La mañana había pasado sin que Isla cerrara los ojos. No era de dormir, y menos después de la emboscada en su propio refugio. Aún le escocía la herida en el costado —una navaja había rozado demasiado cerca—, pero no le dio importancia.

La dirección estaba escrita en un papel manchado de sangre, doblado dentro del bolsillo de su chaqueta. Calle 17, distrito industrial. Ningún nombre, solo una ubicación. Y el detalle que no podía sacarse de la cabeza: los tres que intentaron matarla lo mencionaron claro, sin rodeos, “Connor Rowan”.

Al caer la tarde, llegó hasta el lugar. La calle estaba casi vacía, una hilera de almacenes abandonados y fábricas oxidadas que el tiempo había convertido en esqueletos. Se detuvo frente a un portón metálico sin cartel alguno, el número apenas visible bajo capas de pintura descascarada.

Isla se quedó quieta, analizando. No había movimiento evidente, pero el aire pesaba distinto allí. Como si las paredes mismas supieran más de lo que mostraban.

Sacó la pistola con silenciador y avanzó despacio, pegando la espalda al muro lateral. Una ventana rota dejaba ver el interior: polvo en suspensión, cajas apiladas, y lo que parecía ser una mesa de operaciones improvisada con archivos, mapas y armas.

Ella no habló, ni llamó a nadie. No tenía por qué. Si aquel lugar realmente estaba ligado a su padre, no iba a pedir permiso para entrar.

Con una patada seca abrió la puerta lateral y se adentró en la penumbra, la pistola por delante, los ojos grises escudriñando cada sombra.

La ciudad afuera continuaba con su ruido de siempre, pero dentro de ese almacén, Isla Rowan estaba a punto de encontrar algo que podía romper el frágil muro entre la supervivencia y la verdad.
La mañana había pasado sin que Isla cerrara los ojos. No era de dormir, y menos después de la emboscada en su propio refugio. Aún le escocía la herida en el costado —una navaja había rozado demasiado cerca—, pero no le dio importancia. La dirección estaba escrita en un papel manchado de sangre, doblado dentro del bolsillo de su chaqueta. Calle 17, distrito industrial. Ningún nombre, solo una ubicación. Y el detalle que no podía sacarse de la cabeza: los tres que intentaron matarla lo mencionaron claro, sin rodeos, “Connor Rowan”. Al caer la tarde, llegó hasta el lugar. La calle estaba casi vacía, una hilera de almacenes abandonados y fábricas oxidadas que el tiempo había convertido en esqueletos. Se detuvo frente a un portón metálico sin cartel alguno, el número apenas visible bajo capas de pintura descascarada. Isla se quedó quieta, analizando. No había movimiento evidente, pero el aire pesaba distinto allí. Como si las paredes mismas supieran más de lo que mostraban. Sacó la pistola con silenciador y avanzó despacio, pegando la espalda al muro lateral. Una ventana rota dejaba ver el interior: polvo en suspensión, cajas apiladas, y lo que parecía ser una mesa de operaciones improvisada con archivos, mapas y armas. Ella no habló, ni llamó a nadie. No tenía por qué. Si aquel lugar realmente estaba ligado a su padre, no iba a pedir permiso para entrar. Con una patada seca abrió la puerta lateral y se adentró en la penumbra, la pistola por delante, los ojos grises escudriñando cada sombra. La ciudad afuera continuaba con su ruido de siempre, pero dentro de ese almacén, Isla Rowan estaba a punto de encontrar algo que podía romper el frágil muro entre la supervivencia y la verdad.
Me gusta
Me encocora
3
0 turnos 0 maullidos
Patrocinados
Patrocinados