El silbido lejano de una bala perdida se apagó entre escombros. Thalya se agazapó tras un muro derrumbado, con el fusil apoyado en las rodillas y los dedos manchados de tierra y sangre ajena. El humo olía a carne, a metal caliente, a algo que ya había olido demasiadas veces como para seguir estremeciéndose.
Pero no era el olor lo que la tenía en silencio.
Era la noche. Y lo que la noche le traía.
Cerró los ojos un instante. Sólo un segundo.
Y allí estaba otra vez. Él.
Su padre. Su voz grave. Su silueta de sombra recortada contra el amanecer de aquel campo de entrenamiento improvisado. Ella tendría… ¿siete? ¿Ocho? Apenas alcanzaba a sostener el peso de la pistola entre las manos.
—“No te estoy enseñando a matar, Thalya.”
Ella había levantado la mirada, confundida. Sus rodillas raspadas. Sus manos temblando.
—“Te estoy enseñando a que no te maten.”
Ese fue el primer día que disparó a algo que se movía. No era un enemigo. Era una liebre. Saltó por el disparo, no por el miedo. Y acertó.
Thalya volvió al presente cuando oyó el crujido de una bota en la grava. Apretó la mandíbula y desenfundó el arma sin pensarlo. Su cuerpo sabía qué hacer. Su mente… no tanto.
A veces deseaba que él siguiera vivo para preguntarle por qué les enseñó a sobrevivir, pero no a vivir con lo que vendría después.
El silencio volvió. Ella también.
La guerra no le dejaba tiempo para llorar. Pero sí para recordar.
Pero no era el olor lo que la tenía en silencio.
Era la noche. Y lo que la noche le traía.
Cerró los ojos un instante. Sólo un segundo.
Y allí estaba otra vez. Él.
Su padre. Su voz grave. Su silueta de sombra recortada contra el amanecer de aquel campo de entrenamiento improvisado. Ella tendría… ¿siete? ¿Ocho? Apenas alcanzaba a sostener el peso de la pistola entre las manos.
—“No te estoy enseñando a matar, Thalya.”
Ella había levantado la mirada, confundida. Sus rodillas raspadas. Sus manos temblando.
—“Te estoy enseñando a que no te maten.”
Ese fue el primer día que disparó a algo que se movía. No era un enemigo. Era una liebre. Saltó por el disparo, no por el miedo. Y acertó.
Thalya volvió al presente cuando oyó el crujido de una bota en la grava. Apretó la mandíbula y desenfundó el arma sin pensarlo. Su cuerpo sabía qué hacer. Su mente… no tanto.
A veces deseaba que él siguiera vivo para preguntarle por qué les enseñó a sobrevivir, pero no a vivir con lo que vendría después.
El silencio volvió. Ella también.
La guerra no le dejaba tiempo para llorar. Pero sí para recordar.
El silbido lejano de una bala perdida se apagó entre escombros. Thalya se agazapó tras un muro derrumbado, con el fusil apoyado en las rodillas y los dedos manchados de tierra y sangre ajena. El humo olía a carne, a metal caliente, a algo que ya había olido demasiadas veces como para seguir estremeciéndose.
Pero no era el olor lo que la tenía en silencio.
Era la noche. Y lo que la noche le traía.
Cerró los ojos un instante. Sólo un segundo.
Y allí estaba otra vez. Él.
Su padre. Su voz grave. Su silueta de sombra recortada contra el amanecer de aquel campo de entrenamiento improvisado. Ella tendría… ¿siete? ¿Ocho? Apenas alcanzaba a sostener el peso de la pistola entre las manos.
—“No te estoy enseñando a matar, Thalya.”
Ella había levantado la mirada, confundida. Sus rodillas raspadas. Sus manos temblando.
—“Te estoy enseñando a que no te maten.”
Ese fue el primer día que disparó a algo que se movía. No era un enemigo. Era una liebre. Saltó por el disparo, no por el miedo. Y acertó.
Thalya volvió al presente cuando oyó el crujido de una bota en la grava. Apretó la mandíbula y desenfundó el arma sin pensarlo. Su cuerpo sabía qué hacer. Su mente… no tanto.
A veces deseaba que él siguiera vivo para preguntarle por qué les enseñó a sobrevivir, pero no a vivir con lo que vendría después.
El silencio volvió. Ella también.
La guerra no le dejaba tiempo para llorar. Pero sí para recordar.
