El estruendo del tribunal divino era como un océano desatado. Cientos de tronos resplandecientes se alzaban en círculo, cada uno ocupado por deidades antiguas, guardianes del equilibrio entre mundos. Allí estaba ella, **Yurei Veyrith**, arrastrada entre cadenas de luz que quemaban su piel etérea, aunque no la reducían al silencio.
La habían acusado de lo imperdonable: descender a la Tierra sin permiso, tocar la fragilidad de los mortales, reír y llorar entre ellos, **vivir como si fuera una de ellos**. Aquello que los dioses llamaban traición, para ella había sido redención.
—Has profanado el pacto —tronó **Zeus**, su voz retumbando como mil tormentas.
—La Tierra no es tu morada —sentenció **Hera**, su mirada de hielo atravesándola como dagas.
—Serás condenada a errar entre mundos, nunca pertenecer a ninguno —decretó **Anubis**, levantando una balanza ardiente donde su alma parecía tambalearse.
Yurei, de rodillas, levantó el rostro. Sus ojos, grises como neblina, brillaban con un desafío implacable.
—No me arrepiento. Ustedes olvidaron lo que significa sentir. Los mortales conocen la belleza de la caída, del sacrificio, del amor. Y si debo pagar por recordárselos, lo haré.
Los dioses rugieron indignados. Cadenas de fuego divino se enroscaron en torno a su cuerpo y un círculo de runas comenzó a sellarse en el suelo. El castigo era inminente.
Pero en medio de aquel coro de furia, algunas miradas permanecían en silencio.
**Atenea**, con sus ojos de sabiduría, ladeó apenas la cabeza. **Hades**, señor del Inframundo, permanecía inexpresivo, aunque una chispa de simpatía cruzaba sus labios sombríos. Y entre las sombras, **Loki**, con sonrisa torcida, parecía disfrutar demasiado del espectáculo.
Cuando las cadenas descendieron para sellarla en el limbo eterno, fue Atenea quien habló con calma, interrumpiendo el decreto:
—El juicio no debe olvidar la virtud. Si la castigamos sin más, perderemos la lección que ella trajo de los mortales.
Zeus fulminó a su hija con la mirada, pero la diosa no retrocedió. Fue entonces que Loki dio un paso adelante, riendo entre dientes.
—¿De verdad vais a encadenarla? Qué aburrido. Yo digo que una jaula no puede contener a alguien que sabe cómo romperla.
El suelo tembló. Un susurro recorrió el aire: Yurei no estaba sola.
En medio del caos, **Hades** levantó discretamente su mano, y las sombras se extendieron como un río de tinta, debilitando por un instante las cadenas que la apresaban. Atenea inclinó su lanza y rompió el círculo de runas, apenas lo suficiente para abrir una fisura. Y Loki, con un gesto burlón, creó un espejismo que confundió a los guardias divinos.
—Corre, pequeña fantasma —susurró el dios embaucador—. El cielo nunca fue solo de ellos.
El cuerpo de Yurei ardía, pero la libertad era más fuerte que el dolor. Se levantó entre chispas de fuego divino, extendiendo sus alas translúcidas, y con un rugido que era mitad lamento, mitad desafío, se lanzó a través de la grieta abierta.
Los dioses clamaron. Rayos y cadenas intentaron alcanzarla, pero las sombras de Hades la protegieron, el escudo de Atenea desvió los golpes, y las ilusiones de Loki confundieron el espacio mismo. Entre caos y relámpagos, Yurei atravesó el firmamento, dejando tras de sí un eco de campanas rotas.
Al fin, el cielo nocturno la recibió de nuevo. No como prisionera, sino como fugitiva, como sobreviviente. Se alzó sobre las estrellas, sintiendo el viento celeste recorrerla, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad.
Atenea apareció en un destello de plata, mirándola con serenidad.
—No abuses de esta oportunidad, Yurei. Si vuelves a caer, nadie podrá salvarte.
Hades emergió de la penumbra, su voz grave como la tumba:
—El mundo necesita fantasmas que recuerden a los dioses lo que ellos olvidaron. Esa será tu lugar.
Y Loki, como siempre, se limitó a reír, desvaneciéndose en chispas de fuego verde:
—Nos veremos pronto, pequeña transgresora. La rebeldía te sienta bien.
Así, contra toda sentencia, **Yurei Veyrith volvió al cielo**. No como esclava ni como exiliada, sino como un recordatorio viviente de que incluso los dioses pueden ser desafiados.
