El móvil vibró sobre la mesa de la sala mientras Thalya recogía los platos de la cena. Miró la pantalla distraída, pero al ver el nombre que aparecía en letras claras, se quedó congelada: “Yaya”. Su abuela materna.
El corazón se le encogió de golpe. Llevaba años sin verla, desde antes de que la guerra lo arrasara todo y sus padres murieran en aquel atentado. Había llamado un par de veces, siempre con excusas rápidas, siempre prometiendo que “cuando tuviera un hueco” iría a Grecia. Nunca lo cumplió.
Con las manos aún húmedas, contestó al fin.
—Yaya… —su voz salió baja, casi quebrada.
Del otro lado sonó la risa cálida y cansada de la anciana, un sonido que la devolvió a su infancia, a aquellos veranos en la isla donde el olor a café recién hecho y a pan caliente parecía eterno.
—Mi corazón… mi niña. ¿Cómo estás? Hace tanto que no escucho tu voz…
Thalya tragó saliva. Cerró los ojos, intentando mantener la compostura.
—Estoy… bien. Un poco cansada, ya sabes. Pero… bien. ¿Y tú? ¿Y el abuelo?
—Viejos, como siempre —rió su abuela, aunque con un tono nostálgico—. Te echamos de menos, Thalya. Tu madre estaría enfadada si supiera que no vienes a vernos ni siquiera en verano.
Aquellas palabras la golpearon como un puñal. Sintió que la garganta se le cerraba. Imaginó a su madre tras la barra de la cafetería, sirviendo pasteles con esa sonrisa paciente, y a su padre entrando después, con su andar firme y la chaqueta militar colgada del hombro. Imaginó que todavía podía escucharlos.
—Lo sé… —murmuró, llevándose una mano al rostro—. Lo sé, y lo siento. De verdad lo siento.
Hubo un silencio breve, roto solo por la respiración pausada de la anciana.
—No tienes que pedir perdón, niña. Pero recuerda que mientras sigas huyendo, nunca vas a curar lo que llevas dentro. No nos has perdido a nosotros. Estamos aquí.
Thalya no pudo responder enseguida. Se dejó caer en la cama, apretando el teléfono contra la oreja, con los ojos llenos de lágrimas. Le dolía la culpa, le dolía la ausencia, y le dolía más aún darse cuenta de que tenía miedo de volver, de enfrentarse a los recuerdos.
—Te prometo que iré… —susurró al fin, con un nudo en la voz.
La anciana suspiró, suave, como quien acaricia a distancia.
—Eso espero, mi corazón. Te esperamos con los brazos abiertos.
Cuando la llamada terminó, Thalya permaneció quieta en la penumbra de la habitación, con el móvil apoyado en su regazo. Sentía que aún no había superado nada, que el pasado seguía atándola, pero al menos ahora sabía que alguien, en algún lugar, seguía esperándola.
El corazón se le encogió de golpe. Llevaba años sin verla, desde antes de que la guerra lo arrasara todo y sus padres murieran en aquel atentado. Había llamado un par de veces, siempre con excusas rápidas, siempre prometiendo que “cuando tuviera un hueco” iría a Grecia. Nunca lo cumplió.
Con las manos aún húmedas, contestó al fin.
—Yaya… —su voz salió baja, casi quebrada.
Del otro lado sonó la risa cálida y cansada de la anciana, un sonido que la devolvió a su infancia, a aquellos veranos en la isla donde el olor a café recién hecho y a pan caliente parecía eterno.
—Mi corazón… mi niña. ¿Cómo estás? Hace tanto que no escucho tu voz…
Thalya tragó saliva. Cerró los ojos, intentando mantener la compostura.
—Estoy… bien. Un poco cansada, ya sabes. Pero… bien. ¿Y tú? ¿Y el abuelo?
—Viejos, como siempre —rió su abuela, aunque con un tono nostálgico—. Te echamos de menos, Thalya. Tu madre estaría enfadada si supiera que no vienes a vernos ni siquiera en verano.
Aquellas palabras la golpearon como un puñal. Sintió que la garganta se le cerraba. Imaginó a su madre tras la barra de la cafetería, sirviendo pasteles con esa sonrisa paciente, y a su padre entrando después, con su andar firme y la chaqueta militar colgada del hombro. Imaginó que todavía podía escucharlos.
