La taberna parecía un refugio cálido frente al frío de la noche, pero en aquel rincón solitario el aire adquiría un peso distinto. Sus manos, enguantadas en cuero, sostenían un libro cuyo olor a polvo y humedad evocaba tumbas olvidadas. No era un simple compendio de historias, sino un manuscrito plagado de símbolos crípticos y palabras que parecían vibrar con un eco imposible, como si la tinta aún susurrara a través de los siglos.
Sus ojos verdes, cansados y obstinados, recorrían cada línea con devoción febril. El relato hablaba de dioses ajenos al entendimiento humano, de entidades que duermen en el abismo y de ciudades hundidas más allá de la cordura. Y aunque cada página le helaba el alma, no dejaba de leer.
Sus ojos verdes, cansados y obstinados, recorrían cada línea con devoción febril. El relato hablaba de dioses ajenos al entendimiento humano, de entidades que duermen en el abismo y de ciudades hundidas más allá de la cordura. Y aunque cada página le helaba el alma, no dejaba de leer.
La taberna parecía un refugio cálido frente al frío de la noche, pero en aquel rincón solitario el aire adquiría un peso distinto. Sus manos, enguantadas en cuero, sostenían un libro cuyo olor a polvo y humedad evocaba tumbas olvidadas. No era un simple compendio de historias, sino un manuscrito plagado de símbolos crípticos y palabras que parecían vibrar con un eco imposible, como si la tinta aún susurrara a través de los siglos.
Sus ojos verdes, cansados y obstinados, recorrían cada línea con devoción febril. El relato hablaba de dioses ajenos al entendimiento humano, de entidades que duermen en el abismo y de ciudades hundidas más allá de la cordura. Y aunque cada página le helaba el alma, no dejaba de leer.
