Era la primera vez que mis pies tocaban la tierra lejos de mi azotea. Mis manos, tan acostumbradas a sostener los hilos de vidas que nunca me pertenecieron, descansaban ahora sobre la madera fría de una banca en un parque casi vacío. El viento traía consigo el murmullo de hojas secas y el eco distante de voces humanas, esas risas huecas que intentan engañarse a sí mismas con la idea de eternidad.
Me detuve a observarlos. Hombres y mujeres caminaban con aire triunfal, como si el simple hecho de respirar fuera un mérito propio y no un préstamo concedido. Se adornaban de promesas, de joyas brillantes, de palabras llenas de un vacío que solo yo sé medir. La vanidad, esa máscara torpe, les cubría el rostro. Les hacía creer que eran dueños de su historia, cuando en verdad cada paso que daban estaba atado a un hilo que yo podía cortar con un gesto.
Me pregunté qué sentirían si pudieran verme, sentada entre ellos, sin mi sombra de diosa, reducida a una figura silenciosa en un banco olvidado. Tal vez me mirarían con desdén, como hacen con los solitarios. Tal vez me ignorarían, demasiado ocupados en fingir sonrisas que no les pertenecen. Ellos no entienden la fragilidad de su teatro: ignoran que su belleza se pudre, que sus nombres serán borrados, que sus ambiciones no pesan nada cuando caen en el vacío.
Me descubrí en un extraño silencio. Yo, que nunca he conocido el lujo de las ilusiones, sentí un atisbo de curiosidad. ¿Qué se siente creer en la permanencia? ¿Qué fuego los impulsa a cubrirse de adornos y palabras, cuando todo se reduce a polvo? No era envidia… era otra cosa. Una punzada extraña, como si al observarlos quisiera descifrar el misterio de su obstinada ceguera.
Pero sé la verdad: su vanidad es su condena. Se pintan de colores para no ver el negro que los espera. Se abrazan en plazas, se prometen en parques, se juran eternidades en labios que pronto serán ceniza. Y yo los observo, con la certeza de quien guarda la última palabra, con la calma de quien sabe que cada carcajada que se alza en el aire es un hilo tensándose hacia su final.
La banca crujió bajo mi peso, como si incluso la madera intuyera lo que soy. Levanté la mirada: un niño corría tras una pelota, una mujer arreglaba su cabello en el reflejo de un escaparate, un anciano se dormía con el rostro inclinado hacia el sol. Todos distintos, todos iguales. Tan frágiles. Tan seguros de que el mañana les pertenece.
Sonreí, no de ternura, sino de ironía. Qué espectáculo tan vano y, al mismo tiempo, tan predecible. El destino nunca se equivoca, y yo soy su mano.
Me detuve a observarlos. Hombres y mujeres caminaban con aire triunfal, como si el simple hecho de respirar fuera un mérito propio y no un préstamo concedido. Se adornaban de promesas, de joyas brillantes, de palabras llenas de un vacío que solo yo sé medir. La vanidad, esa máscara torpe, les cubría el rostro. Les hacía creer que eran dueños de su historia, cuando en verdad cada paso que daban estaba atado a un hilo que yo podía cortar con un gesto.
Me pregunté qué sentirían si pudieran verme, sentada entre ellos, sin mi sombra de diosa, reducida a una figura silenciosa en un banco olvidado. Tal vez me mirarían con desdén, como hacen con los solitarios. Tal vez me ignorarían, demasiado ocupados en fingir sonrisas que no les pertenecen. Ellos no entienden la fragilidad de su teatro: ignoran que su belleza se pudre, que sus nombres serán borrados, que sus ambiciones no pesan nada cuando caen en el vacío.
Me descubrí en un extraño silencio. Yo, que nunca he conocido el lujo de las ilusiones, sentí un atisbo de curiosidad. ¿Qué se siente creer en la permanencia? ¿Qué fuego los impulsa a cubrirse de adornos y palabras, cuando todo se reduce a polvo? No era envidia… era otra cosa. Una punzada extraña, como si al observarlos quisiera descifrar el misterio de su obstinada ceguera.
Pero sé la verdad: su vanidad es su condena. Se pintan de colores para no ver el negro que los espera. Se abrazan en plazas, se prometen en parques, se juran eternidades en labios que pronto serán ceniza. Y yo los observo, con la certeza de quien guarda la última palabra, con la calma de quien sabe que cada carcajada que se alza en el aire es un hilo tensándose hacia su final.
La banca crujió bajo mi peso, como si incluso la madera intuyera lo que soy. Levanté la mirada: un niño corría tras una pelota, una mujer arreglaba su cabello en el reflejo de un escaparate, un anciano se dormía con el rostro inclinado hacia el sol. Todos distintos, todos iguales. Tan frágiles. Tan seguros de que el mañana les pertenece.
Sonreí, no de ternura, sino de ironía. Qué espectáculo tan vano y, al mismo tiempo, tan predecible. El destino nunca se equivoca, y yo soy su mano.
Era la primera vez que mis pies tocaban la tierra lejos de mi azotea. Mis manos, tan acostumbradas a sostener los hilos de vidas que nunca me pertenecieron, descansaban ahora sobre la madera fría de una banca en un parque casi vacío. El viento traía consigo el murmullo de hojas secas y el eco distante de voces humanas, esas risas huecas que intentan engañarse a sí mismas con la idea de eternidad.
Me detuve a observarlos. Hombres y mujeres caminaban con aire triunfal, como si el simple hecho de respirar fuera un mérito propio y no un préstamo concedido. Se adornaban de promesas, de joyas brillantes, de palabras llenas de un vacío que solo yo sé medir. La vanidad, esa máscara torpe, les cubría el rostro. Les hacía creer que eran dueños de su historia, cuando en verdad cada paso que daban estaba atado a un hilo que yo podía cortar con un gesto.
Me pregunté qué sentirían si pudieran verme, sentada entre ellos, sin mi sombra de diosa, reducida a una figura silenciosa en un banco olvidado. Tal vez me mirarían con desdén, como hacen con los solitarios. Tal vez me ignorarían, demasiado ocupados en fingir sonrisas que no les pertenecen. Ellos no entienden la fragilidad de su teatro: ignoran que su belleza se pudre, que sus nombres serán borrados, que sus ambiciones no pesan nada cuando caen en el vacío.
Me descubrí en un extraño silencio. Yo, que nunca he conocido el lujo de las ilusiones, sentí un atisbo de curiosidad. ¿Qué se siente creer en la permanencia? ¿Qué fuego los impulsa a cubrirse de adornos y palabras, cuando todo se reduce a polvo? No era envidia… era otra cosa. Una punzada extraña, como si al observarlos quisiera descifrar el misterio de su obstinada ceguera.
Pero sé la verdad: su vanidad es su condena. Se pintan de colores para no ver el negro que los espera. Se abrazan en plazas, se prometen en parques, se juran eternidades en labios que pronto serán ceniza. Y yo los observo, con la certeza de quien guarda la última palabra, con la calma de quien sabe que cada carcajada que se alza en el aire es un hilo tensándose hacia su final.
La banca crujió bajo mi peso, como si incluso la madera intuyera lo que soy. Levanté la mirada: un niño corría tras una pelota, una mujer arreglaba su cabello en el reflejo de un escaparate, un anciano se dormía con el rostro inclinado hacia el sol. Todos distintos, todos iguales. Tan frágiles. Tan seguros de que el mañana les pertenece.
Sonreí, no de ternura, sino de ironía. Qué espectáculo tan vano y, al mismo tiempo, tan predecible. El destino nunca se equivoca, y yo soy su mano.

