[𝑼𝒏 𝒑𝒐𝒄𝒐 π’Žá𝒔 𝒅𝒆 𝒆𝒔𝒕𝒐, π’š π’—π’π’š 𝒂 π’…π’Šπ’”π’‘π’‚π’“π’‚π’“ 𝒂 π’‚π’π’ˆπ’–π’Šπ’†π’.── 𝐋𝐄𝐓 πŒπ„ π…πˆππƒ π˜πŽπ”]






Papeles.
Montones de papeles.
Tantos que parecían irreales, casi un mal chiste de oficina. Una tortura lenta disfrazada de burocracia.

No solo llevaba semanas sin salir de la oficina, sino que además tenía que lidiar con los hijos de puta que el ruso había mandado. Dar un paso en falso significaba desatar una cadena de explosiones que ya no podía contener.
Y enviarlos a matar... imposible. No eran hombres cualquiera. Eran entrenados por Kiev. No dejaban rastros. No seguían patrones. Y eso, justo eso, lo estaba volviendo loco.

Malditos rusos.

La vigilancia sobre sus movimientos se había intensificado. Por un momento temió que aquella carta enviada a Italia hubiera salido a la luz. Pero no... aún no.
Aún respiraba.

Y respiraba mal.

Las reuniones lo drenaban. Como si cada palabra fuera un trago de veneno lento. Lo mantenía en pie solo la idea de que sus domingos eran sagrados. Los pocos días donde el silencio no era enemigo.

Pero ni eso era suficiente. El cansancio le calaba en los huesos. La presión no solo pesaba en la espalda, sino que le nublaba el sueño.
Pesadillas, sudor frío, esa voz…
Esa maldita voz rusa repitiéndosele detrás del cráneo.

—Un poco más… un poco más y me vuelo los sesos. —murmuró con la voz rasposa, tragándose la rabia que ya le ardía en el pecho.

Estaba harto.
Agotado.
Y dejar todo atrás ya empezaba a parecer una opción razonable.

Fue entonces cuando los pasos comenzaron.
Rápidos, desordenados.
Gritos afuera, su gente alterada. Algunas voces femeninas alzadas.

Molestia. Otra vez. Otra interrupción. Otro intento, quizás, de clavarle un puñal.

—¿Ahora quién mierda...? —susurró, los dientes apretados.

Las puertas se abrieron de golpe. El viento estalló en la oficina y las pilas de papeles volaron por el aire, como si el mundo hubiera estornudado justo en su escritorio.

Ya no lo pensó.
Actuó.

Abrió el cajón.
Sacó el arma.
Y disparó.

Solo que…

En el instante en que el sonido de la bala aún rebotaba en las paredes, sus ojos la reconocieron.
Cabello rojo.
Ojos dorados.
La furia brillando en su expresión.

Y entonces sí.
Todo se detuvo.

El humo del disparo flotó en el aire como una burla.

—Merde... —escupió Ryan, sintiendo cómo el estómago se le hundía.

La había cagado.

[...3...]
[𝑼𝒏 𝒑𝒐𝒄𝒐 π’Žá𝒔 𝒅𝒆 𝒆𝒔𝒕𝒐, π’š π’—π’π’š 𝒂 π’…π’Šπ’”π’‘π’‚π’“π’‚π’“ 𝒂 π’‚π’π’ˆπ’–π’Šπ’†π’.── 𝐋𝐄𝐓 πŒπ„ π…πˆππƒ π˜πŽπ”] Papeles. Montones de papeles. Tantos que parecían irreales, casi un mal chiste de oficina. Una tortura lenta disfrazada de burocracia. No solo llevaba semanas sin salir de la oficina, sino que además tenía que lidiar con los hijos de puta que el ruso había mandado. Dar un paso en falso significaba desatar una cadena de explosiones que ya no podía contener. Y enviarlos a matar... imposible. No eran hombres cualquiera. Eran entrenados por Kiev. No dejaban rastros. No seguían patrones. Y eso, justo eso, lo estaba volviendo loco. Malditos rusos. La vigilancia sobre sus movimientos se había intensificado. Por un momento temió que aquella carta enviada a Italia hubiera salido a la luz. Pero no... aún no. Aún respiraba. Y respiraba mal. Las reuniones lo drenaban. Como si cada palabra fuera un trago de veneno lento. Lo mantenía en pie solo la idea de que sus domingos eran sagrados. Los pocos días donde el silencio no era enemigo. Pero ni eso era suficiente. El cansancio le calaba en los huesos. La presión no solo pesaba en la espalda, sino que le nublaba el sueño. Pesadillas, sudor frío, esa voz… Esa maldita voz rusa repitiéndosele detrás del cráneo. —Un poco más… un poco más y me vuelo los sesos. —murmuró con la voz rasposa, tragándose la rabia que ya le ardía en el pecho. Estaba harto. Agotado. Y dejar todo atrás ya empezaba a parecer una opción razonable. Fue entonces cuando los pasos comenzaron. Rápidos, desordenados. Gritos afuera, su gente alterada. Algunas voces femeninas alzadas. Molestia. Otra vez. Otra interrupción. Otro intento, quizás, de clavarle un puñal. —¿Ahora quién mierda...? —susurró, los dientes apretados. Las puertas se abrieron de golpe. El viento estalló en la oficina y las pilas de papeles volaron por el aire, como si el mundo hubiera estornudado justo en su escritorio. Ya no lo pensó. Actuó. Abrió el cajón. Sacó el arma. Y disparó. Solo que… En el instante en que el sonido de la bala aún rebotaba en las paredes, sus ojos la reconocieron. Cabello rojo. Ojos dorados. La furia brillando en su expresión. Y entonces sí. Todo se detuvo. El humo del disparo flotó en el aire como una burla. —Merde... —escupió Ryan, sintiendo cómo el estómago se le hundía. La había cagado. [...3...]
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