—Lo sé… —murmuró, llevándose una mano al rostro—. Lo sé, y lo siento. De verdad lo siento.
Hubo un silencio breve, roto solo por la respiración pausada de la anciana.
—No tienes que pedir perdón, niña. Pero recuerda que mientras sigas huyendo, nunca vas a curar lo que llevas dentro. No nos has perdido a nosotros. Estamos aquí.
Thalya no pudo responder enseguida. Se dejó caer en la cama, apretando el teléfono contra la oreja, con los ojos llenos de lágrimas. Le dolía la culpa, le dolía la ausencia, y le dolía más aún darse cuenta de que tenía miedo de volver, de enfrentarse a los recuerdos.
—Te prometo que iré… —susurró al fin, con un nudo en la voz.
La anciana suspiró, suave, como quien acaricia a distancia.
—Eso espero, mi corazón. Te esperamos con los brazos abiertos.
Cuando la llamada terminó, Thalya permaneció quieta en la penumbra de la habitación, con el móvil apoyado en su regazo. Sentía que aún no había superado nada, que el pasado seguía atándola, pero al menos ahora sabía que alguien, en algún lugar, seguía esperándola.
El móvil vibró sobre la mesa de la sala mientras Thalya recogía los platos de la cena. Miró la pantalla distraída, pero al ver el nombre que aparecía en letras claras, se quedó congelada: “Yaya”. Su abuela materna.
El corazón se le encogió de golpe. Llevaba años sin verla, desde antes de que la guerra lo arrasara todo y sus padres murieran en aquel atentado. Había llamado un par de veces, siempre con excusas rápidas, siempre prometiendo que “cuando tuviera un hueco” iría a Grecia. Nunca lo cumplió.
Con las manos aún húmedas, contestó al fin.
—Yaya… —su voz salió baja, casi quebrada.
Del otro lado sonó la risa cálida y cansada de la anciana, un sonido que la devolvió a su infancia, a aquellos veranos en la isla donde el olor a café recién hecho y a pan caliente parecía eterno.
—Mi corazón… mi niña. ¿Cómo estás? Hace tanto que no escucho tu voz…
Thalya tragó saliva. Cerró los ojos, intentando mantener la compostura.
—Estoy… bien. Un poco cansada, ya sabes. Pero… bien. ¿Y tú? ¿Y el abuelo?
—Viejos, como siempre —rió su abuela, aunque con un tono nostálgico—. Te echamos de menos, Thalya. Tu madre estaría enfadada si supiera que no vienes a vernos ni siquiera en verano.
Aquellas palabras la golpearon como un puñal. Sintió que la garganta se le cerraba. Imaginó a su madre tras la barra de la cafetería, sirviendo pasteles con esa sonrisa paciente, y a su padre entrando después, con su andar firme y la chaqueta militar colgada del hombro. Imaginó que todavía podía escucharlos.
—Lo sé… —murmuró, llevándose una mano al rostro—. Lo sé, y lo siento. De verdad lo siento.
Hubo un silencio breve, roto solo por la respiración pausada de la anciana.
—No tienes que pedir perdón, niña. Pero recuerda que mientras sigas huyendo, nunca vas a curar lo que llevas dentro. No nos has perdido a nosotros. Estamos aquí.
Thalya no pudo responder enseguida. Se dejó caer en la cama, apretando el teléfono contra la oreja, con los ojos llenos de lágrimas. Le dolía la culpa, le dolía la ausencia, y le dolía más aún darse cuenta de que tenía miedo de volver, de enfrentarse a los recuerdos.
—Te prometo que iré… —susurró al fin, con un nudo en la voz.
La anciana suspiró, suave, como quien acaricia a distancia.
—Eso espero, mi corazón. Te esperamos con los brazos abiertos.
Cuando la llamada terminó, Thalya permaneció quieta en la penumbra de la habitación, con el móvil apoyado en su regazo. Sentía que aún no había superado nada, que el pasado seguía atándola, pero al menos ahora sabía que alguien, en algún lugar, seguía esperándola.
