Tal vez por primera vez en mi vida, la idea de un futuro no me parecía una broma cruel. Me parecía posible.

