La noche llegó como la calma 𝙙𝙚𝙨𝙥𝙪é𝙨 de la tormenta. Todavía se podía sentir el pitido en los oídos, la sensación de que el suelo aún temblaba por las pisadas fuertes o las granadas que se activaban.

Sin embargo, salvo por eso, había un silencio inquietante. Como si todo estuviera muerto en el campamento improvisado que armaron, ahí, no muy lejos de la batalla. Nadie hablaba. Ni siquiera uno podía estar seguro de si estaban respirando. Habían movimientos escasos.

Micah estaba terminando de organizar sus suministros luego de haber utilizado algunos recursos. Ya había verificado que sus compañeros estuvieran bien, ahora le faltaba saber qué le quedaba disponible.

Entonces, a unos metros de distancia, sentado contra un mural destruido, entre escombros, habló uno de sus compañeros, unos de los veteranos allí. Exhaló el humo del cigarrillo mientras abrió la boca y observó al médico.

—Aún no me creo que estés aquí, Ravenscroft —tenía una media sonrisa, pero en sus ojos se notaba el cansancio—. Luego de lo que te ocurrió, mierda, pensé que ya estabas muerto. Todos lo creímos aquel día, en el pueblo.

Como respuesta Micah levantó la vista hacia él. Lo único que podían ver eran sus ojos y cejas entre el pasamontañas. Sin embargo, con una mirada podía decir mucho.

—No sé ustedes... —continuó el hombre, dando una calada al cigarrillo— este ya no es Ravenscroft... No. Es Revenant.

Se escucharon algunas risas por parte de los demás, pequeñas, leves, mientras que el mencionado por el veterano continuó con su tarea, guardando todo con meticulosidad, cada objeto justo en los lugares que él sabía de memoria.

—Creo que le queda, tiene sentido —uno de los más jóvenes se hizo presente con su voz, viendo al médico—. Siempre que lo necesitamos aparece, y si tiene que pelear, lo hace.

A partir de ese momento, cada vez que lo llamaban en persona o por radio, ese apodo se repetía hasta de manera natural: "Revenant, necesitamos apoyo". Y, si bien Micah nunca lo pidió, tampoco lo rechazó. Con el tiempo, el apodo comenzó a ser parte de él tanto como la cicatriz en su cuello que siempre trataba de ocultar.
La noche llegó como la calma 𝙙𝙚𝙨𝙥𝙪é𝙨 de la tormenta. Todavía se podía sentir el pitido en los oídos, la sensación de que el suelo aún temblaba por las pisadas fuertes o las granadas que se activaban. Sin embargo, salvo por eso, había un silencio inquietante. Como si todo estuviera muerto en el campamento improvisado que armaron, ahí, no muy lejos de la batalla. Nadie hablaba. Ni siquiera uno podía estar seguro de si estaban respirando. Habían movimientos escasos. Micah estaba terminando de organizar sus suministros luego de haber utilizado algunos recursos. Ya había verificado que sus compañeros estuvieran bien, ahora le faltaba saber qué le quedaba disponible. Entonces, a unos metros de distancia, sentado contra un mural destruido, entre escombros, habló uno de sus compañeros, unos de los veteranos allí. Exhaló el humo del cigarrillo mientras abrió la boca y observó al médico. —Aún no me creo que estés aquí, Ravenscroft —tenía una media sonrisa, pero en sus ojos se notaba el cansancio—. Luego de lo que te ocurrió, mierda, pensé que ya estabas muerto. Todos lo creímos aquel día, en el pueblo. Como respuesta Micah levantó la vista hacia él. Lo único que podían ver eran sus ojos y cejas entre el pasamontañas. Sin embargo, con una mirada podía decir mucho. —No sé ustedes... —continuó el hombre, dando una calada al cigarrillo— este ya no es Ravenscroft... No. Es Revenant. Se escucharon algunas risas por parte de los demás, pequeñas, leves, mientras que el mencionado por el veterano continuó con su tarea, guardando todo con meticulosidad, cada objeto justo en los lugares que él sabía de memoria. —Creo que le queda, tiene sentido —uno de los más jóvenes se hizo presente con su voz, viendo al médico—. Siempre que lo necesitamos aparece, y si tiene que pelear, lo hace. A partir de ese momento, cada vez que lo llamaban en persona o por radio, ese apodo se repetía hasta de manera natural: "Revenant, necesitamos apoyo". Y, si bien Micah nunca lo pidió, tampoco lo rechazó. Con el tiempo, el apodo comenzó a ser parte de él tanto como la cicatriz en su cuello que siempre trataba de ocultar.
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