La aguja entra en mi piel y siento cómo la sangre, espesa y ardiente, se mezcla con la mía. Al principio es solo un calor incómodo, pero en segundos se convierte en un fuego líquido que corre por mis venas, quemando cada rincón de mi cuerpo. Intento moverme, gritar, hacer algo… pero estoy atrapado. Es como si mi cuerpo ya no me obedeciera.

El ardor se intensifica, mi piel late y arde como si fuera a desgarrarse desde adentro. Siento que se estira, que se rompe, que algo debajo quiere salir. Mis pulmones se llenan de aire pesado, espeso, como humo; respiro y me ahogo al mismo tiempo. El pánico me oprime el pecho, me corta la voz. No hay escape.

Abro los ojos y lo primero que veo es mi reflejo en la oscuridad: un resplandor púrpura que no me pertenece. Mi pupila se estrecha en una línea alargada, inhumana. No soy yo. No puedo ser yo. Trago saliva, pero el sabor metálico de la sangre me inunda la boca. Los colmillos atraviesan mis encías, desgarrándolas, y un dolor punzante me obliga a abrir la boca en un grito que no suena como el mío.

Las uñas se alargan, se curvan en garras, mis manos tiemblan, deformes, irreconocibles. Intento apretarlas contra el suelo, sujetarme a algo, pero solo siento la carne desgarrándose, como si ya no perteneciera a un cuerpo humano.

Arde. Quema. Me consume.
Quiero despertar, pero no puedo. Estoy hundido en la pesadilla, respirando cenizas, sintiendo cada fibra de mí romperse para dar paso a algo que no comprendo.

Entonces lo escucho: un rugido profundo, monstruoso, que retumba en mi garganta. Es mi voz, pero no lo es. Y en ese instante lo sé: lo que vive dentro de mí no quiere dejarme regresar.
La aguja entra en mi piel y siento cómo la sangre, espesa y ardiente, se mezcla con la mía. Al principio es solo un calor incómodo, pero en segundos se convierte en un fuego líquido que corre por mis venas, quemando cada rincón de mi cuerpo. Intento moverme, gritar, hacer algo… pero estoy atrapado. Es como si mi cuerpo ya no me obedeciera. El ardor se intensifica, mi piel late y arde como si fuera a desgarrarse desde adentro. Siento que se estira, que se rompe, que algo debajo quiere salir. Mis pulmones se llenan de aire pesado, espeso, como humo; respiro y me ahogo al mismo tiempo. El pánico me oprime el pecho, me corta la voz. No hay escape. Abro los ojos y lo primero que veo es mi reflejo en la oscuridad: un resplandor púrpura que no me pertenece. Mi pupila se estrecha en una línea alargada, inhumana. No soy yo. No puedo ser yo. Trago saliva, pero el sabor metálico de la sangre me inunda la boca. Los colmillos atraviesan mis encías, desgarrándolas, y un dolor punzante me obliga a abrir la boca en un grito que no suena como el mío. Las uñas se alargan, se curvan en garras, mis manos tiemblan, deformes, irreconocibles. Intento apretarlas contra el suelo, sujetarme a algo, pero solo siento la carne desgarrándose, como si ya no perteneciera a un cuerpo humano. Arde. Quema. Me consume. Quiero despertar, pero no puedo. Estoy hundido en la pesadilla, respirando cenizas, sintiendo cada fibra de mí romperse para dar paso a algo que no comprendo. Entonces lo escucho: un rugido profundo, monstruoso, que retumba en mi garganta. Es mi voz, pero no lo es. Y en ese instante lo sé: lo que vive dentro de mí no quiere dejarme regresar.
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