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El bar tenía esa atmósfera densa que solo Moscú podía ofrecer en invierno: humo de cigarro, luces rojas filtradas por cortinas de terciopelo, y música que parecía latir como un corazón herido. Lilith estaba sentada en la barra, con una copa de vino blanco entre los dedos. Su presencia era como una nota de piano en medio de un rugido: suave, pero imposible de ignorar.
Una chica -excompañera de la escuela- apareció como una sombra ruidosa. Para Lilith no era nadie. No tenía apellido que importara, ni historia que pesara. Pero tenía lengua afilada, uñas largas pintadas de rojo barato, y ojos cargados de envidia. Se acercó con pasos torpes, como quien no teme porque no entiende el peligro.
—¿Blackwood? —escupió con una sonrisa torcida— ante la escasa atención de Lilith a ella no hizo más que una mueca molesta y grego más molesta —¿Quien te cres tú? ¿Una princesa de cuento gótico que se cree especial porque nació con un apellido prestado?
Lilith no giró la cabeza. Solo alzó la copa, la observó contra la luz, y espondió en una voz suave
— eres ruidosa—
La chica soltó una carcajada áspera, y se acercó más. Le rozó el hombro con el dedo, como si quisiera provocar una reacción. Lilith no se movió.
—¿Y qué más? ¿Te crees peligrosa porque tienes cara de muñeca rota? —susurró con veneno—. Apuesto a que tus hermanos te protegen porque saben que tú sola no vales nada. ¿Qué haces aquí, jugando a ser adulta?
Dorian, apoyado contra la pared como un lobo en descanso, tensó la mandíbula. Su mirada se volvió hielo. Dio un paso, pero Lilith levantó una mano sin mirarlo. No necesitaba palabras para detenerlo. Él entendió.
La chica se rió otra vez, esta vez más cerca. Le empujó el brazo con el dorso de la mano, y luego, con descaro, tomó el tenedor que Lilith había dejado junto a su plato intacto.
—¿Qué pasa, princesa? ¿Ni siquiera sabes usar esto? —dijo, alzándolo como si fuera un trofeo.
Lilith se giró lentamente, como si el aire se congelara a su alrededor. Sus ojos azul cielo ya no brillaban: cortaban. Caminó hacia la chica con pasos tan silenciosos como una maldición bien pronunciada. La música pareció detenerse. El bar contuvo el aliento.
Con una elegancia letal, Lilith tomó el tenedor de sus manos, sin violencia, solo con una firmeza que no admitía réplica. Lo giró entre sus dedos como si fuera parte de un ritual antiguo, y luego lo colocó justo bajo la mandíbula de la chica, apenas tocando la piel.
—No soy una princesa —susurró, con voz de hielo—. Soy una Blackwood. Y si quisiera, este tenedor sería suficiente para que no volvieras a pronunciar mi nombre. No por falta de aire. Por falta de lengua.
La chica tembló. Intentó hablar, pero su voz se había evaporado. Lilith se inclinó, su perfume envolviendo como un bosque encantado al amanecer, y habló al oído de la intrusa con una calma que dolía.
—Tu nombre no pesa. Tu existencia no importa. Y tu arrogancia... es adorablemente suicida.
Dorian sonrió desde la sombra, orgulloso. Lilith se alejó en dirección a su hermano, con la misma calma con la que había llegado, retomando su copa como si nada hubiera ocurrido. El bar volvió a respirar y ambos hermanos salieron, ni siquiera una copa de vino podía tomar tranquila.
El bar tenía esa atmósfera densa que solo Moscú podía ofrecer en invierno: humo de cigarro, luces rojas filtradas por cortinas de terciopelo, y música que parecía latir como un corazón herido. Lilith estaba sentada en la barra, con una copa de vino blanco entre los dedos. Su presencia era como una nota de piano en medio de un rugido: suave, pero imposible de ignorar.
Una chica -excompañera de la escuela- apareció como una sombra ruidosa. Para Lilith no era nadie. No tenía apellido que importara, ni historia que pesara. Pero tenía lengua afilada, uñas largas pintadas de rojo barato, y ojos cargados de envidia. Se acercó con pasos torpes, como quien no teme porque no entiende el peligro.
—¿Blackwood? —escupió con una sonrisa torcida— ante la escasa atención de Lilith a ella no hizo más que una mueca molesta y grego más molesta —¿Quien te cres tú? ¿Una princesa de cuento gótico que se cree especial porque nació con un apellido prestado?
Lilith no giró la cabeza. Solo alzó la copa, la observó contra la luz, y espondió en una voz suave
— eres ruidosa—
La chica soltó una carcajada áspera, y se acercó más. Le rozó el hombro con el dedo, como si quisiera provocar una reacción. Lilith no se movió.
—¿Y qué más? ¿Te crees peligrosa porque tienes cara de muñeca rota? —susurró con veneno—. Apuesto a que tus hermanos te protegen porque saben que tú sola no vales nada. ¿Qué haces aquí, jugando a ser adulta?
Dorian, apoyado contra la pared como un lobo en descanso, tensó la mandíbula. Su mirada se volvió hielo. Dio un paso, pero Lilith levantó una mano sin mirarlo. No necesitaba palabras para detenerlo. Él entendió.
