Me levanté antes de que el sol tocara del todo la ventana. Mía seguía dormida, con el cuerpo enredado en las sábanas blancas, la respiración tranquila. No quise despertarla. No todavía.
Bajé en silencio a la cocina del hotel. Pedí que no subieran nada. Ese momento lo quería hacer yo.
Café fuerte, como a ella le gusta. Pan recién hecho. Frutas cortadas. Un par de dulces. Y una pequeña nota, escrita de madrugada:
“Hoy no tienes que preocuparte por nada. Solo por sonreír.”
Lo acomodé todo en la bandeja y volví a la habitación.
Ella seguía medio dormida cuando entré. La luz dorada le caía en el rostro. Me acerqué sin decir nada, apoyé la bandeja en mi lado de la cama.
—Buenos días, dormilona.
Sonreí mientras me sentaba a su lado y le acariciaba la espalda con la yema de los dedos.
—Te hice desayuno.
Esperé a que se incorporara un poco y la ayudé con una taza caliente entre las manos.
Me incliné para besarle la mejilla. Después me recosté a su lado.
—Cuando termines… tengo algo más.
Silencio.
Esperé a que probara algo, que se desperezara del todo. Y entonces, sin levantarme, le tendí el sobre. Cuero negro. Dentro, billetes de avión, un mapa, dos pasaportes.
—Nos vamos hoy.
La miré. Sonriendo apenas.
—A una isla en el Egeo. Privada. Solo nosotras. Siete días. Nuestra luna de miel.
Mía Russo
Bajé en silencio a la cocina del hotel. Pedí que no subieran nada. Ese momento lo quería hacer yo.
Café fuerte, como a ella le gusta. Pan recién hecho. Frutas cortadas. Un par de dulces. Y una pequeña nota, escrita de madrugada:
“Hoy no tienes que preocuparte por nada. Solo por sonreír.”
Lo acomodé todo en la bandeja y volví a la habitación.
Ella seguía medio dormida cuando entré. La luz dorada le caía en el rostro. Me acerqué sin decir nada, apoyé la bandeja en mi lado de la cama.
—Buenos días, dormilona.
Sonreí mientras me sentaba a su lado y le acariciaba la espalda con la yema de los dedos.
—Te hice desayuno.
Esperé a que se incorporara un poco y la ayudé con una taza caliente entre las manos.
Me incliné para besarle la mejilla. Después me recosté a su lado.
—Cuando termines… tengo algo más.
Silencio.
Esperé a que probara algo, que se desperezara del todo. Y entonces, sin levantarme, le tendí el sobre. Cuero negro. Dentro, billetes de avión, un mapa, dos pasaportes.
—Nos vamos hoy.
La miré. Sonriendo apenas.
—A una isla en el Egeo. Privada. Solo nosotras. Siete días. Nuestra luna de miel.
Mía Russo
Me levanté antes de que el sol tocara del todo la ventana. Mía seguía dormida, con el cuerpo enredado en las sábanas blancas, la respiración tranquila. No quise despertarla. No todavía.
Bajé en silencio a la cocina del hotel. Pedí que no subieran nada. Ese momento lo quería hacer yo.
Café fuerte, como a ella le gusta. Pan recién hecho. Frutas cortadas. Un par de dulces. Y una pequeña nota, escrita de madrugada:
“Hoy no tienes que preocuparte por nada. Solo por sonreír.”
Lo acomodé todo en la bandeja y volví a la habitación.
Ella seguía medio dormida cuando entré. La luz dorada le caía en el rostro. Me acerqué sin decir nada, apoyé la bandeja en mi lado de la cama.
—Buenos días, dormilona.
Sonreí mientras me sentaba a su lado y le acariciaba la espalda con la yema de los dedos.
—Te hice desayuno.
Esperé a que se incorporara un poco y la ayudé con una taza caliente entre las manos.
Me incliné para besarle la mejilla. Después me recosté a su lado.
—Cuando termines… tengo algo más.
Silencio.
Esperé a que probara algo, que se desperezara del todo. Y entonces, sin levantarme, le tendí el sobre. Cuero negro. Dentro, billetes de avión, un mapa, dos pasaportes.
—Nos vamos hoy.
La miré. Sonriendo apenas.
—A una isla en el Egeo. Privada. Solo nosotras. Siete días. Nuestra luna de miel.
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