He visto demonios morir y he visto a demonios llorar. No son dos cosas incompatibles.

Cuando la furia se apaga por un instante, aparecen restos de lo que fueron: miradas confusas, palabras torpes que intentan decir un nombre, recuerdos de un padre, una madre, una risa que ya no encaja. Esos vestigios me agarran la garganta más de lo que me gustaría admitir. Me enseñan que el monstruo no nació en un día ni en un acto; nació de heridas humanas, de traiciones y de hambre convertida en voluntad. Comprender eso no me convierte en su aliado. Simplemente me obliga a ser honesto con la brutalidad del mundo.

Entender a un demonio es ver la factura de la humanidad en su rostro. Entenderlo es saber que detrás del hambre, del sadismo, hubo una cadena de negligencias y dolor que lo transformó. Pero entender no cura. Entender no hace retroceder al filo que parte un cuerpo, ni devuelve a un niño que dejó de existir por su culpa. La empatía puede enseñar, pero no puede sustituir a la espada cuando la amenaza es inminente.

Por eso deben ser exterminados. No por placer, no por odio ciego, sino por un cálculo terrible y simple: cada demonio que queda es una fábrica de muertes futuras. Regeneran, engañan, se multiplican bajo la noche. Si les das tiempo, si permites que sus heridas se vuelvan máscara, el saldo es siempre más sangre. El mundo en el que vivo no tiene espacios seguros para teorías románticas; las dudas se pagan con vidas.

Hay un peligro aún peor que convertir la ejecución en costumbre: convertir la comprensión en indulgencia. Cuando la compasión se vuelve excusa para no actuar, la compasión deja de ser virtud y se vuelve traición a los vivos. Por eso mi empatía tiene un límite: escucho sus historias, veo sus brasas de humanidad, pero no me dejo convencer por ellas. No porque no sienta, sino porque siento con demasiada claridad lo que cuesta permitirles existir un día más.

Matar a un demonio me deja cicatrices; lo hago con asco y con pena. Esa pena es la que me mantiene humano. Me recuerda que en cada cabeza que corto hay algo que alguna vez fue humano y por eso la eliminación duele. Pero el dolor no me paraliza: me obliga a actuar con rigor, a diseñar métodos que minimicen víctimas, a preferir la estrategia sobre la épica suicida. Exterminarlos no es venganza ni purga moral, es la única forma práctica de impedir que su sufrimiento siga reproduciéndose en otros seres humanos.
He visto demonios morir y he visto a demonios llorar. No son dos cosas incompatibles. Cuando la furia se apaga por un instante, aparecen restos de lo que fueron: miradas confusas, palabras torpes que intentan decir un nombre, recuerdos de un padre, una madre, una risa que ya no encaja. Esos vestigios me agarran la garganta más de lo que me gustaría admitir. Me enseñan que el monstruo no nació en un día ni en un acto; nació de heridas humanas, de traiciones y de hambre convertida en voluntad. Comprender eso no me convierte en su aliado. Simplemente me obliga a ser honesto con la brutalidad del mundo. Entender a un demonio es ver la factura de la humanidad en su rostro. Entenderlo es saber que detrás del hambre, del sadismo, hubo una cadena de negligencias y dolor que lo transformó. Pero entender no cura. Entender no hace retroceder al filo que parte un cuerpo, ni devuelve a un niño que dejó de existir por su culpa. La empatía puede enseñar, pero no puede sustituir a la espada cuando la amenaza es inminente. Por eso deben ser exterminados. No por placer, no por odio ciego, sino por un cálculo terrible y simple: cada demonio que queda es una fábrica de muertes futuras. Regeneran, engañan, se multiplican bajo la noche. Si les das tiempo, si permites que sus heridas se vuelvan máscara, el saldo es siempre más sangre. El mundo en el que vivo no tiene espacios seguros para teorías románticas; las dudas se pagan con vidas. Hay un peligro aún peor que convertir la ejecución en costumbre: convertir la comprensión en indulgencia. Cuando la compasión se vuelve excusa para no actuar, la compasión deja de ser virtud y se vuelve traición a los vivos. Por eso mi empatía tiene un límite: escucho sus historias, veo sus brasas de humanidad, pero no me dejo convencer por ellas. No porque no sienta, sino porque siento con demasiada claridad lo que cuesta permitirles existir un día más. Matar a un demonio me deja cicatrices; lo hago con asco y con pena. Esa pena es la que me mantiene humano. Me recuerda que en cada cabeza que corto hay algo que alguna vez fue humano y por eso la eliminación duele. Pero el dolor no me paraliza: me obliga a actuar con rigor, a diseñar métodos que minimicen víctimas, a preferir la estrategia sobre la épica suicida. Exterminarlos no es venganza ni purga moral, es la única forma práctica de impedir que su sufrimiento siga reproduciéndose en otros seres humanos.
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