A veces, Ozen recordaba aquel día con una claridad insoportable.

El cielo estaba tan azul que casi parecía una burla, como si realmente valiera la pena observarlo antes de que perdiera su color.

Lyza estaba de pie junto a ella, con esa energía desbordante que parecía imposible de apagar y que tan insoportable le parecía a Ozen.

Simplemente observaban la ciudad, como Ozen solía hacer. El viento agitaba el plumaje del sombrero de Lyza, y ella sonreía como si el mundo entero aún le perteneciera.

Ozen no dijo nada, siempre era así. Pensó en alzar la voz, pero optó por observar y escuchar, y por esa decisión, ahora, esa escena la perseguía como un castigo.

No por lo que se dijo, sino por todo lo que no fue dicho.

Años después, la ciudad seguía allí, tan ruidosa y colorida como siempre, pero a Ozen le parecía hueca, sofocante, ya no había nada que le interesara aquí. No había lugar, ni deber, ni prestigio suficiente para reconstruir lo que su partida había roto.

Y, sin embargo, debía seguir siendo La Inamovible.

Debía mantenerse firme, sin grietas, como si esa imagen no la desgarrara por dentro. Como si no sintiera, cada vez que miraba a la ciudad, que algo esencial se había hundido para siempre.

A veces se preguntaba si fue cobarde. Si debió decirle que no bajara. Que quedarse también era un acto de valentía. Que si alguien la juzgaba, Ozen la protegería.

Pero no lo hizo.

Y ahora solo le quedaba ese recuerdo, grabado en el rincón más frágil de su mente.

Una figura con una pluma al viento. Un cielo abierto que ya no vuelve.

Y una soledad que nunca se pudo llenar.
A veces, Ozen recordaba aquel día con una claridad insoportable. El cielo estaba tan azul que casi parecía una burla, como si realmente valiera la pena observarlo antes de que perdiera su color. Lyza estaba de pie junto a ella, con esa energía desbordante que parecía imposible de apagar y que tan insoportable le parecía a Ozen. Simplemente observaban la ciudad, como Ozen solía hacer. El viento agitaba el plumaje del sombrero de Lyza, y ella sonreía como si el mundo entero aún le perteneciera. Ozen no dijo nada, siempre era así. Pensó en alzar la voz, pero optó por observar y escuchar, y por esa decisión, ahora, esa escena la perseguía como un castigo. No por lo que se dijo, sino por todo lo que no fue dicho. Años después, la ciudad seguía allí, tan ruidosa y colorida como siempre, pero a Ozen le parecía hueca, sofocante, ya no había nada que le interesara aquí. No había lugar, ni deber, ni prestigio suficiente para reconstruir lo que su partida había roto. Y, sin embargo, debía seguir siendo La Inamovible. Debía mantenerse firme, sin grietas, como si esa imagen no la desgarrara por dentro. Como si no sintiera, cada vez que miraba a la ciudad, que algo esencial se había hundido para siempre. A veces se preguntaba si fue cobarde. Si debió decirle que no bajara. Que quedarse también era un acto de valentía. Que si alguien la juzgaba, Ozen la protegería. Pero no lo hizo. Y ahora solo le quedaba ese recuerdo, grabado en el rincón más frágil de su mente. Una figura con una pluma al viento. Un cielo abierto que ya no vuelve. Y una soledad que nunca se pudo llenar.
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