La aguja se desliza por la tela con precisión.
El hilo negro atraviesa el borde del patrón como si supiera exactamente donde debe ir.
Alaska no piensa en lo que cose, al menos no del todo.
Sus manos lo hacen solas, como si estuvieran en automático.
El cuerpo recuerda lo que la mente no necesita repetir.

El apartamento está en silencio.
No hay música.
No hay televisor ni radio.
Solo el zumbido del refrigerador, el sonido constante de la máquina de coser, el goteo de la cafetera eléctrica y el 'tic-tac' del reloj que ella misma desarmó y volvió a armar la semana pasada.

Se levanta.
Las cerraduras dobles están aseguradas.
El aire huele a tela nueva y a café.
Todo está en su sitio.
Las tijeras sobre el escritorio.
Las agujas alineadas por tamaño.
Los hilos organizados por degradé de colores.

Camina hacia la ventana. Las cortinas gruesas están cerradas, pero hay una rendija. Por ella se filtra la luz de la calle. Ve sombras, movimiento, vida.

Ella no forma parte de eso.

Camina hacia el salón. Se sienta en el suelo, junto a un mueble donde guarda retazos.
El apartamento no exige respuestas.
No interpreta gestos.
No espera sonrisas.
No la mira como si tuviera que justificarse.

Aqui, no hay que fingir.
No hay que calcular si una frase fue demasiado fría o si un silencio fue demasiado largo.

Se recuesta contra la pared.
El concreto está frío. Eso sí lo entiende.
El frío no miente.
No cambia de opinión.
No se ofende.
Solo es una constante que no necesita interpretación.

Piensa en los días en que vivía con Harold.
En los espacios que no eran suyos.
En los rincones donde se escondía para no ser vista.
Este apartamento no tiene rincones. Tiene límites claros.

Se levanta.
Vuelve a su espacio de costura.
Toma asiento.
Cose otra línea.
El patrón está mal trazado.
Lo sabe. Lo sabía desde antes.
Pero no lo corrige. Lo deja así, como experimento.

Aquí, puede hablar sola sin que nadie la corrija.
O puede no hablar en absoluto.
Puede coser durante horas.
Puede comer lo mismo todos los días.

Aquí, no es la chica rara.
No es la hija del monstruo.
No es la prófuga.
Aquí, es solo Alaska.
O Danna.
O ninguna.
O ambas.

Y eso, aunque no sepa cómo se llama esa sensación, se parece mucho a estar. . . bien.
La aguja se desliza por la tela con precisión. El hilo negro atraviesa el borde del patrón como si supiera exactamente donde debe ir. Alaska no piensa en lo que cose, al menos no del todo. Sus manos lo hacen solas, como si estuvieran en automático. El cuerpo recuerda lo que la mente no necesita repetir. El apartamento está en silencio. No hay música. No hay televisor ni radio. Solo el zumbido del refrigerador, el sonido constante de la máquina de coser, el goteo de la cafetera eléctrica y el 'tic-tac' del reloj que ella misma desarmó y volvió a armar la semana pasada. Se levanta. Las cerraduras dobles están aseguradas. El aire huele a tela nueva y a café. Todo está en su sitio. Las tijeras sobre el escritorio. Las agujas alineadas por tamaño. Los hilos organizados por degradé de colores. Camina hacia la ventana. Las cortinas gruesas están cerradas, pero hay una rendija. Por ella se filtra la luz de la calle. Ve sombras, movimiento, vida. Ella no forma parte de eso. Camina hacia el salón. Se sienta en el suelo, junto a un mueble donde guarda retazos. El apartamento no exige respuestas. No interpreta gestos. No espera sonrisas. No la mira como si tuviera que justificarse. Aqui, no hay que fingir. No hay que calcular si una frase fue demasiado fría o si un silencio fue demasiado largo. Se recuesta contra la pared. El concreto está frío. Eso sí lo entiende. El frío no miente. No cambia de opinión. No se ofende. Solo es una constante que no necesita interpretación. Piensa en los días en que vivía con Harold. En los espacios que no eran suyos. En los rincones donde se escondía para no ser vista. Este apartamento no tiene rincones. Tiene límites claros. Se levanta. Vuelve a su espacio de costura. Toma asiento. Cose otra línea. El patrón está mal trazado. Lo sabe. Lo sabía desde antes. Pero no lo corrige. Lo deja así, como experimento. Aquí, puede hablar sola sin que nadie la corrija. O puede no hablar en absoluto. Puede coser durante horas. Puede comer lo mismo todos los días. Aquí, no es la chica rara. No es la hija del monstruo. No es la prófuga. Aquí, es solo Alaska. O Danna. O ninguna. O ambas. Y eso, aunque no sepa cómo se llama esa sensación, se parece mucho a estar. . . bien.
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