A Emi no le gustaban las prisas.
Aunque el sol apenas comenzaba a asomarse entre los edificios, su despertador ya había sonado una vez —y no porque lo necesitara. Su cuerpo se había acostumbrado al ritmo: temprano, constante, disciplinado.
Su rutina no era simplemente para “verse bien”. Era un ritual. Un acto de presencia.
Despertar, abrir las cortinas, poner música suave —a veces jazz, a veces city pop— y encender la luz cálida del espejo del tocador.
Empezaba por la piel. Hidratación. Protector solar.
Un maquillaje meticuloso, nunca exagerado, pero siempre perfecto. Delineador preciso, labios que combinaban con su estado de ánimo, y rubor suficiente para parecer despierta y serena, incluso si había dormido mal.
El vestuario ya lo tenía elegido desde la noche anterior.
Esa mañana había optado por un conjunto en azul claro: una blusa de mangas largas, ligeramente suelta, con un tejido liviano que flotaba con gracia al moverse, pero que insinuaba sutilmente la forma de su figura; y una falda del mismo tono, larga hasta los tobillos, igualmente suelta, de caída elegante y suave.
Un equilibrio entre lo sobrio y lo llamativo.
Los tacones, color beige, eran simples pero refinados; hacían poco ruido, pero dejaban huella.
Y luego, su parte favorita: los aretes.
Los de hoy eran dorados, redondos, con un diseño entre moderno y orgánico, como si hubieran sido moldeados por el viento.
No había prenda más importante para Emi.
Eran su firma, su armadura, su recordatorio de que incluso en un mundo de tonos grises, ella era un acento que no podía ignorarse.
Antes de salir, un último paso.
El perfume.
No uno fuerte. Uno que dejara una estela suave al pasar.
Notas de bergamota, vainilla ligera y un fondo floral apenas perceptible.
No quería oler como un jardín; quería que su perfume fuera un secreto que solo se descubriera de cerca.
Frente al espejo, se observó con detenimiento.
Revisó el peinado, alisó el cuello de su blusa y acomodó el pendiente que se había torcido ligeramente.
Estaba lista.
Sabía que en cuanto llegara a la oficina, alguien comentaría lo bien que lucía.
— “¡Qué impecable te ves siempre, Emi!”,— dirían con admiración genuina.
Y ella, como de costumbre, se encogería ligeramente de hombros, sonreiría apenas y respondería con ese tono ligero que tan bien había ensayado:
—¿Ah, sí? Me puse lo primero que encontré.
Pero en secreto —en silencio—, disfrutaba cada palabra.
Porque aunque fingiera sorpresa o indiferencia, los halagos eran su pequeño premio.
No por vanidad, sino porque detrás de esa imagen perfectamente cuidada, había horas de dedicación… y ella sabía exactamente cuánto valía cada detalle.
Aunque el sol apenas comenzaba a asomarse entre los edificios, su despertador ya había sonado una vez —y no porque lo necesitara. Su cuerpo se había acostumbrado al ritmo: temprano, constante, disciplinado.
Su rutina no era simplemente para “verse bien”. Era un ritual. Un acto de presencia.
Despertar, abrir las cortinas, poner música suave —a veces jazz, a veces city pop— y encender la luz cálida del espejo del tocador.
Empezaba por la piel. Hidratación. Protector solar.
Un maquillaje meticuloso, nunca exagerado, pero siempre perfecto. Delineador preciso, labios que combinaban con su estado de ánimo, y rubor suficiente para parecer despierta y serena, incluso si había dormido mal.
El vestuario ya lo tenía elegido desde la noche anterior.
Esa mañana había optado por un conjunto en azul claro: una blusa de mangas largas, ligeramente suelta, con un tejido liviano que flotaba con gracia al moverse, pero que insinuaba sutilmente la forma de su figura; y una falda del mismo tono, larga hasta los tobillos, igualmente suelta, de caída elegante y suave.
Un equilibrio entre lo sobrio y lo llamativo.
Los tacones, color beige, eran simples pero refinados; hacían poco ruido, pero dejaban huella.
Y luego, su parte favorita: los aretes.
Los de hoy eran dorados, redondos, con un diseño entre moderno y orgánico, como si hubieran sido moldeados por el viento.