Y desde ese día, su nombre quedó escrito entre susurros prohibidos, en las plegarias de los mortales que soñaban con tocar el cielo.
El juicio había sido brutal, una tormenta de voces divinas que rugían contra ella. Las cadenas de luz aún ardían en su piel, recordándole que no era bienvenida ni en el cielo ni en el inframundo. Pero cuando Atenea rompió el sello, cuando Loki distorsionó las formas del tribunal y Hades abrió un camino entre las sombras, Yurei no voló hacia el firmamento. **Eligió la caída.**
El cielo se desgarró como un espejo roto, y ella descendió en espiral entre relámpagos y fuego. La Tierra la llamó como un corazón latiendo bajo sus pies. Su cuerpo atravesó la noche y emergió en un bosque, donde los árboles temblaron al sentir la presencia de algo que no pertenecía del todo a ese mundo.
Cayó de rodillas sobre la hierba húmeda, jadeante. Su respiración era vapor plateado, y sus alas translúcidas se disolvieron en la bruma. El aire olía a lluvia y tierra, un contraste absoluto con el mármol estéril del tribunal celestial.
—Aquí pertenezco —susurró, acariciando el suelo con los dedos—. Entre ellos. Entre los mortales.
No estaba sola. Una sombra se materializó a su lado. Hades, aunque no podía quedarse, le había dejado un fragmento de su poder: una gema oscura que palpitaba como un corazón.
—Con esto podrás esconderte de los ojos del Olimpo. Úsalo bien, Yurei.
La gema se incrustó en su piel como si siempre hubiera sido parte de ella. Y de inmediato, el lazo que la ataba al juicio se desvaneció.
Poco después, entre los árboles, una figura esbelta emergió: **Atenea**, envuelta en luz de luna, se inclinó hacia ella.
—Te salvamos, pero el precio es alto. No podrás regresar al cielo. Zeus jamás lo permitiría. Aquí tendrás tu segunda oportunidad, y también tu mayor peligro.
Y en un destello, desapareció.
El viento cambió, y con él llegó la risa burlona de **Loki**, que se deslizó como un espejismo sobre la superficie del río cercano.
—Oh, pequeña fugitiva. Ahora el tablero es tuyo. Haz temblar la Tierra, enamora, destruye, vive… Yo vendré a mirar el caos cuando menos lo esperes.
Y también se desvaneció, dejando tras de sí el aroma a humo y azufre.
Yurei permaneció sola bajo la noche. Pero no era una soledad amarga: era libertad. El rumor del bosque la acogía, los mortales dormían en sus aldeas cercanas, ajenos a que un espíritu caído caminaba de nuevo entre ellos.
Con pasos lentos, empezó a andar hacia las luces lejanas de un pueblo. No sería fácil: la vigilarían, la cazarían, y los dioses no olvidarían. Pero había vuelto al único lugar donde su corazón podía latir.
La Tierra era su condena, pero también su refugio.
Y, mientras la bruma cubría el cielo, **Yurei Veyrith sonrió con la certeza de que ningún castigo divino le arrebataría jamás su deseo de vivir como humana**.
La habían acusado de lo imperdonable: descender a la Tierra sin permiso, tocar la fragilidad de los mortales, reír y llorar entre ellos, **vivir como si fuera una de ellos**. Aquello que los dioses llamaban traición, para ella había sido redención.
—Has profanado el pacto —tronó **Zeus**, su voz retumbando como mil tormentas.
—La Tierra no es tu morada —sentenció **Hera**, su mirada de hielo atravesándola como dagas.
—Serás condenada a errar entre mundos, nunca pertenecer a ninguno —decretó **Anubis**, levantando una balanza ardiente donde su alma parecía tambalearse.
Yurei, de rodillas, levantó el rostro. Sus ojos, grises como neblina, brillaban con un desafío implacable.
—No me arrepiento. Ustedes olvidaron lo que significa sentir. Los mortales conocen la belleza de la caída, del sacrificio, del amor. Y si debo pagar por recordárselos, lo haré.
Los dioses rugieron indignados. Cadenas de fuego divino se enroscaron en torno a su cuerpo y un círculo de runas comenzó a sellarse en el suelo. El castigo era inminente.
Pero en medio de aquel coro de furia, algunas miradas permanecían en silencio.
**Atenea**, con sus ojos de sabiduría, ladeó apenas la cabeza. **Hades**, señor del Inframundo, permanecía inexpresivo, aunque una chispa de simpatía cruzaba sus labios sombríos. Y entre las sombras, **Loki**, con sonrisa torcida, parecía disfrutar demasiado del espectáculo.
