—Conocí a un hombre una vez, humilde, servil; tan ignorante como feliz, pues es el desconocimiento de este mundo lo que nos resguarda de su cruda realidad.

Ignorante, mas no por decisión propia, mi amigo era analfabeta. En cierto punto de su vida, se le dio la decisión de elegir entre estudiar o trabajar, y él eligió le segundo, volviéndose siervo de una acaudalada dama de edad avanzada.

Los años pasaron, y él se mantuvo ahí. Sin deseos de cambiar, muchos lo catalogaróian como conformista, un ser sin afán de crecer, de superarse y expandir sus horizontes. Pero así era feliz, y feliz era la mujer con su compañía.

Así pues, años pasaron, y en su lecho de muerte, ella preguntó a su más fiel compañero si había algo que quisiera, un regalo de despedida. Sencillo como siempre, lo único que se le ocurrió pedir fue la receta de las galletas de jengibre, secreto familiar.

Claro, cualquiera en su situación hubiese pedido riquezas, joyas, ser incluído en la herencia, pero ya dejamos en claro que no hablamos de cualquier persona, ¿cierto? Pues bien, la anciana murió, y este amigo mío empezó a hacer galletas, ¿pues qué más podía hacer?

Galletas de jengibre que pronto comenzó a vender, pues descubrió que tenía un don para la cocina. En lo que pareció un cerrar de ojos, pasó de vender en las calles a tener su propia repostería, después varias de ellas, y finalmente, ser dueño de fábricas enteras. Todo con la misma receta de esas galletas de jengibre.

Y un día, hablando del tema, le exclamé: "¡Mira todo lo que has logrado, y sin saber leer! ¿Te imaginas dónde estarías si supieses leer?"

"Si supiese leer, amigo mío", respondió. "Seguiría siendo un siervo".
—Conocí a un hombre una vez, humilde, servil; tan ignorante como feliz, pues es el desconocimiento de este mundo lo que nos resguarda de su cruda realidad. Ignorante, mas no por decisión propia, mi amigo era analfabeta. En cierto punto de su vida, se le dio la decisión de elegir entre estudiar o trabajar, y él eligió le segundo, volviéndose siervo de una acaudalada dama de edad avanzada. Los años pasaron, y él se mantuvo ahí. Sin deseos de cambiar, muchos lo catalogaróian como conformista, un ser sin afán de crecer, de superarse y expandir sus horizontes. Pero así era feliz, y feliz era la mujer con su compañía. Así pues, años pasaron, y en su lecho de muerte, ella preguntó a su más fiel compañero si había algo que quisiera, un regalo de despedida. Sencillo como siempre, lo único que se le ocurrió pedir fue la receta de las galletas de jengibre, secreto familiar. Claro, cualquiera en su situación hubiese pedido riquezas, joyas, ser incluído en la herencia, pero ya dejamos en claro que no hablamos de cualquier persona, ¿cierto? Pues bien, la anciana murió, y este amigo mío empezó a hacer galletas, ¿pues qué más podía hacer? Galletas de jengibre que pronto comenzó a vender, pues descubrió que tenía un don para la cocina. En lo que pareció un cerrar de ojos, pasó de vender en las calles a tener su propia repostería, después varias de ellas, y finalmente, ser dueño de fábricas enteras. Todo con la misma receta de esas galletas de jengibre. Y un día, hablando del tema, le exclamé: "¡Mira todo lo que has logrado, y sin saber leer! ¿Te imaginas dónde estarías si supieses leer?" "Si supiese leer, amigo mío", respondió. "Seguiría siendo un siervo".
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