La chica se rió otra vez, esta vez más cerca. Le empujó el brazo con el dorso de la mano, y luego, con descaro, tomó el tenedor que Lilith había dejado junto a su plato intacto.
—¿Qué pasa, princesa? ¿Ni siquiera sabes usar esto? —dijo, alzándolo como si fuera un trofeo.
Lilith se giró lentamente, como si el aire se congelara a su alrededor. Sus ojos azul cielo ya no brillaban: cortaban. Caminó hacia la chica con pasos tan silenciosos como una maldición bien pronunciada. La música pareció detenerse. El bar contuvo el aliento.
Con una elegancia letal, Lilith tomó el tenedor de sus manos, sin violencia, solo con una firmeza que no admitía réplica. Lo giró entre sus dedos como si fuera parte de un ritual antiguo, y luego lo colocó justo bajo la mandíbula de la chica, apenas tocando la piel.
—No soy una princesa —susurró, con voz de hielo—. Soy una Blackwood. Y si quisiera, este tenedor sería suficiente para que no volvieras a pronunciar mi nombre. No por falta de aire. Por falta de lengua.
La chica tembló. Intentó hablar, pero su voz se había evaporado. Lilith se inclinó, su perfume envolviendo como un bosque encantado al amanecer, y habló al oído de la intrusa con una calma que dolía.
—Tu nombre no pesa. Tu existencia no importa. Y tu arrogancia... es adorablemente suicida.
Dorian sonrió desde la sombra, orgulloso. Lilith se alejó en dirección a su hermano, con la misma calma con la que había llegado, retomando su copa como si nada hubiera ocurrido. El bar volvió a respirar y ambos hermanos salieron, ni siquiera una copa de vino podía tomar tranquila.
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El bar tenía esa atmósfera densa que solo Moscú podía ofrecer en invierno: humo de cigarro, luces rojas filtradas por cortinas de terciopelo, y música que parecía latir como un corazón herido. Lilith estaba sentada en la barra, con una copa de vino blanco entre los dedos. Su presencia era como una nota de piano en medio de un rugido: suave, pero imposible de ignorar.
Una chica -excompañera de la escuela- apareció como una sombra ruidosa. Para Lilith no era nadie. No tenía apellido que importara, ni historia que pesara. Pero tenía lengua afilada, uñas largas pintadas de rojo barato, y ojos cargados de envidia. Se acercó con pasos torpes, como quien no teme porque no entiende el peligro.
—¿Blackwood? —escupió con una sonrisa torcida— ante la escasa atención de Lilith a ella no hizo más que una mueca molesta y grego más molesta —¿Quien te cres tú? ¿Una princesa de cuento gótico que se cree especial porque nació con un apellido prestado?
Lilith no giró la cabeza. Solo alzó la copa, la observó contra la luz, y espondió en una voz suave
— eres ruidosa—
La chica soltó una carcajada áspera, y se acercó más. Le rozó el hombro con el dedo, como si quisiera provocar una reacción. Lilith no se movió.
—¿Y qué más? ¿Te crees peligrosa porque tienes cara de muñeca rota? —susurró con veneno—. Apuesto a que tus hermanos te protegen porque saben que tú sola no vales nada. ¿Qué haces aquí, jugando a ser adulta?
Dorian, apoyado contra la pared como un lobo en descanso, tensó la mandíbula. Su mirada se volvió hielo. Dio un paso, pero Lilith levantó una mano sin mirarlo. No necesitaba palabras para detenerlo. Él entendió.
La chica se rió otra vez, esta vez más cerca. Le empujó el brazo con el dorso de la mano, y luego, con descaro, tomó el tenedor que Lilith había dejado junto a su plato intacto.
—¿Qué pasa, princesa? ¿Ni siquiera sabes usar esto? —dijo, alzándolo como si fuera un trofeo.
Lilith se giró lentamente, como si el aire se congelara a su alrededor. Sus ojos azul cielo ya no brillaban: cortaban. Caminó hacia la chica con pasos tan silenciosos como una maldición bien pronunciada. La música pareció detenerse. El bar contuvo el aliento.
Con una elegancia letal, Lilith tomó el tenedor de sus manos, sin violencia, solo con una firmeza que no admitía réplica. Lo giró entre sus dedos como si fuera parte de un ritual antiguo, y luego lo colocó justo bajo la mandíbula de la chica, apenas tocando la piel.
—No soy una princesa —susurró, con voz de hielo—. Soy una Blackwood. Y si quisiera, este tenedor sería suficiente para que no volvieras a pronunciar mi nombre. No por falta de aire. Por falta de lengua.
La chica tembló. Intentó hablar, pero su voz se había evaporado. Lilith se inclinó, su perfume envolviendo como un bosque encantado al amanecer, y habló al oído de la intrusa con una calma que dolía.
—Tu nombre no pesa. Tu existencia no importa. Y tu arrogancia... es adorablemente suicida.
Dorian sonrió desde la sombra, orgulloso. Lilith se alejó en dirección a su hermano, con la misma calma con la que había llegado, retomando su copa como si nada hubiera ocurrido. El bar volvió a respirar y ambos hermanos salieron, ni siquiera una copa de vino podía tomar tranquila.