Cuando las cadenas descendieron para sellarla en el limbo eterno, fue Atenea quien habló con calma, interrumpiendo el decreto:
—El juicio no debe olvidar la virtud. Si la castigamos sin más, perderemos la lección que ella trajo de los mortales.
Zeus fulminó a su hija con la mirada, pero la diosa no retrocedió. Fue entonces que Loki dio un paso adelante, riendo entre dientes.
—¿De verdad vais a encadenarla? Qué aburrido. Yo digo que una jaula no puede contener a alguien que sabe cómo romperla.
El suelo tembló. Un susurro recorrió el aire: Yurei no estaba sola.
En medio del caos, **Hades** levantó discretamente su mano, y las sombras se extendieron como un río de tinta, debilitando por un instante las cadenas que la apresaban. Atenea inclinó su lanza y rompió el círculo de runas, apenas lo suficiente para abrir una fisura. Y Loki, con un gesto burlón, creó un espejismo que confundió a los guardias divinos.
—Corre, pequeña fantasma —susurró el dios embaucador—. El cielo nunca fue solo de ellos.
El cuerpo de Yurei ardía, pero la libertad era más fuerte que el dolor. Se levantó entre chispas de fuego divino, extendiendo sus alas translúcidas, y con un rugido que era mitad lamento, mitad desafío, se lanzó a través de la grieta abierta.
Los dioses clamaron. Rayos y cadenas intentaron alcanzarla, pero las sombras de Hades la protegieron, el escudo de Atenea desvió los golpes, y las ilusiones de Loki confundieron el espacio mismo. Entre caos y relámpagos, Yurei atravesó el firmamento, dejando tras de sí un eco de campanas rotas.
Al fin, el cielo nocturno la recibió de nuevo. No como prisionera, sino como fugitiva, como sobreviviente. Se alzó sobre las estrellas, sintiendo el viento celeste recorrerla, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad.
Atenea apareció en un destello de plata, mirándola con serenidad.
—No abuses de esta oportunidad, Yurei. Si vuelves a caer, nadie podrá salvarte.
Hades emergió de la penumbra, su voz grave como la tumba:
—El mundo necesita fantasmas que recuerden a los dioses lo que ellos olvidaron. Esa será tu lugar.
Y Loki, como siempre, se limitó a reír, desvaneciéndose en chispas de fuego verde:
—Nos veremos pronto, pequeña transgresora. La rebeldía te sienta bien.
Así, contra toda sentencia, **Yurei Veyrith volvió al cielo**. No como esclava ni como exiliada, sino como un recordatorio viviente de que incluso los dioses pueden ser desafiados.
Y desde ese día, su nombre quedó escrito entre susurros prohibidos, en las plegarias de los mortales que soñaban con tocar el cielo.
El juicio había sido brutal, una tormenta de voces divinas que rugían contra ella. Las cadenas de luz aún ardían en su piel, recordándole que no era bienvenida ni en el cielo ni en el inframundo. Pero cuando Atenea rompió el sello, cuando Loki distorsionó las formas del tribunal y Hades abrió un camino entre las sombras, Yurei no voló hacia el firmamento. **Eligió la caída.**
El cielo se desgarró como un espejo roto, y ella descendió en espiral entre relámpagos y fuego. La Tierra la llamó como un corazón latiendo bajo sus pies. Su cuerpo atravesó la noche y emergió en un bosque, donde los árboles temblaron al sentir la presencia de algo que no pertenecía del todo a ese mundo.
Cayó de rodillas sobre la hierba húmeda, jadeante. Su respiración era vapor plateado, y sus alas translúcidas se disolvieron en la bruma. El aire olía a lluvia y tierra, un contraste absoluto con el mármol estéril del tribunal celestial.
—Aquí pertenezco —susurró, acariciando el suelo con los dedos—. Entre ellos. Entre los mortales.
No estaba sola. Una sombra se materializó a su lado. Hades, aunque no podía quedarse, le había dejado un fragmento de su poder: una gema oscura que palpitaba como un corazón.
—Con esto podrás esconderte de los ojos del Olimpo. Úsalo bien, Yurei.
La gema se incrustó en su piel como si siempre hubiera sido parte de ella. Y de inmediato, el lazo que la ataba al juicio se desvaneció.
Poco después, entre los árboles, una figura esbelta emergió: **Atenea**, envuelta en luz de luna, se inclinó hacia ella.
