La nieve caía suave sobre las calles de la ciudad, pero en los callejones donde Renjiro caminaba, solo quedaban huellas rojas. La primera víctima había intentado huir entre la multitud, pero el Fénix lo arrastró a la sombra y lo atravesó con su lanza ardiente, dejándolo colgado contra un muro ennegrecido por el fuego.
El segundo corrió directo hacia la avenida principal. Renjiro lo alcanzó en un parpadeo, sujetándolo del cuello y estrellándolo contra el asfalto. El crujir de huesos se mezcló con el grito ahogado del hombre antes de que una llamarada lo consumiera, iluminando la noche con un resplandor infernal.
Los demás intentaron dispersarse, pero fue inútil. Cada esquina del callejón se convirtió en su trampa mortal: un corte limpio en la garganta, una lanza atravesando estómagos, manos que ardían como cuchillas y que destrozaban carne y hueso. La sangre corría como un río espeso, tiñendo la nieve de carmesí.
Cuando el último empresario cayó de rodillas, implorando con las manos temblorosas, Renjiro lo miró con la misma calma con la que observa un amanecer. Bajó la lanza y le perforó el pecho, dejando que su cuerpo se desplomara sin vida.
El silencio llegó después de la masacre, roto solo por el goteo de sangre derramándose sobre el suelo helado.
Entonces lo notó: no estaba solo.
Al otro extremo del callejón, más allá de la penumbra, una silueta se mantenía de pie, observándolo con firmeza. No había gritos de horror, ni huida. Solo alguien que se había quedado a presenciar la brutalidad de un Fénix ejecutando su deber.
Renjiro ladeó la cabeza, aún con la lanza chorreando sangre, y habló en voz baja, grave:
—…Sal de las sombras. No tengo paciencia para los que se esconden.
El segundo corrió directo hacia la avenida principal. Renjiro lo alcanzó en un parpadeo, sujetándolo del cuello y estrellándolo contra el asfalto. El crujir de huesos se mezcló con el grito ahogado del hombre antes de que una llamarada lo consumiera, iluminando la noche con un resplandor infernal.
Los demás intentaron dispersarse, pero fue inútil. Cada esquina del callejón se convirtió en su trampa mortal: un corte limpio en la garganta, una lanza atravesando estómagos, manos que ardían como cuchillas y que destrozaban carne y hueso. La sangre corría como un río espeso, tiñendo la nieve de carmesí.
Cuando el último empresario cayó de rodillas, implorando con las manos temblorosas, Renjiro lo miró con la misma calma con la que observa un amanecer. Bajó la lanza y le perforó el pecho, dejando que su cuerpo se desplomara sin vida.
El silencio llegó después de la masacre, roto solo por el goteo de sangre derramándose sobre el suelo helado.
Entonces lo notó: no estaba solo.
Al otro extremo del callejón, más allá de la penumbra, una silueta se mantenía de pie, observándolo con firmeza. No había gritos de horror, ni huida. Solo alguien que se había quedado a presenciar la brutalidad de un Fénix ejecutando su deber.
Renjiro ladeó la cabeza, aún con la lanza chorreando sangre, y habló en voz baja, grave:
—…Sal de las sombras. No tengo paciencia para los que se esconden.
La nieve caía suave sobre las calles de la ciudad, pero en los callejones donde Renjiro caminaba, solo quedaban huellas rojas. La primera víctima había intentado huir entre la multitud, pero el Fénix lo arrastró a la sombra y lo atravesó con su lanza ardiente, dejándolo colgado contra un muro ennegrecido por el fuego.
El segundo corrió directo hacia la avenida principal. Renjiro lo alcanzó en un parpadeo, sujetándolo del cuello y estrellándolo contra el asfalto. El crujir de huesos se mezcló con el grito ahogado del hombre antes de que una llamarada lo consumiera, iluminando la noche con un resplandor infernal.
Los demás intentaron dispersarse, pero fue inútil. Cada esquina del callejón se convirtió en su trampa mortal: un corte limpio en la garganta, una lanza atravesando estómagos, manos que ardían como cuchillas y que destrozaban carne y hueso. La sangre corría como un río espeso, tiñendo la nieve de carmesí.
Cuando el último empresario cayó de rodillas, implorando con las manos temblorosas, Renjiro lo miró con la misma calma con la que observa un amanecer. Bajó la lanza y le perforó el pecho, dejando que su cuerpo se desplomara sin vida.
El silencio llegó después de la masacre, roto solo por el goteo de sangre derramándose sobre el suelo helado.
Entonces lo notó: no estaba solo.
Al otro extremo del callejón, más allá de la penumbra, una silueta se mantenía de pie, observándolo con firmeza. No había gritos de horror, ni huida. Solo alguien que se había quedado a presenciar la brutalidad de un Fénix ejecutando su deber.
Renjiro ladeó la cabeza, aún con la lanza chorreando sangre, y habló en voz baja, grave:
—…Sal de las sombras. No tengo paciencia para los que se esconden.


