Empujé la puerta del garaje con el hombro, asegurándome de cerrarla con doble pestillo tras mí. El silencio denso del lugar sólo se rompía por el zumbido lejano de la nevera industrial y mi propia respiración contenida. El tipo, aún inconsciente, colgaba de las muñecas de la viga central, asegurado con unas bridas que no se soltarían ni con un milagro.

Esperé, sentada en la banqueta metálica, girando lentamente el cuchillo entre mis dedos. Tardó unos quince minutos en gemir y abrir los ojos. Cuando los enfocó en mí, vi cómo le cambiaba la cara de inmediato: terror mezclado con rabia.

—Bienvenido de vuelta —murmuré, levantándome con calma—. Esto va a ser rápido si colaboras.

—No sé de qué hablas… —balbuceó, apenas probando las bridas.

—Oh, claro que sabes —respondí, inclinándome para que sintiera mi aliento frío en la cara—. Tatuajes, misma marca, mismo patrón de cobardes. Ya tenemos a Luca Ferraro. Pero hay otros dos… y tú me vas a decir quiénes son.

No contestó. Así que el filo del cuchillo le acarició el muslo, apenas un rasguño, lo suficiente para que soltara un gruñido.

—¿Vas a hacerme hablar así? —escupió, intentando mostrarse duro.

—No —dije sonriendo apenas—. Te voy a hacer suplicar.

No necesité más que tres minutos: un par de cortes bien colocados, presión en la herida y un puñetazo seco en las costillas. Cuando empezó a temblar, las palabras salieron atropelladas: “No fue sólo Luca… estuvo Dario Greco… y un tal Romano, no sé su nombre completo…”

Apunté los nombres en mi cabeza, limpié el cuchillo con un trapo y lo dejé sangrando pero vivo.

Subí a la habitación sin prisas, quitándome los guantes de cuero mientras sentía el olor metálico impregnado en mi piel.
Angela seguia recuperándose aunque ya estaba casi perfecta, recostada contra la cabecera, aunque sus ojos se iluminaron al verme entrar.

—Tenemos nombres —dije, sentándome a su lado y tomando su mano—. Dario Greco y Romano algo. El tipo abajo no va a durar mucho, pero ya nos dijo lo suficiente.

Vi cómo su mandíbula se tensaba, esa rabia contenida que conocía demasiado bien.

Acaricié su mejilla con el pulgar—. Primero los encontraremos. Luego decidirás qué hacer con ellos.

Angela Di Trapani
Empujé la puerta del garaje con el hombro, asegurándome de cerrarla con doble pestillo tras mí. El silencio denso del lugar sólo se rompía por el zumbido lejano de la nevera industrial y mi propia respiración contenida. El tipo, aún inconsciente, colgaba de las muñecas de la viga central, asegurado con unas bridas que no se soltarían ni con un milagro. Esperé, sentada en la banqueta metálica, girando lentamente el cuchillo entre mis dedos. Tardó unos quince minutos en gemir y abrir los ojos. Cuando los enfocó en mí, vi cómo le cambiaba la cara de inmediato: terror mezclado con rabia. —Bienvenido de vuelta —murmuré, levantándome con calma—. Esto va a ser rápido si colaboras. —No sé de qué hablas… —balbuceó, apenas probando las bridas. —Oh, claro que sabes —respondí, inclinándome para que sintiera mi aliento frío en la cara—. Tatuajes, misma marca, mismo patrón de cobardes. Ya tenemos a Luca Ferraro. Pero hay otros dos… y tú me vas a decir quiénes son. No contestó. Así que el filo del cuchillo le acarició el muslo, apenas un rasguño, lo suficiente para que soltara un gruñido. —¿Vas a hacerme hablar así? —escupió, intentando mostrarse duro. —No —dije sonriendo apenas—. Te voy a hacer suplicar. No necesité más que tres minutos: un par de cortes bien colocados, presión en la herida y un puñetazo seco en las costillas. Cuando empezó a temblar, las palabras salieron atropelladas: “No fue sólo Luca… estuvo Dario Greco… y un tal Romano, no sé su nombre completo…” Apunté los nombres en mi cabeza, limpié el cuchillo con un trapo y lo dejé sangrando pero vivo. Subí a la habitación sin prisas, quitándome los guantes de cuero mientras sentía el olor metálico impregnado en mi piel. Angela seguia recuperándose aunque ya estaba casi perfecta, recostada contra la cabecera, aunque sus ojos se iluminaron al verme entrar. —Tenemos nombres —dije, sentándome a su lado y tomando su mano—. Dario Greco y Romano algo. El tipo abajo no va a durar mucho, pero ya nos dijo lo suficiente. Vi cómo su mandíbula se tensaba, esa rabia contenida que conocía demasiado bien. Acaricié su mejilla con el pulgar—. Primero los encontraremos. Luego decidirás qué hacer con ellos. [haze_orange_shark_766]
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