—Te salvamos, pero el precio es alto. No podrás regresar al cielo. Zeus jamás lo permitiría. Aquí tendrás tu segunda oportunidad, y también tu mayor peligro.
Y en un destello, desapareció.
El viento cambió, y con él llegó la risa burlona de **Loki**, que se deslizó como un espejismo sobre la superficie del río cercano.
—Oh, pequeña fugitiva. Ahora el tablero es tuyo. Haz temblar la Tierra, enamora, destruye, vive… Yo vendré a mirar el caos cuando menos lo esperes.
Y también se desvaneció, dejando tras de sí el aroma a humo y azufre.
Yurei permaneció sola bajo la noche. Pero no era una soledad amarga: era libertad. El rumor del bosque la acogía, los mortales dormían en sus aldeas cercanas, ajenos a que un espíritu caído caminaba de nuevo entre ellos.
Con pasos lentos, empezó a andar hacia las luces lejanas de un pueblo. No sería fácil: la vigilarían, la cazarían, y los dioses no olvidarían. Pero había vuelto al único lugar donde su corazón podía latir.
La Tierra era su condena, pero también su refugio.
Y, mientras la bruma cubría el cielo, **Yurei Veyrith sonrió con la certeza de que ningún castigo divino le arrebataría jamás su deseo de vivir como humana**.
El estruendo del tribunal divino era como un océano desatado. Cientos de tronos resplandecientes se alzaban en círculo, cada uno ocupado por deidades antiguas, guardianes del equilibrio entre mundos. Allí estaba ella, **Yurei Veyrith**, arrastrada entre cadenas de luz que quemaban su piel etérea, aunque no la reducían al silencio.
La habían acusado de lo imperdonable: descender a la Tierra sin permiso, tocar la fragilidad de los mortales, reír y llorar entre ellos, **vivir como si fuera una de ellos**. Aquello que los dioses llamaban traición, para ella había sido redención.
—Has profanado el pacto —tronó **Zeus**, su voz retumbando como mil tormentas.
—La Tierra no es tu morada —sentenció **Hera**, su mirada de hielo atravesándola como dagas.
—Serás condenada a errar entre mundos, nunca pertenecer a ninguno —decretó **Anubis**, levantando una balanza ardiente donde su alma parecía tambalearse.
Yurei, de rodillas, levantó el rostro. Sus ojos, grises como neblina, brillaban con un desafío implacable.
—No me arrepiento. Ustedes olvidaron lo que significa sentir. Los mortales conocen la belleza de la caída, del sacrificio, del amor. Y si debo pagar por recordárselos, lo haré.
Los dioses rugieron indignados. Cadenas de fuego divino se enroscaron en torno a su cuerpo y un círculo de runas comenzó a sellarse en el suelo. El castigo era inminente.
Pero en medio de aquel coro de furia, algunas miradas permanecían en silencio.
**Atenea**, con sus ojos de sabiduría, ladeó apenas la cabeza. **Hades**, señor del Inframundo, permanecía inexpresivo, aunque una chispa de simpatía cruzaba sus labios sombríos. Y entre las sombras, **Loki**, con sonrisa torcida, parecía disfrutar demasiado del espectáculo.
Cuando las cadenas descendieron para sellarla en el limbo eterno, fue Atenea quien habló con calma, interrumpiendo el decreto:
—El juicio no debe olvidar la virtud. Si la castigamos sin más, perderemos la lección que ella trajo de los mortales.
Zeus fulminó a su hija con la mirada, pero la diosa no retrocedió. Fue entonces que Loki dio un paso adelante, riendo entre dientes.
—¿De verdad vais a encadenarla? Qué aburrido. Yo digo que una jaula no puede contener a alguien que sabe cómo romperla.
El suelo tembló. Un susurro recorrió el aire: Yurei no estaba sola.
En medio del caos, **Hades** levantó discretamente su mano, y las sombras se extendieron como un río de tinta, debilitando por un instante las cadenas que la apresaban. Atenea inclinó su lanza y rompió el círculo de runas, apenas lo suficiente para abrir una fisura. Y Loki, con un gesto burlón, creó un espejismo que confundió a los guardias divinos.
—Corre, pequeña fantasma —susurró el dios embaucador—. El cielo nunca fue solo de ellos.
El cuerpo de Yurei ardía, pero la libertad era más fuerte que el dolor. Se levantó entre chispas de fuego divino, extendiendo sus alas translúcidas, y con un rugido que era mitad lamento, mitad desafío, se lanzó a través de la grieta abierta.
