La plaza estaba viva. El sol del mediodía brillaba fuerte sobre las piedras del suelo, calentándolas apenas, y las palomas revoloteaban entre los bancos y las fuentes. Pero lo que realmente llenaba el aire no era el calor ni los pasos apresurados de los transeúntes, sino la música.
Un grupo de músicos se había instalado en el corazón del lugar: un contrabajo viejo, una guitarra desgastada pero afinada con esmero, una trompeta brillante y una caja rítmica que marcaba el compás como el latido de un corazón animado. La gente se detenía, sonreía, lanzaba unas monedas al sombrero que habían dejado abierto frente a ellos. El ambiente estaba envuelto en melodía y alegría.
Fue entonces que apareció el pequeño vagabundo.
Con su mochila cruzada al pecho, los pantalones anaranjados llenos de polvo y su clásico mechón despeinado tapándole los ojos, se detuvo a unos metros del grupo, completamente maravillado. Su expresión era de asombro puro, como si la música le hiciera cosquillas al alma.
—¡Ooooh! ¡Qué genial suena eso! —exclamó, dando un par de saltitos sin poder evitarlo.
Los músicos lo miraron, sorprendidos por la efusividad del niño. Uno de ellos, el guitarrista, sonrió mientras seguía tocando.
—¿Te gusta la música, pequeño?
—¡Me encanta! —respondió con una enorme sonrisa—. ¡Siempre la escucho cuando puedo! A veces le canto a Don Niebla, pero no es muy buen público… creo que no tiene oídos —rió bajito.
Luego, con un gesto súbito, se acercó corriendo y se detuvo frente al grupo, con las manos detrás de la espalda como quien hace una petición importante.
—¿Puedo unirme? ¡Sé hacer ritmos con una lata y puedo cantar un poco!.
Los músicos intercambiaron miradas, algunos conteniendo una risa ante tanta energía, pero todos sinceros en su ternura. El trompetista, un hombre canoso de ojos cálidos, bajó un poco su instrumento y le preguntó:
—¿Sabes seguir el ritmo?
El pequeño asintió con fuerza, sacando una cuchara abollada de su bolsa como si fuera un tesoro.
—¡Claro que sí! ¡Y si me equivoco, improviso! Es más divertido así.
El guitarrista soltó una carcajada, mientras el de la caja rítmica palmeaba un espacio vacío en el banco junto a él.
—¡Entonces ven! Hoy, tenemos un nuevo miembro por este día.
https://youtu.be/FftpHzKlCqI?si=WL-IeF8rAzCg1TBu
Un grupo de músicos se había instalado en el corazón del lugar: un contrabajo viejo, una guitarra desgastada pero afinada con esmero, una trompeta brillante y una caja rítmica que marcaba el compás como el latido de un corazón animado. La gente se detenía, sonreía, lanzaba unas monedas al sombrero que habían dejado abierto frente a ellos. El ambiente estaba envuelto en melodía y alegría.
Fue entonces que apareció el pequeño vagabundo.
Con su mochila cruzada al pecho, los pantalones anaranjados llenos de polvo y su clásico mechón despeinado tapándole los ojos, se detuvo a unos metros del grupo, completamente maravillado. Su expresión era de asombro puro, como si la música le hiciera cosquillas al alma.
—¡Ooooh! ¡Qué genial suena eso! —exclamó, dando un par de saltitos sin poder evitarlo.
Los músicos lo miraron, sorprendidos por la efusividad del niño. Uno de ellos, el guitarrista, sonrió mientras seguía tocando.
—¿Te gusta la música, pequeño?
—¡Me encanta! —respondió con una enorme sonrisa—. ¡Siempre la escucho cuando puedo! A veces le canto a Don Niebla, pero no es muy buen público… creo que no tiene oídos —rió bajito.
Luego, con un gesto súbito, se acercó corriendo y se detuvo frente al grupo, con las manos detrás de la espalda como quien hace una petición importante.
—¿Puedo unirme? ¡Sé hacer ritmos con una lata y puedo cantar un poco!.
Los músicos intercambiaron miradas, algunos conteniendo una risa ante tanta energía, pero todos sinceros en su ternura. El trompetista, un hombre canoso de ojos cálidos, bajó un poco su instrumento y le preguntó:
—¿Sabes seguir el ritmo?
El pequeño asintió con fuerza, sacando una cuchara abollada de su bolsa como si fuera un tesoro.
—¡Claro que sí! ¡Y si me equivoco, improviso! Es más divertido así.
El guitarrista soltó una carcajada, mientras el de la caja rítmica palmeaba un espacio vacío en el banco junto a él.
—¡Entonces ven! Hoy, tenemos un nuevo miembro por este día.
https://youtu.be/FftpHzKlCqI?si=WL-IeF8rAzCg1TBu
La plaza estaba viva. El sol del mediodía brillaba fuerte sobre las piedras del suelo, calentándolas apenas, y las palomas revoloteaban entre los bancos y las fuentes. Pero lo que realmente llenaba el aire no era el calor ni los pasos apresurados de los transeúntes, sino la música.
Un grupo de músicos se había instalado en el corazón del lugar: un contrabajo viejo, una guitarra desgastada pero afinada con esmero, una trompeta brillante y una caja rítmica que marcaba el compás como el latido de un corazón animado. La gente se detenía, sonreía, lanzaba unas monedas al sombrero que habían dejado abierto frente a ellos. El ambiente estaba envuelto en melodía y alegría.
Fue entonces que apareció el pequeño vagabundo.
Con su mochila cruzada al pecho, los pantalones anaranjados llenos de polvo y su clásico mechón despeinado tapándole los ojos, se detuvo a unos metros del grupo, completamente maravillado. Su expresión era de asombro puro, como si la música le hiciera cosquillas al alma.
—¡Ooooh! ¡Qué genial suena eso! —exclamó, dando un par de saltitos sin poder evitarlo.
Los músicos lo miraron, sorprendidos por la efusividad del niño. Uno de ellos, el guitarrista, sonrió mientras seguía tocando.
—¿Te gusta la música, pequeño?
—¡Me encanta! —respondió con una enorme sonrisa—. ¡Siempre la escucho cuando puedo! A veces le canto a Don Niebla, pero no es muy buen público… creo que no tiene oídos —rió bajito.
Luego, con un gesto súbito, se acercó corriendo y se detuvo frente al grupo, con las manos detrás de la espalda como quien hace una petición importante.
—¿Puedo unirme? ¡Sé hacer ritmos con una lata y puedo cantar un poco!.
Los músicos intercambiaron miradas, algunos conteniendo una risa ante tanta energía, pero todos sinceros en su ternura. El trompetista, un hombre canoso de ojos cálidos, bajó un poco su instrumento y le preguntó:
—¿Sabes seguir el ritmo?
El pequeño asintió con fuerza, sacando una cuchara abollada de su bolsa como si fuera un tesoro.
—¡Claro que sí! ¡Y si me equivoco, improviso! Es más divertido así.
El guitarrista soltó una carcajada, mientras el de la caja rítmica palmeaba un espacio vacío en el banco junto a él.
—¡Entonces ven! Hoy, tenemos un nuevo miembro por este día.
https://youtu.be/FftpHzKlCqI?si=WL-IeF8rAzCg1TBu
