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๐„๐ง ๐ฅ๐š ๐„๐ซ๐š ๐๐ž ๐ฅ๐จ๐ฌ ๐กé๐ซ๐จ๐ž๐ฌ ๐ฒ ๐ฆ๐จ๐ง๐ฌ๐ญ๐ซ๐ฎ๐จ๐ฌ

Los cielos sangraban. Columnas humeantes y cenizas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la noche. Fuego y oscuridad fundidos en uno solo.

Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban flechas, espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor.

Las llamas recortaron la silueta cálida de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo al absorber el impacto.

El héroe alzó su brazo, arrastrando ambas armas y dejando el espacio suficiente para que el filo de bronce celestial de su espada abriera el abdomen desprotegido del jinete, que cayó desplomado de su montura.

โ”€โ”€โ”€โ”€¡Rápido! –gruñó a su compañero que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí.

โ”€โ”€โ”€โ”€No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado.

A lo lejos, la muralla se erigió sobre la ciudad. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. El héroe apretó el puño.

No había podido salvar a su gente. Ni a su ciudad. Ellos los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. Que tontos, que ilusos fueron al creer que tenían la victoria en sus manos.

«Más rápido».

Las enormes puertas del norte estaban abiertas de par en par. Una última oportunidad. El viento silbaba entre las llamas. La ciudad ardía a su alrededor convertida en una tumba. Su tumba.

โ”€โ”€โ”€โ”€¡Los muelles cayeron! –su compañero apretó los dientes. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. Tomaremos el río subterráneo. Si no nos traga primero, nos escupirá libres a...

El aire silbó. Un destello de hierro.

No pudo terminar. Una lanza afilada atravesó su pecho y su grito se quebró en la sangre. Su cuerpo trastabilló y rodó sin vida al suelo.

Se quedó helado. Todo a su alrededor parecía desvanecerse: el choque de las espadas, las flechas surcando la noche, el rugido de las llamas. Solo escuchaba el golpe seco del cuerpo de su amigo contra las piedras, repitiéndose una y otra vez.

«No».

El héroe se inclinó y jaló las riendas con un rugido de furia. Los caballos relincharon, encabritándose y por un instante, el carro se elevó entre la cenizas antes de detenerse en seco.

El héroe saltó del carro y corrió hacia su compañero caído. Sus dedos, helados y temblorosos, retiraron el casco de su cabeza y apretaron con fuerza aquella mano que pronto comenzaba a enfriarse.

Su compañero, el hombre que había compartido con él tantas batallas. El que sabía cuándo callar. Cuándo reírse de la muerte para no dejarse tragar por el miedo a ella. Un hermano forjado en el campo de batalla y que en ese momento, se le escapaba de entre los dedos.

«No...»

En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El general Diomedes contemplaba la escena con una calma cruel, mortal. Era un agila majestuosa, vigilando desde lo alto, aguardando el momento de descender sobre su presa.

โ”€โ”€โ”€โ”€Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada–. El chico es mío.

Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal.

โ”€โ”€โ”€โ”€¡Ah! No temas hijo de la Tejedora de Engaños –dijo con falsa dulzura. Cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos.

Diomedes arrojó la lanza.

Una voz femenina resonó en el humo denso, llamando al héroe.

โ”€โ”€โ”€โ”€¡Eneas!

El corazón del héroe latió con fuerza. La lanza cortó el aire, la punta reflejando la ciudad sangrando en ruinas.

โ”€โ”€โ”€โ”€¡Eneas!

Alzó la mirada. Entre la bruma espesa y partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba. La habría reconocido en la más densa oscuridad. Pequeña, grácil. Con su cabello color vino flotando con cada paso, sus sandalias doradas corriendo en el caos.

Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo. Su confidente. Su guardiana.

Afro.

Y ahora corría hacia el sin pensar en el peligro, su rostro celestial pálido del terror.

Su madre, la diosa del amor había llegado para salvar a su hijo.
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