Los dioses clamaron. Rayos y cadenas intentaron alcanzarla, pero las sombras de Hades la protegieron, el escudo de Atenea desvió los golpes, y las ilusiones de Loki confundieron el espacio mismo. Entre caos y relámpagos, Yurei atravesó el firmamento, dejando tras de sí un eco de campanas rotas.
Al fin, el cielo nocturno la recibió de nuevo. No como prisionera, sino como fugitiva, como sobreviviente. Se alzó sobre las estrellas, sintiendo el viento celeste recorrerla, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad.
Atenea apareció en un destello de plata, mirándola con serenidad.
—No abuses de esta oportunidad, Yurei. Si vuelves a caer, nadie podrá salvarte.
Hades emergió de la penumbra, su voz grave como la tumba:
—El mundo necesita fantasmas que recuerden a los dioses lo que ellos olvidaron. Esa será tu lugar.
Y Loki, como siempre, se limitó a reír, desvaneciéndose en chispas de fuego verde:
—Nos veremos pronto, pequeña transgresora. La rebeldía te sienta bien.
Así, contra toda sentencia, **Yurei Veyrith volvió al cielo**. No como esclava ni como exiliada, sino como un recordatorio viviente de que incluso los dioses pueden ser desafiados.
Y desde ese día, su nombre quedó escrito entre susurros prohibidos, en las plegarias de los mortales que soñaban con tocar el cielo.
El juicio había sido brutal, una tormenta de voces divinas que rugían contra ella. Las cadenas de luz aún ardían en su piel, recordándole que no era bienvenida ni en el cielo ni en el inframundo. Pero cuando Atenea rompió el sello, cuando Loki distorsionó las formas del tribunal y Hades abrió un camino entre las sombras, Yurei no voló hacia el firmamento. **Eligió la caída.**
El cielo se desgarró como un espejo roto, y ella descendió en espiral entre relámpagos y fuego. La Tierra la llamó como un corazón latiendo bajo sus pies. Su cuerpo atravesó la noche y emergió en un bosque, donde los árboles temblaron al sentir la presencia de algo que no pertenecía del todo a ese mundo.
Cayó de rodillas sobre la hierba húmeda, jadeante. Su respiración era vapor plateado, y sus alas translúcidas se disolvieron en la bruma. El aire olía a lluvia y tierra, un contraste absoluto con el mármol estéril del tribunal celestial.
—Aquí pertenezco —susurró, acariciando el suelo con los dedos—. Entre ellos. Entre los mortales.
No estaba sola. Una sombra se materializó a su lado. Hades, aunque no podía quedarse, le había dejado un fragmento de su poder: una gema oscura que palpitaba como un corazón.
—Con esto podrás esconderte de los ojos del Olimpo. Úsalo bien, Yurei.
La gema se incrustó en su piel como si siempre hubiera sido parte de ella. Y de inmediato, el lazo que la ataba al juicio se desvaneció.
Poco después, entre los árboles, una figura esbelta emergió: **Atenea**, envuelta en luz de luna, se inclinó hacia ella.
—Te salvamos, pero el precio es alto. No podrás regresar al cielo. Zeus jamás lo permitiría. Aquí tendrás tu segunda oportunidad, y también tu mayor peligro.
Y en un destello, desapareció.
El viento cambió, y con él llegó la risa burlona de **Loki**, que se deslizó como un espejismo sobre la superficie del río cercano.
—Oh, pequeña fugitiva. Ahora el tablero es tuyo. Haz temblar la Tierra, enamora, destruye, vive… Yo vendré a mirar el caos cuando menos lo esperes.
Y también se desvaneció, dejando tras de sí el aroma a humo y azufre.
Yurei permaneció sola bajo la noche. Pero no era una soledad amarga: era libertad. El rumor del bosque la acogía, los mortales dormían en sus aldeas cercanas, ajenos a que un espíritu caído caminaba de nuevo entre ellos.
Con pasos lentos, empezó a andar hacia las luces lejanas de un pueblo. No sería fácil: la vigilarían, la cazarían, y los dioses no olvidarían. Pero había vuelto al único lugar donde su corazón podía latir.
La Tierra era su condena, pero también su refugio.
Y, mientras la bruma cubría el cielo, **Yurei Veyrith sonrió con la certeza de que ningún castigo divino le arrebataría jamás su deseo de vivir como humana**.
