El café de la esquina olía a croissants y a rutina, justo lo que Isla más odiaba. Se sentó en la mesa del fondo, como siempre, con la espalda pegada a la pared para tener toda la sala a la vista. Vestía vaqueros oscuros, botas militares y una chaqueta de cuero desgastada; nada llamativo, pero imposible no notar la seguridad con la que se movía.

La camarera dejó el café sobre la mesa.
—¿Lo de siempre? —preguntó con una sonrisa nerviosa.
—Si algún día cambio, sabrás que algo va mal —respondió Isla sin levantar la vista del móvil.

Un chico joven, traje barato, entró apresurado y se sentó frente a ella sin preguntar.
—¿Tú eres Rowan? —balbuceó.
—Depende. ¿Eres de los que pagan o de los que hablan demasiado?

El chico tragó saliva y deslizó un sobre por la mesa. Isla ni lo miró; se limitó a moverlo con el dedo índice hasta su lado.
—Perfecto. Y ahora —dijo, tomando un sorbo de café— desaparece antes de que alguien piense que somos amigos.

El chico se levantó tan rápido que casi tiró la silla. Isla lo siguió con la mirada, apenas divertida. Luego dejó unos billetes sobre la mesa y salió, como si fuera solo otra mañana cualquiera. Nadie en ese café sabía que acababa de aceptar un trabajo que terminaría en pólvora y sangre.
El café de la esquina olía a croissants y a rutina, justo lo que Isla más odiaba. Se sentó en la mesa del fondo, como siempre, con la espalda pegada a la pared para tener toda la sala a la vista. Vestía vaqueros oscuros, botas militares y una chaqueta de cuero desgastada; nada llamativo, pero imposible no notar la seguridad con la que se movía. La camarera dejó el café sobre la mesa. —¿Lo de siempre? —preguntó con una sonrisa nerviosa. —Si algún día cambio, sabrás que algo va mal —respondió Isla sin levantar la vista del móvil. Un chico joven, traje barato, entró apresurado y se sentó frente a ella sin preguntar. —¿Tú eres Rowan? —balbuceó. —Depende. ¿Eres de los que pagan o de los que hablan demasiado? El chico tragó saliva y deslizó un sobre por la mesa. Isla ni lo miró; se limitó a moverlo con el dedo índice hasta su lado. —Perfecto. Y ahora —dijo, tomando un sorbo de café— desaparece antes de que alguien piense que somos amigos. El chico se levantó tan rápido que casi tiró la silla. Isla lo siguió con la mirada, apenas divertida. Luego dejó unos billetes sobre la mesa y salió, como si fuera solo otra mañana cualquiera. Nadie en ese café sabía que acababa de aceptar un trabajo que terminaría en pólvora y sangre.
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