¡La espesura del bosque estaba cargada de tensión. Las ramas altas bloqueaban buena parte del sol y el suelo estaba cubierto de huellas profundas, garras marcadas en la corteza y rastros de batalla reciente. Un grupo de cazadores, cinco en total, se abrían paso con cuidado entre los árboles. Eran profesionales, curtidos por años de enfrentamientos con bestias, humanos y todo lo que quedara en el medio. Habían sido enviados a capturar —o eliminar— a un grupo de criaturas especialmente peligrosas que merodeaban cerca de pueblos aislados.

—Son letales —susurró uno de ellos, leyendo el aviso arrugado—. Cuatro bestias: una con caparazón de piedra, otra con garras de cristal, una alada con cuerpo de serpiente... y la cuarta, un híbrido de tigre y sombra. Clase B, pago altísimo si las entregamos vivas.

Pero al llegar al claro donde según el informe debía estar el nido de las criaturas, todos se detuvieron de golpe.

Allí, justo al centro, había una pequeña figura. Sentado sobre el cuerpo inconsciente de una de las bestias, respirando agitado pero sonriendo orgulloso, estaba un niño de cabello revuelto, pecoso, con ropa desgastada y un vendaje improvisado en el brazo.

Un pequeño.

Había rastros de golpes por todo el lugar. Árboles partidos, rocas agrietadas, marcas de garras... pero también huellas claras de una pelea cuerpo a cuerpo. Las criaturas estaban noqueadas, una con el hocico amoratado, otra con una pata torcida, y una tercera con un moretón en la mandíbula. La última jadeaba en el suelo, apenas consciente.

El pequeño se sacudía el polvo de los pantalones, claramente exhausto, pero feliz.

—¡Aaah! Eso estuvo difícil… —exhaló, tomando un pan algo aplastado de su bolso—. ¡Pero lo logré!

Los cazadores no podían creerlo. Uno de ellos alzó la voz:

—¡¿Fuiste tú quien las derrotó?! ¿Tú solo?

El pequeño levantó la vista, algo confundido.

—¿Eh? ¿Estos chicos? Sí. Estaban atacando una granja cerca… y bueno… eso no está bien. Así que les di unas buenas patadas en la cara.

Se señaló la pierna con orgullo, sacudiendo la tierra de su rodilla herida.

—¡Esta fue la que usé para voltear al que tenía alas! ¡Me salió volando como gallina con sueño!

Los cazadores intercambiaron miradas, impactados. Había vencido a esos monstruos **a puño limpio** y con una sonrisa infantil.

—¿Sabías que hay una recompensa por capturarlos? —preguntó una de las cazadoras, aún incrédula.

—¿Una qué...? —dijo el pequeño, ladeando la cabeza—. ¿Recom-qué?

El líder suspiró.

—Una recompensa. Dinero. Por derrotarlos.

El pequeño se quedó pensativo por un segundo y luego soltó una risa.

—¡Oh! Entonces ¡qué buena suerte la mía! Aunque… yo solo quería que dejaran de portarse mal. ¡El dinero no me importa mucho! Pero… ¡quizá pueda comprar más pan!

Uno de los cazadores se dejó caer sentado en una roca, murmurando:

—Nos ganó un niño… a golpes… sin saber ni que había paga.
¡La espesura del bosque estaba cargada de tensión. Las ramas altas bloqueaban buena parte del sol y el suelo estaba cubierto de huellas profundas, garras marcadas en la corteza y rastros de batalla reciente. Un grupo de cazadores, cinco en total, se abrían paso con cuidado entre los árboles. Eran profesionales, curtidos por años de enfrentamientos con bestias, humanos y todo lo que quedara en el medio. Habían sido enviados a capturar —o eliminar— a un grupo de criaturas especialmente peligrosas que merodeaban cerca de pueblos aislados. —Son letales —susurró uno de ellos, leyendo el aviso arrugado—. Cuatro bestias: una con caparazón de piedra, otra con garras de cristal, una alada con cuerpo de serpiente... y la cuarta, un híbrido de tigre y sombra. Clase B, pago altísimo si las entregamos vivas. Pero al llegar al claro donde según el informe debía estar el nido de las criaturas, todos se detuvieron de golpe. Allí, justo al centro, había una pequeña figura. Sentado sobre el cuerpo inconsciente de una de las bestias, respirando agitado pero sonriendo orgulloso, estaba un niño de cabello revuelto, pecoso, con ropa desgastada y un vendaje improvisado en el brazo. Un pequeño. Había rastros de golpes por todo el lugar. Árboles partidos, rocas agrietadas, marcas de garras... pero también huellas claras de una pelea cuerpo a cuerpo. Las criaturas estaban noqueadas, una con el hocico amoratado, otra con una pata torcida, y una tercera con un moretón en la mandíbula. La última jadeaba en el suelo, apenas consciente. El pequeño se sacudía el polvo de los pantalones, claramente exhausto, pero feliz. —¡Aaah! Eso estuvo difícil… —exhaló, tomando un pan algo aplastado de su bolso—. ¡Pero lo logré! Los cazadores no podían creerlo. Uno de ellos alzó la voz: —¡¿Fuiste tú quien las derrotó?! ¿Tú solo? El pequeño levantó la vista, algo confundido. —¿Eh? ¿Estos chicos? Sí. Estaban atacando una granja cerca… y bueno… eso no está bien. Así que les di unas buenas patadas en la cara. Se señaló la pierna con orgullo, sacudiendo la tierra de su rodilla herida. —¡Esta fue la que usé para voltear al que tenía alas! ¡Me salió volando como gallina con sueño! Los cazadores intercambiaron miradas, impactados. Había vencido a esos monstruos **a puño limpio** y con una sonrisa infantil. —¿Sabías que hay una recompensa por capturarlos? —preguntó una de las cazadoras, aún incrédula. —¿Una qué...? —dijo el pequeño, ladeando la cabeza—. ¿Recom-qué? El líder suspiró. —Una recompensa. Dinero. Por derrotarlos. El pequeño se quedó pensativo por un segundo y luego soltó una risa. —¡Oh! Entonces ¡qué buena suerte la mía! Aunque… yo solo quería que dejaran de portarse mal. ¡El dinero no me importa mucho! Pero… ¡quizá pueda comprar más pan! Uno de los cazadores se dejó caer sentado en una roca, murmurando: —Nos ganó un niño… a golpes… sin saber ni que había paga.
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