Hubo un día en el que Susan dejó de ver a Mateo Riddle como un misterio fascinante y comenzó a verlo como una maldición con ojos hermosos.
El sol no se atrevía a salir del todo aquella mañana. Las ventanas del Ala de Encantamientos estaban cubiertas por una bruma grisácea que parecía haber nacido de un presagio. A ella le bastó una mirada. No necesitó un pergamino, ni un mensaje anónimo. No hubo necesidad de que alguien se lo contara. Susan lo sintió.
Porque el amor, aunque tibio y dulce en su origen, también tiene un instinto que arde cuando duele. Lo vio en sus manos: la ligera mancha oscura en la muñeca izquierda, apenas visible entre los pliegues de su túnica. No era tinta. No era una sombra. Era la Marca Tenebrosa.
Y entonces, todo se quebró en silencio.
Susan Bones—la sobrina de Amelia, la hija del linaje que conoció la guerra y la pérdida—se convirtió, por un momento, en una mujer detenida entre dos mundos: el que creía que podía construir con él… y el que él ya había elegido sin ella.
No dijo nada al principio. Solo bajó la mirada. Tragó el nudo en la garganta con la dignidad que le enseñaron las mujeres de su familia. Y cuando por fin alzó la vista, él ya la estaba observando con esa expresión que no suplicaba perdón… sino comprensión.
Pero ella no iba a darle esa salida.
—¿Hace cuánto lo decidiste? —preguntó sin temblor en la voz, aunque por dentro se sentía hecha cenizas—. ¿Antes o después de besarme por primera vez?
Mateo no respondió. No porque no tuviera palabras, sino porque ninguna bastaba para sostener lo que estaba a punto de desmoronarse entre ellos. Y Susan, la eterna justiciera silenciosa, entendió en ese instante que amarlo no iba a ser su redención, sino su condena.
Dio media vuelta. No corrió. No lloró. Solo caminó, como si dejara atrás un universo alterno, una promesa nunca dicha, un destino que jamás les pertenecería.
Aquel día, Susan no perdió a un enamorado. Perdió la idea de que el bien y el mal eran tan sencillos como las casas en Hogwarts. Perdió la esperanza de que su corazón podría estar a salvo en los brazos de alguien con sangre Riddle.
Y aunque su varita no tembló cuando días después lo enfrentó en el campo de batalla, su alma sí lo hizo. Porque a veces, lo más doloroso no es pelear contra el enemigo… sino saber que, alguna vez, fue tu amor.
El sol no se atrevía a salir del todo aquella mañana. Las ventanas del Ala de Encantamientos estaban cubiertas por una bruma grisácea que parecía haber nacido de un presagio. A ella le bastó una mirada. No necesitó un pergamino, ni un mensaje anónimo. No hubo necesidad de que alguien se lo contara. Susan lo sintió.
Porque el amor, aunque tibio y dulce en su origen, también tiene un instinto que arde cuando duele. Lo vio en sus manos: la ligera mancha oscura en la muñeca izquierda, apenas visible entre los pliegues de su túnica. No era tinta. No era una sombra. Era la Marca Tenebrosa.
Y entonces, todo se quebró en silencio.
Susan Bones—la sobrina de Amelia, la hija del linaje que conoció la guerra y la pérdida—se convirtió, por un momento, en una mujer detenida entre dos mundos: el que creía que podía construir con él… y el que él ya había elegido sin ella.
No dijo nada al principio. Solo bajó la mirada. Tragó el nudo en la garganta con la dignidad que le enseñaron las mujeres de su familia. Y cuando por fin alzó la vista, él ya la estaba observando con esa expresión que no suplicaba perdón… sino comprensión.
Pero ella no iba a darle esa salida.
—¿Hace cuánto lo decidiste? —preguntó sin temblor en la voz, aunque por dentro se sentía hecha cenizas—. ¿Antes o después de besarme por primera vez?
Mateo no respondió. No porque no tuviera palabras, sino porque ninguna bastaba para sostener lo que estaba a punto de desmoronarse entre ellos. Y Susan, la eterna justiciera silenciosa, entendió en ese instante que amarlo no iba a ser su redención, sino su condena.
Dio media vuelta. No corrió. No lloró. Solo caminó, como si dejara atrás un universo alterno, una promesa nunca dicha, un destino que jamás les pertenecería.
Aquel día, Susan no perdió a un enamorado. Perdió la idea de que el bien y el mal eran tan sencillos como las casas en Hogwarts. Perdió la esperanza de que su corazón podría estar a salvo en los brazos de alguien con sangre Riddle.
Y aunque su varita no tembló cuando días después lo enfrentó en el campo de batalla, su alma sí lo hizo. Porque a veces, lo más doloroso no es pelear contra el enemigo… sino saber que, alguna vez, fue tu amor.
Hubo un día en el que Susan dejó de ver a Mateo Riddle como un misterio fascinante y comenzó a verlo como una maldición con ojos hermosos.
El sol no se atrevía a salir del todo aquella mañana. Las ventanas del Ala de Encantamientos estaban cubiertas por una bruma grisácea que parecía haber nacido de un presagio. A ella le bastó una mirada. No necesitó un pergamino, ni un mensaje anónimo. No hubo necesidad de que alguien se lo contara. Susan lo sintió.
Porque el amor, aunque tibio y dulce en su origen, también tiene un instinto que arde cuando duele. Lo vio en sus manos: la ligera mancha oscura en la muñeca izquierda, apenas visible entre los pliegues de su túnica. No era tinta. No era una sombra. Era la Marca Tenebrosa.
Y entonces, todo se quebró en silencio.
Susan Bones—la sobrina de Amelia, la hija del linaje que conoció la guerra y la pérdida—se convirtió, por un momento, en una mujer detenida entre dos mundos: el que creía que podía construir con él… y el que él ya había elegido sin ella.
No dijo nada al principio. Solo bajó la mirada. Tragó el nudo en la garganta con la dignidad que le enseñaron las mujeres de su familia. Y cuando por fin alzó la vista, él ya la estaba observando con esa expresión que no suplicaba perdón… sino comprensión.
Pero ella no iba a darle esa salida.
—¿Hace cuánto lo decidiste? —preguntó sin temblor en la voz, aunque por dentro se sentía hecha cenizas—. ¿Antes o después de besarme por primera vez?
Mateo no respondió. No porque no tuviera palabras, sino porque ninguna bastaba para sostener lo que estaba a punto de desmoronarse entre ellos. Y Susan, la eterna justiciera silenciosa, entendió en ese instante que amarlo no iba a ser su redención, sino su condena.
Dio media vuelta. No corrió. No lloró. Solo caminó, como si dejara atrás un universo alterno, una promesa nunca dicha, un destino que jamás les pertenecería.
Aquel día, Susan no perdió a un enamorado. Perdió la idea de que el bien y el mal eran tan sencillos como las casas en Hogwarts. Perdió la esperanza de que su corazón podría estar a salvo en los brazos de alguien con sangre Riddle.
Y aunque su varita no tembló cuando días después lo enfrentó en el campo de batalla, su alma sí lo hizo. Porque a veces, lo más doloroso no es pelear contra el enemigo… sino saber que, alguna vez, fue tu amor.
