La sala de juicios estaba en silencio, tan silenciosa que Michael podía escuchar cómo el cliente respiraba entrecortado a su lado. Habían pasado horas escuchando al fiscal construir su caso pieza por pieza, hasta que parecía una pared imposible de derribar. Michael, sin embargo, parecía estar divirtiéndose.

De pie en medio de la sala, sostenía un folder con una sonrisa que hacía que su cliente quisiera gritarle “¡¿qué es tan gracioso?!”.

—Bueno, su señoría —dijo finalmente, avanzando con paso relajado—, debo admitir que el señor fiscal nos ha dado una narración digna de un drama de televisión.

Se detuvo frente al estrado y levantó un documento, girándolo despacio para que todos lo vieran.
—Pero —agregó con ese tono que combinaba ironía y satisfacción—, parece que olvidó incluir el capítulo final.

Un murmullo recorrió la sala. El fiscal se irguió en su asiento, molesto. Michael no perdió la calma; de hecho, parecía disfrutar cada segundo.

—Esta —dijo dejando el documento frente al juez— es la prueba que demuestra que mi cliente no pudo estar en la escena del crimen.

El juez revisó el papel en silencio, frunciendo el ceño, y finalmente asintió.
—Esto cambia por completo el caso.

Michael sonrió de lado, inclinándose un poco hacia su cliente.
—Te dije que era bueno en lo que hago.

Cuando el juez finalmente dictó el veredicto de inocencia, Michael se dejó caer en su asiento, cruzó las piernas y respiró hondo, como si acabara de resolver un acertijo que llevaba días rondándole la cabeza. No había euforia ni gritos de victoria; solo esa sonrisa tranquila que le nacía cada vez que lograba descubrir la verdad.

Se giró hacia su cliente, que lo miraba como si acabara de salvarle la vida.
—Bueno —dijo Michael, guardando sus papeles—, ya no eres el villano de esta historia. ¿Vamos por un café? Prometo que esta vez no será en una sala de juicios.
La sala de juicios estaba en silencio, tan silenciosa que Michael podía escuchar cómo el cliente respiraba entrecortado a su lado. Habían pasado horas escuchando al fiscal construir su caso pieza por pieza, hasta que parecía una pared imposible de derribar. Michael, sin embargo, parecía estar divirtiéndose. De pie en medio de la sala, sostenía un folder con una sonrisa que hacía que su cliente quisiera gritarle “¡¿qué es tan gracioso?!”. —Bueno, su señoría —dijo finalmente, avanzando con paso relajado—, debo admitir que el señor fiscal nos ha dado una narración digna de un drama de televisión. Se detuvo frente al estrado y levantó un documento, girándolo despacio para que todos lo vieran. —Pero —agregó con ese tono que combinaba ironía y satisfacción—, parece que olvidó incluir el capítulo final. Un murmullo recorrió la sala. El fiscal se irguió en su asiento, molesto. Michael no perdió la calma; de hecho, parecía disfrutar cada segundo. —Esta —dijo dejando el documento frente al juez— es la prueba que demuestra que mi cliente no pudo estar en la escena del crimen. El juez revisó el papel en silencio, frunciendo el ceño, y finalmente asintió. —Esto cambia por completo el caso. Michael sonrió de lado, inclinándose un poco hacia su cliente. —Te dije que era bueno en lo que hago. Cuando el juez finalmente dictó el veredicto de inocencia, Michael se dejó caer en su asiento, cruzó las piernas y respiró hondo, como si acabara de resolver un acertijo que llevaba días rondándole la cabeza. No había euforia ni gritos de victoria; solo esa sonrisa tranquila que le nacía cada vez que lograba descubrir la verdad. Se giró hacia su cliente, que lo miraba como si acabara de salvarle la vida. —Bueno —dijo Michael, guardando sus papeles—, ya no eres el villano de esta historia. ¿Vamos por un café? Prometo que esta vez no será en una sala de juicios.
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