Hoy, mientras el hilo que sostenía entre mis dedos vibraba con una extraña tensión, mis ojos se posaron en una pareja que pasaba frente a mí. A simple vista parecían dichosos, dos almas enlazadas en la ilusión de compartir un mismo destino. Ella sonreía como quien ha encontrado un refugio eterno, y su mirada irradiaba la ceguera dulce de quien cree que no hay sombra en el camino.

Él, en cambio, era un tejido distinto: lo sentía en la quietud de sus pasos, en la forma en que guardaba secretos entre la comisura de sus labios. Permanecía a su lado, sí, pero no por convicción, sino por la comodidad de un lugar donde podía esconderse, como si el afecto fuese solo un abrigo prestado.

Ella no lo percibía; sus ojos, llenos de una devoción insensata, ignoraban el peso de aquella verdad que se gestaba en silencio. Yo lo veía con claridad: la armonía que mostraban no era más que un hilo a punto de desgarrarse. Y cuando la ruptura llegara —porque era inevitable—, la herida que se abriría en ella sería más profunda que cualquier corte mío. Lo supe: ese final estaba ya escrito, y no habría fuerza en su espíritu para soportarlo.
Hoy, mientras el hilo que sostenía entre mis dedos vibraba con una extraña tensión, mis ojos se posaron en una pareja que pasaba frente a mí. A simple vista parecían dichosos, dos almas enlazadas en la ilusión de compartir un mismo destino. Ella sonreía como quien ha encontrado un refugio eterno, y su mirada irradiaba la ceguera dulce de quien cree que no hay sombra en el camino. Él, en cambio, era un tejido distinto: lo sentía en la quietud de sus pasos, en la forma en que guardaba secretos entre la comisura de sus labios. Permanecía a su lado, sí, pero no por convicción, sino por la comodidad de un lugar donde podía esconderse, como si el afecto fuese solo un abrigo prestado. Ella no lo percibía; sus ojos, llenos de una devoción insensata, ignoraban el peso de aquella verdad que se gestaba en silencio. Yo lo veía con claridad: la armonía que mostraban no era más que un hilo a punto de desgarrarse. Y cuando la ruptura llegara —porque era inevitable—, la herida que se abriría en ella sería más profunda que cualquier corte mío. Lo supe: ese final estaba ya escrito, y no habría fuerza en su espíritu para soportarlo.
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