Los días habían sido largos en el Olimpo, cargados de ecos, decisiones antiguas y memorias que parecían no desvanecerse nunca. Pero Hera, la reina de los cielos, no era solo de mármol y solemnidad. Había algo en ella que empezaba a buscar cambio, una brisa nueva que le murmuraba que el ciclo debía romperse… aunque fuera solo por una noche.

Se miró frente al espejo de obsidiana. El reflejo le devolvía la misma imagen que había conocido durante siglos: su cabello oscuro, como el firmamento en guerra. Pero en sus ojos brillaba una idea inesperada. Por primera vez en una eternidad, deseó verse diferente. No por nadie más, sino por ella.

—¿Y si el oro del sol pudiera ser mío? —murmuró.

Sin más, conjuró la esencia del amanecer, atrapó la luz del alba entre sus dedos y la llevó a sus cabellos. En segundos, mechones dorados comenzaron a ondear con suavidad, como si el sol mismo hubiese decidido vivir en ellos. Hera sonrió, no con arrogancia, sino con una ternura que solo las diosas cansadas de sus propias sombras conocen.

Vestida con un ligero atuendo de estrellas, partió sola, dejando atrás columnas y altares. Su destino era el lago celestial, oculto entre nubes de algodón, donde el agua reflejaba el cielo y el tiempo se detenía a mirar.

Cuando llegó, el atardecer ya comenzaba a besar el horizonte. El cielo se teñía de oro y lavanda, como si celebrara el cambio con ella. Hera se acercó a la orilla, el viento acariciando su cabello recién transformado, y se quedó quieta, contemplando su reflejo en el lago. Por un instante, no era la reina del Olimpo. No era esposa de un dios ni madre de una estirpe divina.

Era solo una mujer mirando su alma reflejada en la calma del mundo.

—Tal vez... —susurró— la eternidad no está en la gloria, sino en momentos como este.

Y se quedó ahí, mientras el último rayo de sol le iluminaba el rostro. Rubia como la promesa de un nuevo comienzo.
Los días habían sido largos en el Olimpo, cargados de ecos, decisiones antiguas y memorias que parecían no desvanecerse nunca. Pero Hera, la reina de los cielos, no era solo de mármol y solemnidad. Había algo en ella que empezaba a buscar cambio, una brisa nueva que le murmuraba que el ciclo debía romperse… aunque fuera solo por una noche. Se miró frente al espejo de obsidiana. El reflejo le devolvía la misma imagen que había conocido durante siglos: su cabello oscuro, como el firmamento en guerra. Pero en sus ojos brillaba una idea inesperada. Por primera vez en una eternidad, deseó verse diferente. No por nadie más, sino por ella. —¿Y si el oro del sol pudiera ser mío? —murmuró. Sin más, conjuró la esencia del amanecer, atrapó la luz del alba entre sus dedos y la llevó a sus cabellos. En segundos, mechones dorados comenzaron a ondear con suavidad, como si el sol mismo hubiese decidido vivir en ellos. Hera sonrió, no con arrogancia, sino con una ternura que solo las diosas cansadas de sus propias sombras conocen. Vestida con un ligero atuendo de estrellas, partió sola, dejando atrás columnas y altares. Su destino era el lago celestial, oculto entre nubes de algodón, donde el agua reflejaba el cielo y el tiempo se detenía a mirar. Cuando llegó, el atardecer ya comenzaba a besar el horizonte. El cielo se teñía de oro y lavanda, como si celebrara el cambio con ella. Hera se acercó a la orilla, el viento acariciando su cabello recién transformado, y se quedó quieta, contemplando su reflejo en el lago. Por un instante, no era la reina del Olimpo. No era esposa de un dios ni madre de una estirpe divina. Era solo una mujer mirando su alma reflejada en la calma del mundo. —Tal vez... —susurró— la eternidad no está en la gloria, sino en momentos como este. Y se quedó ahí, mientras el último rayo de sol le iluminaba el rostro. Rubia como la promesa de un nuevo comienzo.
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