No había prenda más importante para Emi.
Eran su firma, su armadura, su recordatorio de que incluso en un mundo de tonos grises, ella era un acento que no podía ignorarse.
Antes de salir, un último paso.
El perfume.
No uno fuerte. Uno que dejara una estela suave al pasar.
Notas de bergamota, vainilla ligera y un fondo floral apenas perceptible.
No quería oler como un jardín; quería que su perfume fuera un secreto que solo se descubriera de cerca.
Frente al espejo, se observó con detenimiento.
Revisó el peinado, alisó el cuello de su blusa y acomodó el pendiente que se había torcido ligeramente.
Estaba lista.
Sabía que en cuanto llegara a la oficina, alguien comentaría lo bien que lucía.
— “¡Qué impecable te ves siempre, Emi!”,— dirían con admiración genuina.
Y ella, como de costumbre, se encogería ligeramente de hombros, sonreiría apenas y respondería con ese tono ligero que tan bien había ensayado:
—¿Ah, sí? Me puse lo primero que encontré.
Pero en secreto —en silencio—, disfrutaba cada palabra.
Porque aunque fingiera sorpresa o indiferencia, los halagos eran su pequeño premio.
No por vanidad, sino porque detrás de esa imagen perfectamente cuidada, había horas de dedicación… y ella sabía exactamente cuánto valía cada detalle.
A Emi no le gustaban las prisas.
Aunque el sol apenas comenzaba a asomarse entre los edificios, su despertador ya había sonado una vez —y no porque lo necesitara. Su cuerpo se había acostumbrado al ritmo: temprano, constante, disciplinado.
Su rutina no era simplemente para “verse bien”. Era un ritual. Un acto de presencia.
Despertar, abrir las cortinas, poner música suave —a veces jazz, a veces city pop— y encender la luz cálida del espejo del tocador.
Empezaba por la piel. Hidratación. Protector solar.
Un maquillaje meticuloso, nunca exagerado, pero siempre perfecto. Delineador preciso, labios que combinaban con su estado de ánimo, y rubor suficiente para parecer despierta y serena, incluso si había dormido mal.
El vestuario ya lo tenía elegido desde la noche anterior.
Esa mañana había optado por un conjunto en azul claro: una blusa de mangas largas, ligeramente suelta, con un tejido liviano que flotaba con gracia al moverse, pero que insinuaba sutilmente la forma de su figura; y una falda del mismo tono, larga hasta los tobillos, igualmente suelta, de caída elegante y suave.
Un equilibrio entre lo sobrio y lo llamativo.
Los tacones, color beige, eran simples pero refinados; hacían poco ruido, pero dejaban huella.
Y luego, su parte favorita: los aretes.
Los de hoy eran dorados, redondos, con un diseño entre moderno y orgánico, como si hubieran sido moldeados por el viento.
No había prenda más importante para Emi.
Eran su firma, su armadura, su recordatorio de que incluso en un mundo de tonos grises, ella era un acento que no podía ignorarse.
Antes de salir, un último paso.
El perfume.
No uno fuerte. Uno que dejara una estela suave al pasar.
Notas de bergamota, vainilla ligera y un fondo floral apenas perceptible.
No quería oler como un jardín; quería que su perfume fuera un secreto que solo se descubriera de cerca.
Frente al espejo, se observó con detenimiento.
Revisó el peinado, alisó el cuello de su blusa y acomodó el pendiente que se había torcido ligeramente.
Estaba lista.
Sabía que en cuanto llegara a la oficina, alguien comentaría lo bien que lucía.
— “¡Qué impecable te ves siempre, Emi!”,— dirían con admiración genuina.
Y ella, como de costumbre, se encogería ligeramente de hombros, sonreiría apenas y respondería con ese tono ligero que tan bien había ensayado:
—¿Ah, sí? Me puse lo primero que encontré.
Pero en secreto —en silencio—, disfrutaba cada palabra.
Porque aunque fingiera sorpresa o indiferencia, los halagos eran su pequeño premio.
No por vanidad, sino porque detrás de esa imagen perfectamente cuidada, había horas de dedicación… y ella sabía exactamente cuánto valía cada detalle.

